Sobre las élites

Vivimos una etapa de reconstrucción de los sentidos de la convivencia colectiva en Chile, en medio del conflicto político y social en el que se despliegan defensas de intereses y pasiones con dosis altas de irracionalidad. Se puede conjeturar que este ha sido el precio a pagar por la incapacidad de diversos grupos dirigentes de la sociedad para honrar la promesa de construir una democracia en forma en el sistema político, para dejar atrás la dictadura y lograr “crecimiento con equidad”.

Ambos procesos han estado condicionados desde 1990 por los intereses de una minoría económica que amplió su poder y que utilizó con inteligencia los enclaves institucionales y la cooptación del sistema de partidos. Esta minoría logró mantener en su beneficio un modelo de aceleración y a la vez extrema concentración del crecimiento en el 1% más rico, junto a una amplia precariedad del empleo, bajas remuneraciones y pensiones, discriminación de la mujer en la vida económica, mal funcionamiento de los servicios de transporte, de salud y de educación, segregación urbana y daño ambiental generalizado. Esto terminó en el paso de la lucha más o menos estructurada de intereses de grupos y sectores, pero en una institucionalidad que representó cada vez menos los intereses de la mayoría social, al desencadenamiento de las pasiones, siguiendo la distinción clásica de Albert O. Hirshman. Y ha puesto en cuestión el rol de los grupos dirigentes tradicionales, especialmente por los más jóvenes, y también favorecido un generalizado discurso anti-élite.

La noción de élite (minoría selecta o rectora, según la Real Academia Española) proviene en origen de Wilfredo Pareto (“individuos que ejercen funciones dirigentes”) y de autores próximos al fascismo como Gaetano Mosca. Junto al concepto cercano de “clase política” (Robert Michels), ha servido para alimentar el rechazo a la democracia, a los/las intelectuales y a los hombres y mujeres del mundo de la cultura. Su paradigma es hoy Trump, que se hizo elegir denunciando a la élite para luego gobernar con y para la oligarquía económica. Y se usa en Chile, en la actualidad, con una variante específicamente criolla, en la que se pone en el mismo saco a los ultra- ricos y a toda persona que destaque en algo, los “de arriba” contra los de “abajo”. Podemos y debemos hacer algo mejor que identificarnos con la ideología de las barras bravas.

A los que ejercen el poder económico, llamémoslos por lo que son: oligarquía económica. A los dirigentes políticos de la transición que se hicieron neoliberales, llamémosles reorientados, sin ánimo de ofender a nadie (por lo demás, todos tienen derecho a cambiar de ideas ….y otros a mantenerlas, lo que suele molestar a los primeros). Esta es una modesta proposición de uso del lenguaje para no mezclar a galgos y podencos. El uso chileno actual de la palabra élite es equivalente a atribuir todos los males posibles a quien ejerza o haya ejercido algún poder o provenga de sectores sociales que tradicionalmente lo ejercen, independientemente de lo que opinen o hagan, para bien o para mal, todos confundidos como en el tango Cambalache. No viene de la gente común, viene de medios de comunicación interesados en mezclarlo todo para que no se ponga en evidencia a los verdaderos dueños del poder: la oligarquía económica y sus representantes y aliados. Y que se esconden detrás de otros, con mucho éxito, para salir de cualquier debate e indagación que permita identificar su poder y el modo en que lo ejerce. Lo que no tiene sentido es ser parte de una descalificación general que mezcla todo con todo.

La afirmación de algunos es que cabe descalificar a la élite como aquellos que han ejercido el poder gubernamental de manera despótica en los últimos años. Otros ponen el acento en la proveniencia social homogénea del personal político. ¿Por qué no llamar déspotas y no élite a los que gobiernan de manera despótica? ¿Y constatar que los políticos de derecha, centro e izquierda no son lo mismo entre los que han ejercido el poder gubernamental desde 1990, aunque, como en toda sociedad desigual, hay una tendencia a una sobre-representación de quienes provienen de grupos sociales con mayor capital cultural y simbólico (en la terminología de Pierre Bourdieu)?

Cabe incluso destacar que los grandes de la cultura son la mejor élite de Chile, si aceptamos la definición de la RAE. ¿Qué mejor minoría selecta de la que podamos estar orgullosos que las figuras de Mistral y Neruda, sin ir más lejos? Ellos provenían de hogares comunes de territorios alejados y tuvieron que batallar contra los poderes conservadores existentes en su época y desarrollaron su arte como chilenos/as universales de un inmenso talento. Mistral fue maltratada por eso y Neruda lo fue en parte de su vida. Otros lo hicieron en ruptura con su origen oligárquico, como Huidobro. Lo que importa no es de dónde se viene, sino las opciones que se toman en la vida. Y así muchos ejemplos de “minorías selectas o rectoras” en los distintos dominios del saber, el arte, la cultura, la educación y las diversas expresiones de la condición humana que son fuente de inspiración y de construcción de las identidades colectivas, que la descalificación generalizada “a las élites” y su asimilación abusiva a las élites económicas se lleva en su fragor.

Hay otro problema en este debate: se estigmatiza el uso excluyente del poder. Por definición el poder tiene una dimensión excluyente para ser tal. El desafío es que también tenga dimensiones incluyentes y sea usado civilizadamente para algo que se aproxime a promover el interés general. Ejemplo: el entrenador de fútbol al hacer su equipo ejerce poder y excluye jugadores, que suelen quedar enojados. El tema es si ese ejercicio viene desde las capacidades y se usa con criterio para hacer ganar el equipo, o viene desde las influencias indebidas y del privilegio para hacer jugar a amigos, recomendados o parientes. En el ámbito político, lo esencial es saber distinguir de dónde proviene el poder, cuáles son sus fundamentos estructurales, cómo y para quien se ejerce. En particular, si se usa a favor o en contra del poder económico y su concentración, a favor o en contra del respeto a los derechos de las personas y los intereses de la mayoría social, a favor o en contra del interés general de corto y largo plazo o del interés particular y el de clientelas manipulables.

En suma, el ejercicio del poder, por legítimo que sea, siempre es problemático pues suele derivar, sobre todo si se personaliza o concentra prolongadamente en grupos restringidos, hacia su abuso. Por eso los procesos civilizatorios que limitan el poder de las clases históricamente dominantes son tan cruciales para erradicar las violencias en la vida colectiva. La democracia es una parte fundamental de los procesos civilizatorios modernos. En efecto, su rol es originar, aunque lo haga de manera imperfecta y siempre mejorable, el poder por el pueblo, orientar su uso de acuerdo a lo comprometido ante ese pueblo por los gobernantes de turno elegidos -esa es otra expresión que se usa peyorativamente, pero menos mal que son de turno porque si no serían dictadores- y, a la vez, ser controlado por el pueblo y sus representantes periódicamente.

Criticar a todo el que tenga un poder de cualquier índole o provenga de un medio con más poder relativo o a quien quiera tenerlo, y mezclarlo todo en una juguera sociológica indistinta, en vez de valorar o criticar, según sea el caso, a quienes efectivamente lo ejercen en los diversos ámbitos de la vida social, nos está llevando a lo que estamos viendo: la completa dispersión de los posibles contra-poderes frente al poder básicamente unificado de la oligarquía económica y sus representantes y aliados. Esto es precisamente lo que permite a esta oligarquía mantener sus inaceptables privilegios y la concentración desigual de la riqueza, pero que ha terminado dando origen al desencadenamiento de las pasiones y de la rebelión social en Chile por el abuso de privilegios institucionales indebidos.

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