Las oleadas inquietantes

En La Nueva Mirada

Cada tanto, una parte de las sociedades, en oleadas más o menos cíclicas, se hace mayoritaria para demandar autoridad, jerarquía, orden y homogeneidad del discurso público. En tiempos recientes, esto se ha expresado en una especie de hartazgo con la democracia y sus representantes más caracterizados. Es lo que acabamos de ver en Argentina y antes en Brasil, que logró sobrevivir a Bolsonaro, y de distintas maneras en Chile.

En las oleadas reaccionarias se pierde toda disposición y tolerancia hacia el debate de ideas contradictorias, se las asimila a peleas inútiles cuando no ilegítimas y se deja de asumir que sin respeto a los saberes constituidos y a la voluntad de reconocimiento de realidades complejas, no hay creatividad, innovación y progreso material y humano posible. 

El progreso sostenible de las naciones requiere de muchas cosas, pero desde luego de la libertad de pensar y crear, de expresarse individual y colectivamente y de actuar con reglas compartidas. Las soluciones burocrático-autoritarias o liberal-autoritarias llevan a sociedades reprimidas y/o conflictuadas, aunque puedan ostentar éxitos parciales. No se ha inventado para este fin algo distinto y mejor a los sistemas democráticos de generación, distribución y alternancia del poder político y a las economías con servicios públicos y con mercados y empresas autónomas reguladas social y ecológicamente. Pero las sociedades contemporáneas, incluyendo las de América Latina, están moldeadas por tendencias globales de individuación en medio de relaciones de mercado generalizadas y de un debilitamiento de las identidades comunitarias de distinto tipo. A esto se agrega que una parte de las sociedades siempre ha tendido, en nombre de la no conflictividad y de supuestas jerarquías naturales, a admitir los privilegios y las asimetrías de poder originadas en las tradiciones, la concentración ilegítima de la economía y la cultura patriarcal. Esto va más allá de los beneficiarios directos de los privilegios y constituye una corriente conservadora estable y de amplitud variable en las sociedades, que en determinados períodos termina por hacerse del poder gubernamental, además de controlar el poder económico y mediático. 

El conservadurismo ideológicamente estructurado rechaza en nombre de una cierta idea de la libertad (aquella que justifica privilegios) las acciones para contener las desigualdades y disminuirlas en el tiempo y asegurar grados suficientes de igualdad de oportunidades y de acceso general a bienes básicos. Es paradojal que las opciones autoritarias y favorables a la desigualdad se recubran de un discurso de libertad, pues ésta no se puede ejercer sin condiciones de equidad. Pero les resulta efectivo apelar a un espectro amplio de emociones y expectativas de cambio sin mayores precisiones. En todo caso, siempre argumentan en contra de las políticas e instituciones que históricamente se proponen canalizar los conflictos de interés socioeconómico con lógica de interés general,  o al menos mayoritario. Y, más recientemente, resisten las demandas de resiliencia ambiental y de igualdad de género. Argumentan que no existe tal cosa como la legitimidad del interés público, sino solo la de la suma de las decisiones individuales, que llevarían por arte de magia a resultados de mayor bienestar general por el dinamismo de la competencia en los mercados. Se aferran, además, a un discurso abstracto de mantención del orden, que se niega a reconocer que la delincuencia tiene causas sociales y culturales que no pueden ignorarse, más allá que el delito debe ser obviamente combatido siempre con la mayor firmeza. En efecto, la evidencia disponible muestra que las sociedades más seguras son las menos desiguales y las más integradoras de la diversidad y la participación.

Cuando las fuerzas democráticas de distinto signo gestionan inadecuadamente los asuntos públicos, o muy inadecuadamente cuando provocan crisis sociales o económicas al dar respuestas de interés corporativo y cortoplacista sin visión de interés general a los problemas de la sociedad y a sus condicionamientos globales, terminan validando la respuesta autoritaria. Ésta se basa en discursos de violencia ideológica y de discriminación racial e intolerancia hacia el distinto, que se agravan cuando las fuerzas democráticas se degradan y dejan capturar por el poder económico o dejan avanzar la corrupción en el Estado y el poder del crimen organizado. Y desde luego cuando logra hacerse del poder algún liderazgo o grupo burocrático que suspende indefinidamente la democracia, o mantiene algunas de sus formas, todo en nombre del pueblo y/o de la seguridad.

Las dificultades y angustias individuales y sociales, cuando se transforman en agudas y prolongadas, buscan remitirse a alguna autoridad fuerte y a la creación de climas sin contradicciones ni contradictores de esa autoridad. Con frecuencia se construyen chivos expiatorios hacia los que canalizar la agresividad y el descontento. La cultura y la ciencia y los extranjeros y pueblos considerados ajenos y culpables de amenazas a la homogeneidad tribal y nacional, suelen ocupar ese rol, lo que ha dado lugar en la historia a los peores genocidios y crímenes contra la condición humana.

