El derecho de propiedad y la democracia económica


En el contexto de la lógica de amedrentamiento que algunos personeros de la derecha empiezan a utilizar para intentar impedir que en el plebiscito constitucional del 26 de abril se apruebe reemplazar la actual Constitución, ya apareció aquello de que la izquierda se propondría poner en cuestión el derecho de propiedad.

Una de las preocupaciones históricas de la izquierda es la democracia económica. Pero hace ya mucho rato (en el caso chileno con el programa de 1947 del PS, redactado por Eugenio González y la posterior tesis de las áreas mixtas de la economía) la izquierda democrática desechó el modelo de centralización económica estatal. Existe aquí una doble dimensión.

Primero, por razones de democracia, lo que subrayó la socialdemocracia europea desde la tradición reformista a principios del siglo XX. Desde Bad Godesberg (1959,) la socialdemocracia alemana planteó la tesis del "mercado donde sea posible y el Estado donde sea necesario". Pero también lo hizo Trotsky desde la tradición revolucionaria, al subrayar antes de ser asesinado que el régimen estalinista de partido único y la ausencia de toda autonomía posible por la estatización generalizada de la economía no hacían posible ninguna forma de democracia, lo que ya Rosa Luxemburgo había planteado en 1917. Y segundo, existen razones de eficiencia, por la imposibilidad de asignar centralizadamente precios y cantidades en economías complejas, entre otras razones por la ausencia de capacidad de recolección de la información suficiente por cualquier ente planificador.

No obstante, la izquierda democrática viene reflexionando cada vez más intensamente sobre la necesidad de alternativas frente a la brutal concentración de la propiedad en el capitalismo contemporáneo. Sus diversas corrientes postulan unas u otras formas de democracia económica en regímenes con mercados pero sin especulación financiera y rentista, con un fuerte rol de la economía social y solidaria sin fines de lucro y con empresas públicas estratégicas y en servicios básicos que coexistan con empresas con fines de lucro y/o fines múltiples, pero reguladas social y ambientalmente.

Esto supone la planificación estatal de la provisión de bienes públicos y la fijación de ciertos precios clave (tasa de interés de política monetaria, salario mínimo, tarifas de monopolios naturales y bienes de interés público como medicamentos, tarifas de emisiones de carbono), combinados con mercados regulados y desconcentrados en los que los agentes económicos y las personas paguen impuestos progresivos.

Pero una nueva Constitución no debe proponerse consagrar elementos de política económica que deben quedar para las definiciones democráticas periódicas que orienten la acción de los gobiernos. Y debe reemplazar por completo la pretensión de la Constitución de 1980 de definir un modelo económico particular, que expresó los equilibrios entre la derecha conservadora tradicional, la derecha neoliberal emergente y la jerarquía militar de la época, y que ha experimentado muy pocas modificaciones desde entonces, configurando un orden económico con un fuerte sesgo oligárquico.

El nuevo orden económico constitucional debe considerar que, entre los tratados ratificados por Chile, se encuentra el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, cuyas normas prevalecen por sobre el derecho interno, y así deben seguir haciéndolo en una nueva Constitución. El Pacto de 1966 ofrece un conjunto de definiciones equilibradas en materia de propiedad privada e intervención del Estado en la economía, que deben ser recogidas en la nueva Constitución.

La Constitución debe partir por reconocer en estas materias el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado, con una repartición equitativa y de carácter progresivo de las cargas públicas y de los impuestos. Debe reconocer el derecho a la libre iniciativa económica, pero con límite en el interés general.

En materia de propiedad, siguiendo la lógica del Pacto de 1966, toda persona debe tener derecho a disfrutar de la propiedad de los bienes que haya adquirido legalmente, a usarlos y a disponer de ellos, y a legarlos sin perjuicio de las obligaciones tributarias que la ley establezca, sin que nadie pueda ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad pública, en los casos y condiciones previstos en la ley y con una justa indemnización. El uso de los bienes debe ser regulado por ley, en la medida en que resulte necesario para el interés general. La ley debe además garantizar un alto grado de protección a los consumidores.

