Efectos inesperados: un nuevo error de la ortodoxia
Una primera versión en La Mirada
“Hoy día somos más pobres como país y tenemos que ajustar los gastos” ha dicho en repetidas ocasiones el ministro de Hacienda, Ignacio Briones, el que resultó menos dialogante y más ortodoxo que la imagen que proyectó a su llegada al cargo en octubre pasado.
La respuesta al choque de oferta provocado por la crisis sanitaria desde marzo -que se agregó al provocado por la rebelión social del último trimestre de 2019, pero del que se venía saliendo- no debía ser una búsqueda artificial de retorno a la normalidad (lo que tiene a Chile como unos de los países con más contagios y muertes por COVID-19 en el mundo), sino evitar un choque de demanda que agravara la situación y la llevara a una depresión económica. Los economistas no ortodoxos de distinta orientación hemos insistido desde marzo que se debía sostener los ingresos de las familias, establecer un seguro de desempleo amplio que incluyera a los sectores medios y otorgar créditos y subsidios para mantener el vínculo de empleo en las empresas y evitar los despidos masivos. El gobierno hizo poco y tarde, con la consecuencia de 1,5 millones de empleos perdidos hasta mayo. Una catástrofe.
El ministro Briones simplemente cree que el Estado debe ajustarse a la caída de sus ingresos (“somos más pobres como país”) y no ser el gran impulsor del sostén de la demanda en el corto plazo (“no hay que gastar todos los cartuchos). Los indicadores parciales indican una disminución de la inversión pública este año en vez de su aumento sustancial, como indicaría la racionalidad macroeconómica. Briones parece estar mirando el indicador del déficit presupuestario y de la deuda pública bruta que resultará de la crisis de 2020 antes que la necesidad de sostener la actividad económica a través de una fuerte política monetaria y fiscal. Esta debe ser proporcional al choque que se está viviendo, entre otras cosas para evitar la destrucción de capacidades productivas y hacer posible una recuperación más rápida.
El retiro llamado del 10% de los fondos de pensiones -legislado en la precipitación con un consenso político inédito ante la ausencia de políticas suficientes de mantención de los ingresos- va a tener varios efectos inesperados. Sus promotores decidieron con razón que importaba más un alivio económico urgente de las familias que detalles de política económica. Pero deberá corregirse en algún momento el hecho que el costo fiscal de la medida usará potencialmente más recursos a favor de los sectores de más altos ingresos (1.372 millones de dólares en regalos fiscales si se retira recursos desde cuentas de AFP para transferirlos a Ahorro Previsional Voluntario y 754 millones de dólares de exenciones al impuesto a la renta si se retira todo lo autorizado), en contraste con los 355 millones de dólares que se gastarán desde el presupuesto si se produce un retiro masivo de los haberes en cuentas de AFP destinadas a la pensión con retiro programado. Y no habrá apoyo para los pensionados con renta vitalicia, los del sistema antiguo o los del sistema solidario. Y menos aún para los que apenas tienen ahorros en sus cuentas o no cotizan en AFP (del orden de un tercio de la población en edad de trabajar), salvo si han calificado para el Ingreso Familiar de Emergencia.
Un segundo efecto es que este retiro permitirá inyectar capacidades de compra que sostendrán de mejor manera el consumo de las familias y evitar una mayor caída del PIB y del empleo. Es un impacto del mismo tipo, pero más ordenado y equitativo, que el que hubiera tenido un Ingreso de Emergencia cercano al menos a la linea de pobreza, un subsidio de desempleo y créditos suficientes a las pymes de envergadura, financiados con reservas fiscales, endeudamiento y un aporte de los super ricos. La ortodoxia no ha querido escuchar nada de esto.
