Sobre el orden público y la legislación de matinal
En El Mostrador
El número de denuncias de delitos de mayor connotación social por cada 100 mil habitantes cayó en un 42,4% entre 2012 y 2022, según los datos recopilados por la consultora Unholster. Esto quiere decir que no hay un desborde de la delincuencia, por doloroso e inquietante que sea cada caso producido para las víctimas y sus entornos. En cambio, el número de homicidios pasó de 824 en el año 2004 a 2.795 casos en 2020 y bajó a 2.427 en el año 2021, de acuerdo a los datos del Ministerio Público. La información de la Subsecretaría de Prevención del Delito indica 934 casos para 2022 y que la tasa de asesinatos por cada 100 mil habitantes pasó de 2,8 en 2012 a 4,7 el año pasado.
Este significativo incremento de las muertes violentas es en parte atribuible a una nueva situación, la que ha corroído a otros países de América Latina: los ajustes de cuentas entre mafias organizadas que pugnan de manera sangrienta por controlar los territorios y circuitos del narcotráfico y la economía ilegal y sus ganancias. Aunque Chile no sea un productor ni exportador significativo de drogas, esta nueva situación debe atacarse adecuando a las policías sobre nuevas bases tecnológicas y de inteligencia. Esto es indispensable para avanzar en el objetivo de desmantelar la gran amenaza que es el crimen organizado, que requiere de una mucho mayor eficiencia y contundencia policial. El actual Gobierno está ayudando a incrementarla, lo que ya se observa en mejores resultados en diversos casos, sin olvidar que su complemento indispensable es la policía de proximidad, la que interactúa con los vecinos, los municipios y las entidades públicas de distinta índole para aumentar la seguridad humana en todos los rincones del territorio.
Esto no tiene nada que ver con introducir impunidad en el uso indebido de armas de servicio, como ha sido la respuesta de aquella parte del sistema mediático y político propenso al alarmismo y al uso político y electoral de la delincuencia. Las policías no deben ceder a cantos de sirena y cumplir su tarea siempre en el marco de la legalidad, lo que implica mantener un uso reglamentado y proporcional de las armas de fuego que la ciudadanía pone a su disposición, incluyendo el que se despliega para su legítima defensa en situaciones críticas. No se debe ceder ante el populismo penal impulsado por los matinales de televisión en busca de audiencia ni ante la presión por desresponsabilizar a los agentes públicos en el uso de armas de fuego. Esto tiene como horizonte la conformación de un Estado militar-policial violento y descontrolado, un remedio mucho peor que la enfermedad.
No deben olvidarse algunas situaciones de fondo en materia de seguridad. Carabineros, que es una institución con 60 mil miembros dotada de armamento suficiente y con un alto presupuesto, mantiene un aprecio colectivo por su rol de protección y ayuda a la población en todo el territorio y por su función auxiliar de la justicia. Pero enfrenta dos serios problemas frente a la sociedad.
El primero de ellos es que en Carabineros –y en alguna medida en la PDI– se realizó por largo tiempo un desfalco sistemático de recursos públicos organizado por altos oficiales, hoy perseguidos por la justicia, que es el de mayor envergadura en la historia de Chile. Esto no hace de este cuerpo una institución ejemplar en la materia en el pasado reciente. Para recuperar su pleno prestigio ante la ciudadanía y su rol en el orden democrático, debe terminar con una cierta cultura interna de no responder ante nadie por sus actos, incluyendo en algunos casos, como se ha visto, ilegalidades. Debe, en cambio, ampliarse una cultura de mayor convivencia con la rendición de cuentas ante la sociedad, la superioridad civil y los órganos contralores y de administración de justicia. Carabineros debe reformar en profundidad sus métodos de gestión y el control del uso de los recursos presupuestarios puestos a su disposición por la ciudadanía, además de acentuar la equidad de la distribución de sus recursos humanos y materiales en el territorio. La aguda demanda social de lucha inmediata contra la delincuencia no debe ser una excusa para dilatar o no realizar estas reformas indispensables.
El segundo problema es el de las violencias policiales (y militares, en su caso). Estas fueron generalizadas en el proceso de la rebelión social de 2019 y meses y años siguientes, con centenares de lesionados por la fuerza pública. Esto se tradujo en un maltrato generalizado a los miles de detenidos, incluyendo agresiones a mujeres, y la grave situación de daño a personas que terminaron con lesiones oculares irreparables por disparos de balines de goma y disparos horizontales de bombas lacrimógenas al rostro realizados por oficiales (lo que pude observar personalmente en la calle).
Se trata de delitos cometidos por quienes tienen el deber de proteger a los ciudadanos, incluso cuando se manifiestan, y no de perseguirlos, agredirlos o lastimarlos gravemente. Las policías (y los militares en los Estados de Excepción) deben ser un factor de control y no de ampliación de los desórdenes públicos. Las fuerzas del orden deben actuar a tiempo, lo que no siempre hacen, y simultáneamente autocontenerse. Si responden con violencia indebida, su rol pierde la legitimidad que requiere el control de las destrucciones de bienes públicos y de personas. Deben modificarse los conceptos que presiden la acción del personal de resguardo del orden público, sin olvidar nunca que el derecho a manifestarse es una garantía constitucional.
Por su parte, la retórica de violencia contra Carabineros, cuyo emblema es el "perro matapacos", es inapropiada, indefendible y nunca debe ser aceptada por ninguna fuerza política responsable. Los que la adoptaron frívolamente en algún momento debieran, como ha instado el Presidente Boric, revisar su sentido democrático y humanitario. Manifestarse y/o condenar las violencias policiales es una cosa, insinuar simpatías por matar a miembros de una institución pública es otra muy distinta. Se trata de personas que deben gozar del mismo derecho a la integridad y dignidad que cualquier otra. Y menos debe tolerarse bajo ninguna circunstancia la violencia delincuencial contra las fuerzas del orden público y los asesinatos de uniformados. Tampoco debe tolerarse de modo alguno que el derecho a manifestarse se transforme en sinónimo de agresiones a personas con o sin uniforme y destrucciones violentas de bienes comunes.
Así, el cambio de enfoque de Carabineros en la contención de los desórdenes públicos y la presión social de los que legítimamente se manifiestan sobre los que realizan destrucciones y violencias con el pretexto de manifestarse, se pueden combinar de manera virtuosa y cambiar la degradación de la situación en las calles desde 2019, lo que en alguna medida ya viene ocurriendo.
Los problemas descritos deben abordarse con la urgencia requerida. Pero nunca se debe abandonar el trabajo sistémico sobre las causas de la delincuencia. Estas son económico-sociales (ausencia de oportunidades laborales decentes y de inserción creativa en la vida activa, con 428 mil jóvenes entre 15 y 24 años que no estudian ni están ocupados en febrero de 2023, según el INE) y psicoculturales (individualismo negativo, degradación del respeto a las normas de convivencia, culto del matonaje y de la violencia, desvalorización del trabajo honesto como medio de vida y su mejoría como horizonte de cambio individual y social). Actuar sobre ellas en todos los ámbitos de la sociedad y por todos sus actores es lo que al final de cuentas logrará hacer retroceder la delincuencia, junto a una actuación policial y judicial apropiada.
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