Aunque la actual Constitución recoge lo formulado en materia de recursos naturales en la reforma de 1971, debe reiterarse, de acuerdo al contenido del Pacto de 1966, que el pueblo de Chile dispondrá libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio del beneficio recíproco. Esto supone el dominio público pleno, absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de los recursos hídricos, del mar, mineros y del espectro radioeléctrico, mientras la ley debe establecer las regalías, por el aprovechamiento de los recursos naturales. Las aguas deben declararse bienes nacionales de uso público, cualquiera sea el estado en que se encuentren, el lugar en que estén depositadas o el curso que sigan, incluidos los glaciares.

Resulta importante para un orden público económico democrático que las empresas públicas sean creadas por ley, pero sin cuórum calificado, y debe reconocerse el derecho del Estado de adquirir y mantener participaciones en empresas regidas por el derecho comercial en las condiciones previstas por este. Al mismo tiempo, debe reconocerse el derecho a la propiedad cooperativa y sin fines de lucro.

Debe, además, reconocerse, lo que está ausente de la actual Constitución, el derecho a trabajar, que comprende el derecho de toda persona a tener la oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente escogido o aceptado, y al goce de condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias que le aseguren una remuneración que proporcione a todos los trabajadores un salario equitativo e igual por trabajo de igual valor, sin distinciones de ninguna especie; en particular, debe asegurarse a las mujeres condiciones de trabajo no inferiores a las de los hombres, con salario igual por trabajo igual y condiciones de existencia dignas para ellos y para sus familias.

Junto a ello, debe reconocerse el derecho a la seguridad y la higiene en el trabajo; a igual oportunidad para todos de ser promovidos, dentro de su trabajo, a la categoría superior que les corresponda, sin más consideraciones que los factores de tiempo de servicio y capacidad; al descanso, el disfrute del tiempo libre, la limitación razonable de las horas de trabajo y las vacaciones periódicas pagadas, así como a la remuneración de los días festivos.

El Pacto de 1966 reconoce el derecho de toda persona a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección, para promover y proteger sus intereses económicos y sociales; el derecho de los sindicatos a formar federaciones o confederaciones nacionales y el de estas a fundar organizaciones sindicales internacionales o a afiliarse a las mismas; el derecho de los sindicatos a funcionar sin obstáculos y sin otras limitaciones que las prescritas por la ley, y que sean necesarias en una sociedad democrática, así como el derecho de huelga ejercido de conformidad con la ley. Asimismo, reconoce el derecho de toda persona a la seguridad social y a recibir una pensión por discapacidad o edad avanzada, con especial protección a las madres durante un periodo, antes y después del parto, y protección y asistencia a favor de todos los niños y adolescentes, correspondiendo a la ley establecer los límites de edad por debajo de los cuales queda prohibido y sancionado el empleo infantil.

La nueva Constitución debe también adecuarse a derechos de nueva generación, como el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y sin daño para la salud, así como a la protección de la naturaleza que provee los servicios ecosistémicos fundamentales para la sustentabilidad de la actividad económica, fortaleciendo el recurso de protección vigente. Por su parte, en esta área deben expresarse de modo especialmente relevante los deberes de los ciudadanos, y establecerse que toda persona tiene el deber de participar en la protección y mejoría del medio ambiente y el deber de contribuir a la reparación de los daños que cause al mismo.

Otra materia de controversia es la de los órganos autónomos. La Constitución debe dejar al legislador su regulación y alcance, y remitirse a señalar que las instituciones fiscalizadoras y el Banco Central deben ser regulados por la ley, asegurando su independencia decisoria en determinadas materias en coordinación con el Gobierno, en un contexto de control democrático de la generación de sus autoridades colegiadas y de su desempeño.

Lo que no debiera ser materia de controversia es que la nueva Constitución mandate al legislador para establecer una muralla china entre los intereses económicos particulares y el proceso legislativo y para penalizar el cohecho y toda forma de corrupción.

De ganar el Apruebo a una nueva Constitución redactada por una convención íntegramente elegida, ¿terminará la convención aprobando por dos tercios un régimen de propiedad como el de Corea del Norte? Este tipo de fantasías son francamente ridículas. En cambio, lo que se avizora en el horizonte es la necesaria garantía de una futura vigencia plena de derechos económicos y sociales, dejando al legislador y a la acción democrática de gobierno –ojalá en el marco de un régimen semipresidencial en el que el Gobierno emane y sea responsable ante el Parlamento– la determinación de los medios para hacerla efectiva.

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