miércoles, 30 de enero de 2019

Repensar la reforma previsional


Las reformas propuestas por los ministros Rodrigo Valdés, en el gobierno pasado, y Felipe Larraín, en el actual, adolecen del mismo defecto: seguir fortaleciendo el negocio monopólico de las AFP aumentando las cotizaciones obligatorias de los trabajadores. En la propuesta del ministro Larraín, la cotización adicional podría gestionarse por nuevas entidades. Pero cobrarían una nueva comisión: se mantendría así una sustancial ventaja competitiva para las AFP.

Soy de los que postula a estas alturas del debate que un primer piso de pensiones debe ser el de una pensión básica ya no solidaria sino ciudadana y como continuidad de un ingreso básico más amplio. Emerge con fuerza el tema del ingreso universal a establecer progresivamente para distintos segmentos de la población, empezando por los de menores ingresos, y así responder a los cambios de nuestra economía y nuestra sociedad. En tiempos de disgregación del trabajo asalariado tradicional, aumentado por la acelerada automatización de funciones mediante el uso de robots e inteligencia artificial, la cotización salarial obligatoria no puede seguir siendo pensada como en el siglo XIX, cuando fue introducida en la Alemania de Bismarck.

La pensión básica de ciudadanía debe ser uniforme en tanto derecho a una existencia digna en la vejez y no depender de los ingresos previos. Debe incluir a los sectores de mayores ingresos a medida que contribuyan tributariamente conforme al principio de progresividad, con tasas proporcionalmente más altas a medida que aumenta el ingreso y el patrimonio. Esto hoy está lejos de ser el caso si se considera el sistema tributario en su conjunto, y menos aún con la reforma tributaria enviada por el ministro Larraín, que regalará más de 800 millones de dólares al 1% más rico de la sociedad con la reintegración tributaria.

La pensión básica ciudadana debe alcanzar un nivel razonable (desde el punto de vista de su costo para la colectividad), decente (para permitir una vida con un mínimo de dignidad en la vejez) y no sujeta a situaciones particulares o privilegios. El punto de partida debe ser aumentar la pensión básica actual en monto y cobertura de manera gradual pero sustancial, con la meta de alcanzar en plazos breves unos 250 mil pesos mensuales (lo que tendría un costo fiscal total de cerca de 2,8% del PIB) para todos los mayores de 65 años. Y alcanzar en plazos más largos el nivel del ingreso laboral mediano, aquel que separa por mitades el mencionado ingreso, y de ahí reajustarse por el IPC y el ingreso mediano. Se trata de definir un umbral con sentido económico y no de base administrativa, como el salario mínimo fijado por ley. Cabe evitar los potenciales desequilibrios e inequidades múltiples si se expone el sistema de pensiones a las presiones de grupos particulares con mayor poder relativo.

El ingreso laboral mediano fue de 380 mil pesos en 2017 según el INE, lo que implicaría que la pensión ciudadana para todos los mayores de 65 años basada en este parámetro, tendría un costo fiscal total de un 5,1% del PIB. Este monto es el que fue gastado por la transición del sistema antiguo al nuevo por años y no es excesivo en la comparación internacional.  La pensión básica ciudadana podría financiarse  con las holguras por los menores gastos generados por el sistema antiguo y con impuestos adicionales. Estos podrían incluir el fin de la exención a las ganancias de capital, subir a 50% la tasa marginal del impuesto a la renta (su nivel de 1989) y un impuesto diferenciado al consumo entre bienes básicos y el resto, gravando especialmente a los que más contribuyen al cambio climático. Para sustentar el gasto en los momentos bajos del ciclo económico y para compensar el futuro cambio demográfico, debe fortalecerse el actual Fondo de Reserva de Pensiones, incluyendo agregarle parte de lo que en algún momento -pues se trata de un recurso que pertenece a todos los chilenos- habrá que recaudar adicionalmente por patentes y regalías mineras (el resto debe ir a infraestructura e investigación y desarrollo tecnológico).

Un segundo piso de pensiones opcional y complementario al nivel básico de ciudadanía debe apuntar a ampliar la tasa de reemplazo de los ingresos previos a la jubilación de los perceptores de ingresos más allá de la remuneración laboral mediana. Hasta ese nivel la tasa de reemplazo estaría asegurada en 100% con la pensión ciudadana en el nivel propuesto. Las pensiones complementarias debieran financiarse con una base voluntaria pero estimulada con incentivos tributarios (con topes a los ingresos más altos). No debiera en el futuro haber cotizaciones obligatorias sobre los salarios. La presencia de ingresos no salariales y la variabilidad del empleo no aconsejan este mecanismo, pues genera las conocidas “lagunas previsionales” que, junto al alto costo de administración en relación al rendimiento, provocan la inviabilidad del sistema de AFP para producir pensiones que se puedan comparar razonablemente con los ingresos previos.

