Contra los 2/3. Lo que ya es historia y lo pendiente


Cuando ya se aproxima la instalación de la Convención Constitucional, la aprobación de normas por 2/3 ha sido y sigue siendo materia de controversia. Es un mecanismo antidemócratico. Una minoría de un tercio no puede imponerse a una mayoría de dos tercios. Eso es simplemente despotismo de una minoría disfrazado de democracia.

La evaluación de determinadas situaciones de hecho puede justificar tomar el riesgo de someterse al veto de una minoría en función de un bien mayor. Así ocurrió en la transición, con aciertos y errores desde el punto de vista del bien mayor de transitar a la democracia, como haber confiado en aquella parte de la derecha que terminó por no cumplir el compromiso de terminar a la brevedad con los senadores designados y con el sistema binominal, y haberse dejado llevar por la urgencia de desplazar a Pinochet del poder ejecutivo para terminar con la dictadura, sin resolver nudos democráticos cruciales que se dejaron para más adelante y crearon una democracia sin principio de mayoría en diversas materias durante décadas, lo que aseguró un prolongado dominio oligárquico en la economía y la sociedad que terminó por estallar en octubre de 2019.

Habida cuenta de esa experiencia, algunos consideramos que aceptar el 15 de noviembre de 2019, los 2/3 de aprobación de normas constitucionales y no una mayoría relativa o simple (50% más uno) -lo que solo existe para algunas cosas en la constitución de 1980- fue un retroceso respecto a la negociación de 1989. Y que se debiera haber sostenido esa noche, los días y semanas siguientes, la postura de establecer una regla de mayoría sin vetos. Hubo quienes diagnosticaron que eran los 2/3 o nada, una apreciación de hecho de carácter controversial que, por supuesto, debe ser considerada desde el ángulo de la evaluación de la relación de fuerzas, respecto de la cual nadie tiene una varita mágica. Los temas de paridad y pueblos indígenas, de hecho, tuvieron que ser agregados después, aunque la derecha lo negó al principio, en base a la fuerza de la movilización popular.

Que la derecha no llegara al tercio de miembros de la Convención Constitucional en mayo pasado ha sido un gran alivio. Pero consignemos que estuvo en peligro todo el proceso de cambio constitucional democrático. Recordemos que en concejales la derecha obtuvo en la elección del 15 y 16 de mayo el tercio que exigió para dar curso al plebiscito y a la Convención. Si esto se hubiera proyectado a los convencionales, el proceso se hubiera venido abajo. Recuerden la postura explícita de Longueira: si no hay un voto final de conjunto con un quórum de 2/3 establecido en el reglamento inicial de la Convención, no hay nueva constitución. Por ello algunos seguimos considerando que la concesión de los 2/3 pudo ser catastrófica para el futuro democrático del país, bajo una presión indebida de los poderes fácticos. Fue como tomar una curva en automóvil a 200 km por hora, y salvarse por azar sin volcamiento ni accidente. De no haberse producido el magro caudal de votos de la derecha por debajo del tercio en la elección de convencionales, se hubiera devuelto a la calle, con consecuencias impredecibles, el conflicto que se arrastra desde 1973 por el empecinamiento oligárquico en el control antidemocrático del poder.

Pero quienes le encontraron, incluso en la izquierda, mérito a la fórmula de 2/3 merecen una crítica de otra índole, porque tiene que ver con principios. Como alternativa al despotismo, el principio de mayoría surgió en el siglo XVII europeo después de las guerras de religión y de la lenta reivindicación de la tolerancia, como idea de “concordia con desacuerdo”. Hay todavía quienes defienden que se debe establecer mayorías calificadas (como los 2/3 de la elección del Papa por los cardenales), por lo que el debate continúa. Lo que se pretende con la defensa de los 2/3 es reemplazar el principio de mayoría como método efectivo, operativo (impide la parálisis) y legítimo de toma de decisiones en los asuntos públicos. Como señala Giovanni Sartori, “si se decide por mayoría, la mayoría decide, entonces también un sujeto colectivo como es el pueblo tiene manera de actuar y decidir“.

Para algunos, se trata de aproximarse al mito del consenso, a la pulsión de unanimidad, que puede tener sentido buscar en organizaciones con fines específicos, pero que no existe en sociedades con intereses estructuralmente contrapuestos entre sus grupos de miembros, salvo en aspectos y momentos puntuales. Son los que perciben el principio de mayoría en vez del de unanimidad o mayoría calificada como desunión, como pérdida de armonía. Se extiende este enfoque a la idea de “políticas de Estado”, que procura negar las controversias en la acción gubernamental o el trabajo legislativo. Pero incluso en los ámbitos frecuentemente citados para esas políticas, como la defensa y la política exterior, hay diferencias, en ocasiones agudas, que se deben resolver de alguna manera. El principio democrático para hacerlo es el principio de mayoría que emana del titular de la soberanía, el pueblo. Lo demás son variantes del despotismo. Una decisión de mayoría que respeta el derecho de la minoría a cambiarla en el futuro si se transforma en mayoría, en cambio, no es despótica, es democrática y permite el funcionamiento dinámico de la sociedad.

Una democracia que merezca ese nombre no puede funcionar con el poder de veto de una fuerza política particular en contra del principio de mayoría. Es de su esencia reflejar la titularidad del poder que emana de la soberanía popular en el ejercicio de ese poder, en el marco del respeto de los derechos fundamentales y de la protección de las minorías, incluyendo su derecho a procurar transformarse en mayoría. No olvidemos la definición de Sartori: “la democracia es un sistema pluripartidario en el cual la mayoría expresada en las elecciones gobierna en el respeto de los derechos de las minorías”.

Esto no implica, como pretenden algunos comentaristas conservadores en Chile sin ruborizarse, que en democracia la mayoría no debe mandar en nombre de la limitación de su poder para proteger a las minorías. Éstas deben ciertamente en democracia estar protegidas por los derechos fundamentales, cautelados por la separación de poderes, cuyas normas constitucionales deben tener una mayor estabilidad en el tiempo, por ejemplo, haciendo posible su modificación usual solo con el pronunciamiento de dos legislaturas sucesivas. Pero nada de eso incluye que una minoría se imponga sobre el resto en las tareas de gobierno y en la aprobación de la legislación. Esto se llama un régimen de veto minoritario, en la práctica en Chile un régimen de veto de la oligarquía económica ampliado por su influencia en las elecciones y en el parlamento a través del dinero (una plutocracia, en el lenguaje de la ciencia política), no un régimen democrático.

Es de esperar que no se siga con la defensa del principio de los 2/3 en la toma de decisiones políticas, puesto que es simplemente una norma antidemocrática que impide el ejercicio de la soberanía popular. Y entretanto, reunir 2/3 en la Convención Constitucional para cada norma va a ser un desafío muy difícil, que esperemos no sea paralizante. Y si lo es, habrá que prever que zanje la ciudadanía en el plebiscito final las materias controvertidas en que no se alcanzó el quórum de dos tercios. No hay ahora que dejar que se naturalice lo que es una inaceptable construcción defensiva y oligárquica de preservación ilegítima de palancas de poder. Y, sobre todo, no hay que dejar que se inscriba nada semejante en la nueva Constitución. Recordemos que la reforma de la Constitución de 1925 era por mayoría simple y así debe volver a ser.

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