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La actividad económica cayó en -0,8% en noviembre respecto a octubre en términos desestacionalizados. Esta es una mala noticia, luego del cese de la secuencia de caídas de producción entre abril y julio y el buen crecimiento promedio que se verificó entre agosto y octubre. Esta tendencia había permitido abrigar alguna esperanza de una mayor resiliencia de la economía frente al encarecimiento del crédito y la política de brusco ajuste fiscal en aplicación durante 2022.
La cifra se explica en buena medida por una caída de -4,3% de la minería en noviembre, luego de un fuerte crecimiento de 6,9% en el mes previo. Este es un sector internacionalizado y de enclave, con una oferta que se programa a mediano y largo plazo pero que está sujeta a fluctuaciones de corto plazo por las contingencias técnicas y sociales de las faenas de extracción. Pero también la actividad industrial se ha contraído, en este caso por segundo mes consecutivo. En contraste con esta preocupante trayectoria en la producción de bienes (su nivel conjunto es hoy inferior al de 2018), el suministro de servicios sigue mostrando un cierto dinamismo. Pero si el Imacec de diciembre fuera otra vez negativo, se completarían dos trimestres de caída de la producción (el tercero y el cuarto del año 2022), lo que configuraría una “recesión técnica”.
¿Sequirán manifestándose en los meses venideros los efectos en el consumo, la inversión y las exportaciones de las alzas de las tasas de política monetaria del Banco Central, de las caídas de los salarios reales, de la disminución del gasto público de -25% en 2022 y de una coyuntura internacional incierta? ¿O bien el crecimiento del gasto público de 4,2% previsto para 2023, un eventual fin del deterioro de los salarios reales ayudados por una revaluación del peso y una menor inflación externa, así como un mejor desempeño de China, permitirán acaso una recuperación de la economía y evitar una recesión prolongada? La resiliencia mostrada por el suministro de servicios es por ahora el único factor de cierto optimismo.
En todo caso, con el Banco Central no se puede contar para una política antirecesiva que incluya disminuciones prontas de la tasa de interés, pues esta entidad sostiene que una recesión es necesaria para bajar la inflación, a pesar de su origen predominantemente importado. Este es el caso directamente de los bienes que son objeto de comercio exterior y cuyos precios se fijan fuera del país, que aumentan en pesos adicionalmente en episodios de devaluación de la moneda nacional, o indirectamente al aumentar los costos de producción -especialmente los combustibles- de los bienes y servicios no transables internacionalmente.
El premio Nobel Joseph Stiglitz ha descrito recientemente lo que se podría denominar el “síndrome del martillo” en la conducta de los bancos centrales: “es bien conocida la frase del psicólogo Abraham Maslow según la cual, ‘si lo único que tienes es un martillo, todos los problemas te parecen clavos’. Que la Reserva Federal de los Estados Unidos tenga un martillo no quiere decir que tenga que salir a destruir la economía a martillazos”.
El martillo en este caso es la fijación de la tasa de interés de refinanciamiento del crédito de la banca que compete a la autoridad monetaria y su utilización como herramienta de control de la inflación. Un crédito más caro disminuye la demanda de inversión y de consumo en caso de un exceso de ambas en relación a la oferta disponible de bienes. El problema es que la inflación no solo se produce por un exceso de demanda, también puede provenir de presiones y ajustes de costos y de tasas de utilidades que se repercuten sobre el consumidor, lo que depende de situaciones sectoriales y de los poderes de mercado de los agentes económicos en los procesos periódicos de adaptación de los precios relativos, además de eventuales cambios en las preferencias de los consumidores. Es decir, de otros clavos que no están al alcance del martillo del Banco Central.
La política monetaria interna debía, en la salida de crisis, hacerse más restrictiva y buscar contener con moderación y cautela el exceso de demanda proveniente de los retiros inorgánicos de fondos de pensiones y del enorme déficit fiscal del segundo semestre, en pleno período electoral. Pero hacer pasar la tasa de política monetaria de 0,5% en junio de 2021 a 5,5% en febrero de 2022 estuvo en el límite de la imprudencia. Y lo que se situó fuera de toda lógica racional fue el incremento totalmente excesivo de la tasa de interés y llevarla mes a mes hasta 11,25%, una vez que se produjo el inesperado efecto de la guerra de Ucrania sobre los precios de los combustibles y los alimentos a partir de marzo de 2022. Entre tanto, la demanda de consumo y de inversión se habían moderado en el país, sin ya constituir una presión inflacionaria mayor frente a la expansión de las capacidades de suministro de servicios y la más lenta recuperación de la producción interna de bienes, con capacidades productivas excedentarias en muchos sectores de la economía. Esperemos que el martillo deje de ser usado a la brevedad, pues evitar una recesión prolongada es posible y ciertamente deseable.
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