El hecho que un importante banco extranjero de la plaza alertara sobre el punto tal vez permitirá relanzar el debate sobre cómo mejorar la respuesta a la crisis. Para Scotiabank, ”la inyección a consumo neto que esto provocaría tendría un efecto positivo de alrededor de 3% en el crecimiento del país”, pues si "la inyección neta de pre-pago de deudas y ahorro es de US$10 mil millones, el impacto en el PIB se ubica entre 3 y 3,5%. Es decir, si se esperaba que la economía se contrajera 7% el 2020, al incorporar esta inyección neta por ese monto durante lo que resta del año, la economía terminaría con una contracción más cercana al 4%". Esta proyección, como las demás, tiene elementos discutibles, pero en el orden de magnitud está en lo cierto: la economía requiere de un fuerte impulso de demanda para evitar la depresión.
La ortodoxia económica tiene como componente principal la fe en que el funcionamiento sin trabas de los mercados asigna adecuadamente los recursos, lo que conduce a una aceptación solo puntual de la intervención del Estado en caso de “fallas de mercado”. En realidad, estas fallas son la situación más frecuente y en especial la ausencia de libre competencia y las asimetrías de información y poder entre agentes económicos, las que llevan a la inestabilidad y la concentración. Pero hay un corolario liberal especialmente dañino: la idea de que la oferta crea su propia demanda, que ésta no se puede estimular “artificialmente” y que el gobierno debe mantener siempre limitados sus desequilibrios entre ingresos y gastos.
En el largo plazo, la producción por trabajador es efectivamente el sustrato del consumo y de los niveles de vida, pero en el corto plazo las fluctuaciones económicas están determinadas por múltiples factores que llevan a que la situación más frecuente es que no todas la capacidades de producción se utilicen y que suela existir una brecha de demanda. La insistencia de la ortodoxia en que esa brecha se colmatará automáticamente si se deja el tiempo suficiente para que actúe el mecanismo de precios, llevó a uno de sus principales contendores, el británico John M. Keynes, a declarar que “en el largo plazo estaremos todos muertos”.
Keynes argumentó que una demanda global insuficiente da lugar a largos períodos de alto desempleo. El producto de bienes y servicios de una economía es la contrapartida de cuatro componentes: consumo, inversión, compras del gobierno y exportaciones netas. Cualquier aumento de la demanda tiene que provenir de alguno de ellos. La incertidumbre y el desempleo erosionan la confianza de los consumidores, que reducen sus gastos. Este es especialmente el caso en una crisis como la actual, que ha visto disminuir las ventas del comercio en cifras de dos dígitos desde marzo y en la que la demanda externa es incierta. La reducción del gasto de consumo y de las ventas al exterior llevan a las empresas a restringir su inversión. Así, la tarea de hacer crecer el producto recae en el Estado. Las variaciones de la demanda agregada tienen su mayor impacto a corto plazo en el producto real y en el empleo, no en los precios. Si el gasto público aumenta, lo demás permaneciendo constante, el producto aumentará. Los modelos keynesianos de actividad económica sostienen que existe, además, un efecto multiplicador: el producto varía en algún múltiplo del aumento o disminución del gasto.
Los economistas de gobierno consideran estos argumentos como inconducentes. Debe tal vez citarse al profesor de Harvard Gregory Mankiw, con alguno de cuyos manuales seguramente estudiaron en algún momento: “si tuviéramos que recurrir a un único economista para comprender los problemas que enfrenta la economía, indudablemente ese economista sería John Maynard Keynes. Aunque Keynes murió hace más de medio siglo, su diagnóstico de las recesiones y depresiones sigue siendo la base de la macroeconomía moderna”.
El confuso proceso que terminó con el retiro de parte de los ahorros de los cotizantes en las cuentas de AFP, ha terminado siendo una intuición económica mucho más certera para atenuar la recesión en curso que el enfoque de la ortodoxia económica provinciana de las autoridades. Éstas han preferido aferrarse a supuestas verdades escritas en piedra antes que actuar de manera racional y decidida ante la magnitud de la crisis.