La persistencia de una democracia polarizada

En El Clarín de Chile

El semanario británico The Economist realiza un estudio anual de la situación democrática en 165 Estados. En su edición de 2024, mantiene a Chile muy cerca de las democracias de mejor calidad, pero fuera de las 24 “democracias plenas”, grupo del que solo forma parte ahora Uruguay en América Latina. La primera posición vuelve a ser ocupada por Noruega, en un listado tradicionalmente encabezado por los países escandinavos, como también es el caso de los índices de bienestar.

El informe distingue cinco categorías: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. Según la puntuación media obtenida, un país puede ser clasificado como “democracia plena”, “democracia defectuosa”, “régimen híbrido” o “régimen autoritario”. Portugal, Argentina, Bélgica o Italia tienen sistemas defectuosos. Los de Turquía o El Salvador son híbridos, mientras China, Arabia Saudí o Nicaragua son regímenes autoritarios. Corea del Norte, Myanmar y Afganistán son, según esta clasificación, los Estados más autoritarios del mundo.

Chile se sitúa en la posición 25, con una puntuación de 7,98 sobre 10 (Noruega suma 9,81 y Uruguay 8,66, en la posición 14), con el resto de países latinoamericanos mucho más atrás. El país obtiene una muy alta puntuación de 9,58 para «el sistema electoral y el pluralismo democrático» y un 9,12 para «las libertades civiles». El “funcionamiento del gobierno” obtiene una nota honorable de 8,21. En cambio, la “cultura política” se sitúa mucho más abajo, con una nota de 6,88, mientras resulta mal parada la  “participación política”, con 6,11. La vuelta al voto obligatorio probablemente mejorará este último indicador. Pero la “cultura política”, con un ambiente de descalificación creciente, con medios dominantes partisanos y polarizantes, requiere de un cambio mucho mayor para mejorar sus bajos niveles actuales.

Este se explica por un largo deterioro y porque la rebelión social de 2019 se recondujo por cauces institucionales mal concebidos. Una mayoría decidió, en un contexto de voto obligatorio, no aprobar una constitución que consagraba nuevos derechos y equilibrios territoriales, sociales y ambientales en septiembre de 2022, con una regla de aprobación de 2/3 en el órgano constituyente elegido por voto voluntario. Esto obligó a aceptar intereses particularistas y programáticos, que fueron sumando rechazos tema a tema. Un quórum menor hubiera facilitado acuerdos para una constitución no programática. La ciudadanía quiso, de paso, castigar al nuevo gobierno en medio de una contracción económica. Pero tampoco dio curso en diciembre de 2023 a la regresión autoritaria, conservadora y oligárquica que promovió la derecha, que incluía la limitación de las libertades, de la soberanía popular, de los derechos sociales y los de las mujeres.

Sorprendentemente, según la “Encuesta Postplebiscitos” del Laboratorio de Encuestas y Análisis Social (LEAS) de la Universidad Adolfo Ibáñez, realizada en enero de 2024 (ver https://leas.uai.cl/2024/03/18/chile-post-plebiscitos/), aumentó la valoración de la democracia. Un 62% de los consultados se mostró de acuerdo con la afirmación según la cual “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”. Esta opción había sumado solo un 46% en diciembre de 2021, en una encuesta similar. Solo un 26% aprobó la frase “en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático”, cifra igual a la de 2021. La opción «da lo mismo», bajó de 21 a 12%. De paso, un 43% consideró que la actual constitución quedó «bastante o muy legitimada» tras el plebiscito y un 37% la considera «nada o poco legitimada», lo que sigue reflejando una fractura. En el debate constitucional de 2023, la derecha se había permitido incluso hablar de “verdaderos chilenos”, en confrontación con los que no lo serían.

