El primero de mayo y la emancipación del trabajo
¿Es posible la emancipación de los trabajadores? ¿De qué hay que emanciparse?
El trabajo es parte esencial de la vida humana en todo lo que tiene que ver con asegurar la subsistencia material y también con la creación de objetos y obras sin finalidades directamente utilitarias, en las diversas expresiones de la cultura y las artes. Ex nihilo nihil, nada viene de la nada. El trabajo, que siempre supone alguna forma de cooperación, además del despliegue de talentos individuales, es, junto a los distintos tipos de familias, el nexo social por excelencia.
Las sociedades cazadoras-recolectoras pudieron empezar a acumular reservas de subsistencia con la aparición hace más de 10 mil años de la agricultura y la ganadería, junto a la alfarería, los tejidos de fibra y el uso de la madera, piedra y metales para acumular y transportar y moler granos y otros bienes. Pero también se acentuó la lucha por el control de la tierra y los recursos y la generación y distribución de los excedentes, lo que llevó a la división estamental entre grupos dominantes y dominados, los patricios y los plebeyos a lo largo de la historia. Eso sí, con los segundos obligados a trabajar para los primeros, frecuentemente bajo coerción violenta, incluyendo la esclavitud. Y también se acentuó la subordinación de las mujeres y su relegación a las tareas domésticas, procesos que fueron más o menos legitimados por las representaciones religiosas y visiones de mundo de las jerarquías dominantes.
Y también jugó un rol decisivo la conquista imperial de otros territorios, el sometimiento de sus habitantes y la expoliación de su trabajo. Con la aparición de la navegación en gran escala hace cinco siglos, se multiplicaron las colonizaciones sucesivas en lugares cada vez más distantes, primordialmente desde Occidente. Algunas expansiones no occidentales fueron también expresión de una fuerte jerarquización, pero con un manejo racional de las reservas que aseguraba la subsistencia inclusiva, por ejemplo en el caso del imperio Inca. Por su parte, la economía mapuche fue expresión de mecanismos de subsistencia sin grandes divisiones estamentales y con un control colectivo de las comunidades de los territorios y sus recursos, en espacios amplios. Ambos tipos de órdenes sociales fueron, sin embargo, destruidos por la colonización europea basada en la violencia, el despojo de metales, tierras y recursos, el sometimiento forzado y la pauperización de las poblaciones originarias, además del efecto del traslado de gérmenes y enfermedades que ayudaron a producir un cuasi colapso demográfico e instauraron sociedades que se cuentan entre las más desiguales del mundo.
Así, a lo largo de la historia una parte cada vez mayor de quienes trabajan dejó de disponer del fruto de su trabajo y de los insumos y medios para realizar ese trabajo.
La acentuación de la división de funciones con los avances tecnológicos llevó a la revolución industrial hace dos siglos, basada en la acumulación privada ilimitada de capital. Se consolidó la dinámica de subordinación del trabajo bajo formas asalariadas, la que, luego de pasar por diversas etapas, se prolonga hasta hoy. El capitalismo se financiarizó y terminó de globalizarse a fines del siglo XX. Dejó de sustentarse en articulaciones de la producción y el consumo en escalas nacionales reguladas, como el capitalismo fordista, en beneficio de cadenas globales de producción que se deslocalizan y externalizan por el mundo buscando el mínimo costo de producción. A la vez, inducen un consumo no funcional homogeneizado y también globalizado, con graves consecuencias, además, para la alimentación humana saludable y para los ecosistemas.
Las innovaciones mayores más recientes, como el capitalismo digital de plataformas, han creado un nuevo precariado bajo una ficción semi-asalariada y sin derechos de repartidores y conductores en sociedades cada vez más urbanas. Y también, aunque en mejores condiciones, se amplía el rol de quienes sostienen las redes digitales desde distintos lugares del planeta. El creciente uso de robots e inteligencia artificial interviene, por su parte, en otros múltiples procesos de producción y provisión de servicios y los recompone, en muchas ocasiones, con un alto costo para los trabajadores que pierden sus empleos previos, aunque se creen otros empleos. El trabajo no va a desaparecer, pero se va a reestructurar, con múltiples sufrimientos humanos, bajo nuevas combinaciones de trabajo calificado y no calificado y nuevas condiciones de precariedad.
Esta evolución ofrece, al mismo tiempo, nuevas perspectivas de emancipación del trabajo para la mayoría que no puede subsistir o prosperar sin ofrecer su capacidad de trabajar para obtener un ingreso a cambio. Estas discurren por algunas vías principales.
La primera es “exógena”, y tiene que ver con disminuir desde el sistema político y regulatorio las horas obligatorias de trabajo en los contrarios salariales y asegurar un ingreso básico de vida al margen del trabajo. Esto ya ocurre parcialmente con redistribuciones desde los que acumulan capital e ingresos en gran escala, favorecidos por la gigantesca concentración capitalista existente en la actualidad, en favor del resto de la población. Pero debe acentuarse progresivamente, al aumentarse las capacidades económicas, con más aportes financiados por impuestos progresivos en bienes y servicios directos a la mayoría social para la vivienda social y el urbanismo, el transporte colectivo, la salud, la educación y los sistemas de cuidados, junto a mayores subsidios en dinero, partiendo por las asignaciones familiares a la niñez y las pensiones básicas para las personas de más edad.
La otra gran vía de emancipación de los trabajadores y trabajadoras, la “endógena”, es la de persistir en fortalecer, con la ayuda de legislaciones apropiadas, la lucha sindical desde agrupaciones de empresas, en sectores y territorios, por mejores salarios y condiciones de trabajo y por la igualdad salarial y de funciones entre hombres y mujeres. Y también la de presionar, como señalan Acemoglu y Johnson, por una evolución de la tecnología que no sustituya trabajo humano sino que lo facilite y enriquezca, dándole un vuelco social al progreso técnico en vez de acentuar el sometimiento y control jerárquico de quienes trabajan.
En el horizonte se debe mantener la perspectiva de avanzar a formas de democracia económica. Estas deben incluir el fomento de un sector de economía social y cooperativo viable, alternativo al autoempleo precario y marginal y a los caldos de cultivo de la economía ilegal en el que se desenvuelven los jóvenes que no estudian ni trabajan (400 mil hoy en Chile). Y deben incluir la participación de los asalariados en las utilidades y en una parte de la propiedad de las empresas, que habiliten formas constructivas de cogestión de las mismas.
Todo lo anterior debe complementarse con políticas macroeconómicas consistentes orientadas al pleno empleo (hoy hay 885 mil cesantes y 780 mil personas dispuestas a trabajar pero que ya no buscan empleo), que tendrán como efecto fortalecer la capacidad global de negociación de quienes viven de su trabajo. Y debe acompañarse de políticas más fuertes orientadas a integrar a quienes no logran acceder al trabajo remunerado o lo hacen de manera intermitente y precaria, junto a mayores espacios para la inserción de la mujer en el trabajo, con mejores remuneraciones y soportes equitativos en las tareas de cuidado.
Múltiples experiencias desde la Segunda Guerra Mundial demuestran que políticas de este tipo en economías mixtas no atentan contra el dinamismo económico descentralizado si están concebidas con estímulos y capacidades de gestión adecuados. Y muestran que pueden favorecer ese dinamismo, como señalan Ostry y Berg. Pero esa posibilidad nunca está garantizada sino que depende de la consistencia y persistencia de luchas sociales y políticas adecuadamente auto-organizadas y conducidas para alcanzar esos fines.
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