¿Hay salidas a la crisis?


En 2017, los chilenos eligieron un gobierno de derecha con solo un 27% de los votos de los mayores de 18 años. También eligieron un parlamento en el que la anterior coalición gobernante, más las nuevas expresiones políticas, es mayoría. 

Chile enfrenta otra vez en la historia las consecuencias de haber adoptado en los albores de la República, imitando a Estados Unidos, un régimen político presidencial. Como ya lo advirtió el cientista político Juan Linz en los años setenta, el choque entre el gobierno y el parlamento que éste régimen permite es una fuente de inestabilidad política que emerge con virulencia en situaciones de crisis. 

La primera etapa del segundo gobierno de Sebastián Piñera pudo desenvolverse sin grandes incidentes gracias al fin de la coalición de centro-izquierda, que permitió que el gobierno avanzara en legislaciones importantes para su programa con el apoyo de parlamentarios de centro y la (auto)anulación del resto. 

Sin embargo, no se quiso ver que se fraguaba el agotamiento de un esquema de gobernabilidad que había funcionado por mucho tiempo. Este había permitido una transición pactada más o menos defectuosa, pero conducente a una estabilidad de 20 años provista por una coalición amplia pero sin mayoría parlamentaria (1990-2010) y que por tanto no podía hacer avanzar su programa. Este proceso fue acompañado de una renuncia pura y simple a ese programa original por una parte creciente de la coalición. Y luego, el esquema de gobernabilidad permitió alternancias no traumáticas (2010-2018). El fraccionamiento de los partidos de centro e izquierda se acentuó y contribuyó al acceso al poder en dos ocasiones de un líder de origen democratacristiano, pero de proveniencia financiero-empresarial asociado a la oligarquía económica y a la derecha dura, Sebastián Piñera. 

El esquema de gobernabilidad post-90 fue dando cada vez menos cuenta del descontento social progresivo. Este fue fruto de una concentración económica creciente, de la precariedad resentida por una creciente “clase media”, de la postergación de las expectativas del mundo popular y de una vida urbana segmentada y polarizada. Los sectores medios se expandieron sustancialmente desde 1990 por la salida de la condición de pobreza de millones de familias, pero sin la consolidación de una nueva posición social estable. La situación típica de un hogar medio es un empleo asalariado mal pagado y distante del domicilio o un empleo por cuenta propia precario, en medio de un creciente endeudamiento para adquirir bienes durables y acceder a servicios de educación superior y salud. La condición de “clase media” no fue percibida como la conquista de una nueva estabilidad sino como una posición permanentemente amenazada por la ausencia de dispositivos sólidos para enfrentar el riesgo de desempleo, de enfermedad y de vejez sin ingresos. A la vez, persistió un núcleo duro de marginalidad que abarca al menos un quinto de la población (la “pobreza multidimensional”). 

El innegable progreso social del país en indicadores de ingreso, salud y educación -que llegaron a ser en diversos ámbitos los mejores de América Latina- no bastó para consolidar la legitimidad del sistema político y económico híbrido que resultó de la transición post-90, en el que el veto oligárquico se mantuvo contra viento y marea, más allá de las intenciones de los actores reformistas. Más aún, se produjo una caída en picada de la legitimidad del sistema político por la asimilación de unos y otros a un mismo esquema de poder basado en la alta concentración económica, un Estado de bienestar de bajo impacto y una integración social a través de ocupaciones inestables y de ingresos inciertos. 

La ausencia de voluntad suficiente de cambio terminó por deslegitimar a la centro-izquierda, lo que culminó en el gobierno de Michelle Bachelet II. Este había prometido atacar el tema de la desigualdad y de la ilegitimidad constitucional y terminó renunciando a ambas dimensiones, como ya lo habían hecho gobiernos previos en diversos aspectos. Pero estos no contaban con mayoría parlamentaria, lo que ya no era el caso. Quedó en evidencia que la nueva mayoría no era tal, pues carecía de consensos básicos para avanzar en los temas tributarios, laborales y constitucionales y que el centro tenía más acuerdos fundamentales con la derecha que con la izquierda. Ésta, puntos más puntos menos, demostró tener una aproximación socialdemócrata de los cambios necesarios pero no la voluntad suficiente de llevarla a la práctica. Todo este proceso se agravó cuando se evidenció que gran parte de la centro-izquierda recibió financiamiento ilegal de campañas del gran empresariado. La percepción de que “todos los políticos son lo mismo” se extendió, al punto que la abstención del electorado jóven -que se había iniciado ya en 1997- alcanzó ribetes generalizados, permitiendo el retorno de la derecha al gobierno.