Por eso la “gestión democrática de los asuntos públicos” no puede hacerse de cualquier manera.Siempre debe tener a la vista que la agresividad humana individual y colectiva y las violencias se anclan en impulsos inconscientes de los sujetos y en la pulsión de muerte que acompaña a la pulsión vital, y que pueden desbordarse socialmente. Por tanto, requieren ser contenidos y canalizados con comunidades de pertenencia fuertes y con proyectos comunes que respeten el Estado de derecho (y el derecho internacional en las situaciones de asimetría de poder entre países), lo que supone la provisión de paquetes consistentes de políticas públicas que mantengan niveles suficientes de empleo, remuneraciones, cobertura de riesgos y soportes efectivos de la igualdad de oportunidades, cuya interacción en el tiempo es lo que crea culturas de convivencia. 

Cuando estas condiciones no se cumplen o se degradan, suelen sobrevenir las crisis y altos grados de tensión social, respecto a los cuales la mera represión estatal, combinada o no con el libremercadismo, no resuelve nada, como ya demostraron en América Latina recientemente Piñera, Menem, Macri y Bolsonaro, con sus respectivas especificidades, y seguramente demostrará, salvo error u omisión, la nueva estrella ultraconservadora Milei.

Pero el diagnóstico debe ser más amplio. En palabras de Charles Melman (1931-2022), «el psicoanalista parte de su experiencia. Constata rápidamente que el deseo esencial es ser guiado y no la libertad. Es una constatación pesimista pero que es mejor ver de frente si queremos responder a ella no solamente en la cura sino también en el registro político«. Y agrega: «el conflicto entre dictaduras y democracias desde el siglo V antes de Cristo comenzó con el conflicto entre Atenas y Esparta. El poder de Esparta fue fundado bajo un consenso popular. En Atenas todo el mundo discutía y las reuniones de las asambleas estaban marcadas esencialmente por el conflicto entre las personas, los intereses y las corporaciones. Pero en Esparta, todos los ciudadanos estaban de acuerdo y marchaban al mismo ritmo. Y como lo sabemos, nunca hemos resuelto esa oposición entre el desorden democrático y la uniformización de la sociedad en Esparta«. 

La tensión entre democracia, voluntad popular y autoritarismo está lejos de estar resuelta en nuestro país. Estamos viviendo una etapa especialmente polarizada por el agotamiento de un modelo económico-social hiperconcentrado, que se resiste a ceder su poder, y por el resurgimiento del conservadurismo tradicionalista que descalifica el orden democrático expandido paso a paso desde 1990 y los derechos que consagra. Esto requiere, más que en otras etapas, que los que creen en los valores de la democracia, los derechos fundamentales, los derechos de la mujer, la diversidad y la solidaridad con y entre los sectores desposeídos de la sociedad, puedan agruparse suficientemente y actuar con la mayor eficacia posible desde la política y la sociedad civil en contra del peligro de regresiones autoritarias. Y de las manipulaciones colectivas a través del miedo, especialmente si se considera que en el paisaje mediático actual, siempre según Melman, cada uno viene «a vender su propia imagen, su propia opinión independiente del saber que podría justificar su palabra”, en la era del repliegue sobre sí mismo y del «egocenio«, en la expresión de Vincent Cocquebert, etapa en la que se pone por delante el “culto del yo” por sobre alguna idea de destino común. 

No obstante, esto ocurre, paradojalmente, cuando las interdependencias sociales determinan más que nunca un destino común, cualquiera éste sea, en materias tan sensibles a las condiciones de vida como el acceso a la vivienda y los servicios urbanos, al empleo, a los ingresos, a la educación, a las atenciones de salud, a la movilidad y la seguridad cotidianas en ciudades vivibles. No puede sino constatarse que estas interdependencias inciden en las condiciones de existencia de cada cual y en su capacidad de proyectar su vida con algún grado de autonomía, la que está lejos de depender solo de sus decisiones individuales. A esto se agrega el desafío global de las perturbaciones climáticas, cuya mitigación y adaptación requiere de grandes cambios guiados desde la esfera pública en materia de sistemas de energía, producción y consumo, al menos si se quiere preservar la vida humana tal como se conoce hasta ahora.  

El desafío para las fuerzas sociales y políticas distantes de la díada autoritarismo/libremercadismo es enorme. Supone salir de las confrontaciones del día a día y ofrecer a la ciudadanía un nuevo ciclo de gobierno con estabilidad y seguridad democráticas y un sello creíble de progreso social y de sostenibilidad económica y ambiental.

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