¿Cuán polarizada quedó la sociedad chilena después de los procesos constitucionales? Se puede describir cuatro principales escenarios de polarización ideológica, siguiendo a Daniel Innerarity, Steffen Mau y otros.  El primero es el clásico conflicto socioeconómico sobre la distribución de los ingresos y la riqueza, alrededor del cual se articula el clivaje izquierda/derecha. Esto es notorio en Chile, donde no se aprecia un espacio común para el acuerdo en medio de grandes desigualdades de ingreso, como se ha visto con el rechazo a la reforma tributaria y de pensiones. Impedir un Estado de bienestar es un objetivo compartido por la derecha, que es predominantemente neoliberal, e incluso por una parte del llamado progresismo, aunque no sea hegemónica.

Un segundo ámbito de conflicto polarizador es el las desigualdades “centro/periferia”. Allí se confrontan distintas concepciones de la distribución del poder territorial y es un escenario de reclamo para obtener más recursos  públicos, lo que en Chile está presente pero con una intensidad relativamente baja, aunque persiste un Senado colegislador que sub-representa fuertemente a las regiones con más habitantes y favorece los cacicazgos cuasi-feudales.

Un tercer escenario de confrontación ideológica es el de las desigualdades “nosotros/ellos”, donde se desarrollan los conflictos de reconocimiento de la identidad, las discriminaciones de género y la diversidad sexual. Es el de la confrontación entre la idea de ciudadanía y una actitud clasista y supremacista contra los pueblos originarios y sus derechos colectivos. Se acompaña, además, de impulsos de xenofobia, en ocasiones de manera agresiva y mediando un afán de exclusión y de rechazo a la inmigración, la que se asimila impropiamente a la delincuencia. Esto es estimulado por la derecha conservadora y por diversos sectores políticos a la caza de electores. A su vez, la cultura conservadora no tolera el derecho de cada cual de vivir del modo que le parezca y a no ser objeto de exclusión y discriminación. Signos de una evolución positiva se produjeron cuando bajo Bachelet II se aprobó en 2017 el aborto por tres causales y bajo Piñera II se aprobó en 2021 el matrimonio igualitario, ampliando los derechos individuales. Pero parte de la derecha  sigue buscando su reversión, con ataques al feminismo y a las diversidades, mientras se expresa con virulencia contra la inmigración, a pesar que, en el caso de Venezuela, fue directamente promovida por Piñera y la UDI para buscar aumentar el electorado conservador en Chile.

Una cuarta dimensión es la de las desigualdades “presente/futuro” entre generaciones, con discusiones recurrentes sobre la protección del medio ambiente y la acción contra el cambio climático, que confronta con quienes valoran la sostenibilidad a negacionistas y a los que creen que el crecimiento económico debe prevalecer por sobre cualquier otra consideración.

Si en Europa, según Daniel Innerarity, “lo que hoy tenemos es keynesianismo y nuevos derechos sociales, aceptado también por los conservadores y solo impugnado por la extrema derecha”, no es el caso de Estados Unidos y de buena parte de América Latina, con los Trump, Bolsonaro y Milei, y también con la derecha chilena de Matthei y Kast. Esta defiende a brazo partido el Estado mínimo, en lo que es minoritaria, por lo que busca hacerse mayoritaria promoviendo sus opciones autoritarias involucrando a los militares en materia de seguridad, creando sistemáticamente un clima de miedo y temor generalizado.

Es de esperar que en Chile en algún punto del tiempo, si no hay acuerdo sobre como disminuir los temores, mejorar las condiciones de vida de la población y aminorar las desigualdades y asimetrías de poder entre las categorías sociales, al menos lo haya sobre buscar una convivencia que disminuya la violencia física, simbólica y económica que hoy afecta la vida en común.

Tal vez una inspiración desde fuera pueda ayudar. En estos días, el gobierno británico busca contener las formas de «extremismo» que hoy cruzan su convivencia, para lo cual acaba de proponer una definición de esta conducta como «la promoción o impulso de una ideología basada en la violencia, el odio o la intolerancia”, así como “negar o destruir los derechos y libertades fundamentales de otros».  Esta definición debiera ser parte de los valores cívicos básicos compartidos en Chile y ser una de las primeras en consagrarse constitucionalmente mediante las reformas por 4/7 del parlamento que desde 2022 son posibles. Nunca es tarde para persistir en la tarea de fortalecer la convivencia democrática y disminuir la polarización.


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