Pero la derecha no supo diagnosticar esta situación y pensó que podía proyectar hacia el poder político su dominio del poder económico y mediático, incluyendo sus métodos y su distancia con la sociedad. El choque de la rebelión social de octubre de 2019 y meses siguientes fue enorme. Pero la derecha quiso interpretarla no como una crisis social y política sino como un“estallido” circunstancial que se debe abordar con firmeza como problema de orden público, con las consecuencias represivas y de violaciones a los derechos humanos que se produjeron. Y permitir un nuevo esquema de cambio institucional en el que la derecha mantiene el poder de veto, lo que fue -increíblemente- aceptado por la mayoría de la oposición en nombre de un azaroso veto mutuo. 

Pero la convicción de la derecha en este punto es mínima. La ceguera de la no aceptación de un orden estructural de la sociedad que hizo crisis la ha llevado finalmente a atrincherarse en la mantención de la actual constitución, en medio de una lamentable gestión de la crisis sanitaria y económica. Esta conducta es un factor de agravamiento impredecible de la crisis social y política que sigue su curso más allá o al costado de la pandemia .

El gobierno se ha negado a aplicar una lógica de régimen parlamentario, y no ha planteado reconformar su coalición de gobierno con partidos de centro o de la oposición pactista, lo que parecería aconsejable frente a la magnitud de la crisis a los ojos de cualquier analista con enfoque racional. La coalición conservadora ha privilegiado mantener la continuidad de las políticas de sesgo pro-oligárquico para enfrentar la crisis social y luego sanitaria. El resultado es un aislamiento político creciente de la figura presidencial y un derrumbe de la coherencia de la derecha, tal como se expresó en el episodio del retiro del 10% de las cuentas de AFP. 

Pero la situación no se puede congelar y el calendario electoral tiene una fecha clave: en octubre de 2020 se realizará el plebiscito (salvo un agravamiento de la crisis sanitaria) sobre la convención constitucional pactado en noviembre pasado. Todo indica que el gobierno lo perderá de manera abrumadora, en medio de la grave crisis económica y del empleo en curso. Luego vendrá la vorágine: en abril de 2021 se producirán las elecciones de alcaldes, concejales y gobernadores regionales y la eventual elección de convencionales constituyentes, y en noviembre y diciembre de 2021 la elección presidencial y de diputados y senadores y de consejeros regionales.

¿Qué resultará de todo este proceso?

La protesta social aguda pero sin proyecto del escenario de octubre de 2019 probablemente se canalizará ahora en buena medida hacia los hitos electorales. La oposición permanece fragmentada en al menos cuatro sectores (la democracia cristiana; el bloque de socialistas, partido por la democracia y radicales; el bloque emergente y juvenil del frente amplio; el bloque que reune a comunistas, regionalistas y progresistas), cada uno de ellos, además, con problemas de cohesión interna. Esto dará a la derecha oportunidades de conquistar gobernaciones regionales importantes y mantener alcaldías. Y, lo más grave, de lograr el tercio de bloqueo en la Convención Constitucional y buenas probabilidades de mantenerse en el poder gubernamental ante la incapacidad de ponerse de acuerdo de los partidos de izquierda entre sí y de éstos con los partidos pactictas y de centro. 

La realidad política es la de una derecha agotada pero unida en el atrincheramiento frente a un centro débil y una izquierda fragmentada. El resultado más probable será entonces que seguirá gobernando la derecha y el poder oligárquico, pero con una parte de la sociedad en rebelión más o menos permanente y en medio de una periódica inestabilidad. 

Salvo que -la esperanza es lo último que se pierde- las oposiciones tengan la mínima sensatez de pactar a) un esquema de primarias y omisiones para gobernadores y alcaldes; b) a lo más dos listas para bajar a la derecha del tercio en la Convención Constitucional; c) trabajar para una Constitución progresista y moderna a partir de 2022, y d) logren un acuerdo presidencial de segunda vuelta pre-establecido y con bases programáticas mínimas compartidas de salida a la crisis y de reformas estructurales, de modo de impedir una guerra mundial en la primera vuelta. Finalmente, la competencia de proyectos y de ambiciones entre partidos y bloques es también indispensable, pero debe circunscribirse a la primera vuelta presidencial de manera regulada y a las elecciones de concejales, consejeros regionales y parlamentarios. Como se observa, no se pierde nada con soñar.

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