La indispensable modernización del Estado
Existe un lamentable pero explicable interés de utilización partidista de los temas de corrupción. Esto genera una profusión de acusaciones que no ayudan a separar la paja del trigo. A ello se suma la sensibilidad ciudadana mayoritaria sobre el tema, lo que habla bien de los valores cívicos imperantes en el país, que no tolera que sus autoridades desvíen los recursos colectivos para fines particulares (personales o partidistas), ni el tráfico de influencias, ni el clientelismo. La arbitrariedad reinante en el mundo de las actividades privadas, los abusos de poder que se originan en los privilegios que provienen del dinero, acrecientan, con justa razón, la demanda del ciudadano común por honestidad intachable en el uso de los recursos públicos.
Nadie puede garantizar que entre miles de directivos y centenares de responsables del uso de recursos fiscales o de la aplicación de regulaciones, no haya quienes realicen actos corruptos. Tampoco algo así se puede garantizar que no ocurra en el sector privado, o en las organizaciones sin fines de lucro. La codicia es parte de la conducta de muchos seres humanos. Lo que sí el gobierno –y los responsables de cualquier organización que administra recursos de otros- puede y debe hacer es garantizar la actitud de perseguir sin demora y con todo el peso de las normas y de la ley cualquier acto de desvío para fines particulares de los recursos de los demás. A ello debe agregarse, porque entre otras cosas suele involucrar recursos muy cuantiosos, el castigo de todo trato de privilegio respecto de intereses privados a cambio de dinero o de favores presentes o futuros, grandes o pequeños, cualquiera sea su motivación. Nunca debe haber excusas para conductas reñidas con el interés público.
En primer lugar, junto con revalorizar la virtud cívica, reemplazada en las últimas décadas por el desembozado predominio del afán de lucro, el mejor remedio es y seguirá siendo que muchos ojos miren la actividad pública, aunque haya quienes consideren que se rigidiza la gestión de gobierno, o que se abren espacios para la antigua costumbre nacional de acusar sin fundamento, de la que pocos se privan. Sin embargo, a la larga se gana más de lo que se pierde. Se trata de terminar con el clientelismo, de pasar de la discrecionalidad a las reglas. ¿Por qué no acudir más a la sociedad civil, fortaleciendo los comités de usuarios, además de los organismos oficiales de control, para revisar procedimientos y decisiones en cada órgano público, especialmente los que gestionan fondos concursables o directamente asignables?
En segundo lugar, se deben disminuir las «oportunidades de corrupción» y, en especial, terminar con la asignación discrecional de recursos (sin reglas de asignación, sin concursos, sin decisiones colegiadas, sin rendición de cuentas, sin expresión de causa). Se requiere vigilar con extremo celo las licitaciones, mejorando el sistema de compras públicas y dando más espacio a las pymes. Falta mucho por avanzar en las licitaciones de obras públicas y en el área municipal, donde las licitaciones de recolección de basura y otros servicios urbanos dejan mucho que desear, por decir lo menos.
Pero el Estado no solo debe perseguir la corrupción en su seno, sino avanzar sustancialmente en los principios de profesionalismo y respeto de la diversidad para asegurar el mejor uso posible de los recursos colectivos.
Por ello, en tercer lugar, se debe modificar la complejidad y opacidad de las fijaciones tarifarias, que tienen enfrascadas al Estado chileno en frecuentes juicios por cientos de millones de dólares con empresas reguladas que buscan todos los resquicios posibles para Incrementar sus utilidades a costa del consumidor.
En cuarto lugar, se debe reemplazar de una vez el favoritismo por el mérito en el nombramiento de cargos públicos profesionales. La igualdad de acceso a los cargos públicos es un principio democrático que ha perdido fuerza en Chile, o que más bien nunca tuvo mucha fuerza en un Estado tradicionalmente prebendario. No olvidemos que ya formaba parte de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789. Permítasenos citar parte de su artículo 6, respecto del cual hay poco que agregar para fundar la sana doctrina democrática en la materia: «La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir a su formación personalmente o a través de sus representantes. Debe ser la misma para todos, ya sea que proteja o que castigue. Todos los ciudadanos, siendo iguales a sus ojos, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y de sus talentos». La violación del principio de igualdad ante la ley, que incluye la igualdad de acceso a los empleos públicos, provoca universalmente en el mundo moderno la mayor de las irritaciones ciudadanas contra los gobernantes y es el factor principal de su deslegitimación, que en determinadas circunstancias arrastra la de la democracia en su conjunto («que se vayan todos»). En democracia, los gobernantes son elegidos, o debieran serlo, para llevar a cabo un programa de acción. Para ello deben poder trabajar en los puestos de liderazgo del gobierno con colaboradores de su confianza, en el sentido que comparten el mandato popular de realizar un programa y están exclusivamente motivados por su realización, nombrados discrecionalmente (y siendo en todo momento removibles) por el jefe de gobierno de cara al público. Estos deben poder contratar pequeños equipos de apoyo técnico y político que expresamente entren y salgan con ellos de los gabinetes de los ministerios.
El resto de los empleos públicos, en una democracia moderna, debe ser de carácter profesional, no sujeto a discrecionalidad y menos a persecución política. Para ello se inventó el sistema de plantas, en el que los funcionarios no pueden ser removidos sino por mal desempeño, y en ningún caso por sus opiniones o convicciones. Y el ingreso y los ascensos deben realizarse mediante evaluaciones objetivas, anónimas, basadas exclusivamente en el mérito y no en el pago de favores o la constitución de clientelas. Este último es el camino más directo al desvío de recursos públicos, a la ineficiencia y la mediocridad en detrimento del mandato de servir a los ciudadanos. Asegurar normas objetivas de acceso y promoción interna, con una cultura de la evaluación permanente de los recursos humanos, debe hacerse además sin la arbitrariedad constituida por los miles de cargos a contrata y honorarios, que son una de las fuentes principales del clientelismo que se ha instalado en nuestra administración. Debe recalcarse que el Estatuto Administrativo señala como norma general que en cada servicio público no más del 20% de los recursos humanos debe ser a contrata, lo que es materia de modificación cada año en la Ley de Presupuestos en muchos casos. ¿Por qué no obligar en lo sucesivo a cada responsable público a una justificación anual exhaustiva frente al parlamento de la derogación de la regla general?
El cuerpo de funcionarios debe ser reclutado mediante estricto concurso de oposición, anónimamente, con movilidad horizontal. Su función debe ser ejecutar eficazmente las políticas impulsadas por la autoridad que responde ante los ciudadanos y contribuir técnicamente a su diseño. Por tanto, su carrera no debe llegar hasta la cima de la jerarquía estatal, salvo que cuente con la confianza presidencial, cima que debe ser ocupada por las razones expuestas por personas mandatadas directa o indirectamente por la soberanía popular. Los funcionarios de carrera deben poder trabajar con gobiernos de un signo u otro, siempre que sean competentes. La consecuencia es que se debe restringir drásticamente en Chile los cargos de confianza política y limitarlos a no más de unas 300 posiciones directivas (con sus respectivos colaboradores directos) en el gobierno central.
Comentarios