Un nuevo sistema mixto de pensiones debe combinar la mencionada pensión básica universal -de un monto significativo financiada por impuestos al conjunto de ingresos- con pensiones complementarias que sean el fruto de un ahorro voluntario del perceptor de ingresos. Este podría ser suplementado, en su caso, con aportes de los empleadores, mientras las entidades financieras privadas (y también el Banco del Estado) debieran poder gestionar los fondos ya acumulados y los que pudieran ser captados como ahorro voluntario, pero sin retiro programado en el momento de la jubilación. Este mecanismo provoca una incertidumbre en los ingresos futuros de los pensionados que contradice la idea misma de seguridad social.

Lo que definitivamente no tiene sentido es que las AFP mantengan el monopolio de cotizaciones a su disposición gratis mediante una obligación establecida por el Estado, con ganancias más que sobrenormales y sin que los asalariados incidan en nada (con excepción del tipo de fondo). En cambio, debiera favorecerse los mecanismos de ahorro previsional complementario negociados colectivamente entre trabajadores y empleadores y diversos fondos colectivos complementarios de pensiones que pudieran crearse.

lunes, 21 de enero de 2019

Las derechas e izquierdas y los nuevos temores

Hay quienes vuelven a repetir, aludiendo nuevas realidades surgidas del avance de la ciencia y la tecnología o de las nuevas comunicaciones, que las nociones de izquierda y derecha estarían superadas o que la izquierda viviría inmersa en la nostalgia. Se omite que lo que efectivamente es una afirmación muy antigua es la mentada superación de las ideologías, por lo demás de origen autoritario y/o mesiánico. O en el mejor de los casos de origen tecnocrático. En todas estas afirmaciones lo que se busca es negar la pluralidad de ideas e intereses colectivos y su capacidad de dinamizar las opciones públicas y la deliberación contradictoria sobre ellas. ¡Y hay quienes lo hacen en nombre de la ciencia!

Siguiendo el precepto principal del espíritu científico (el de la duda metódica y de la pregunta ¿será tan así?) cabe retomar el análisis del ilustre italiano Norberto Bobbio, para quien lo que distingue a izquierda y derecha (cada una exhibe diversas variantes), es la valoración central por parte de la versión democrática de la primera de la igualdad en dignidad, derechos y deberes de los seres humanos y la consiguiente organización institucional de la sociedad para alcanzar esos fines. Y su menor -y en el extremo ninguna-valoración de la igualdad por parte de la segunda. En efecto, las derechas postulan que las diferencias sociales entre seres humanos son de orden natural y que las sociedades deben organizar las interacciones de individuos y grupos bajo el postulado de la libertad de opción sin interferencias institucionales, aun al costo de desigualdades que en todo caso resultarían básicamente de dotaciones dadas de capacidades y del mérito individual en su uso. Organizar reglas que incidan y en algunos casos pongan límites a la interacción entre individuos o bien no intervenir en ellas en nombre de la libertad, negando de paso la existencia de grupos y clases sociales con intereses contradictorios, sigue siendo el gran dilema izquierda-derecha en la esfera pública. Para la izquierda, la libertad la pueden ejercer solo los que poseen suficiente riqueza y poder, y suelen hacerlo contra los intereses de la mayor parte de los miembros de la sociedad y contra el interés general.

Ningún acto individual está libre de determinaciones sociales. Nadie está ajeno a su inserción en los grupos y clases sociales con poder asimétrico que componen la sociedad. Esto limita sustancialmente la libertad de opción de cada cual, cuando no reduce a la miseria y a las carencias de toda índole a segmentos sustanciales de la sociedad. Por ello la izquierda se opone a la derecha en este aspecto crucial y busca obtener una igualdad efectiva de oportunidades simultáneamente con el acceso a condiciones básicas de existencia que permitan a todos “vivir bien una buena vida”, en la expresión de Ronald Dworkin. Nada puede seguir siendo de mayor actualidad.

Y tampoco nadie está ajeno a la incidencia de lo que Pierre Bourdieu llamó el “capital cultural” de cada individuo, que también está socialmente determinado. Por ello, la izquierda lucha por una igualdad de oportunidades educativas a lo largo de la vida para diluir las desigualdades iniciales y de condición social y la derecha pugna por una separación de las élites del resto de la sociedad. En el caso de Chile, la derecha criolla en su irremediable espíritu oligárquico busca incluso la segmentación escolar según resultados de aprendizaje desde la infancia y de paso asegurar que sus hijos tengan más oportunidades de acceso, dado su mayor dotación inicial de capital cultural, al conocimiento. Su postulado no dicho es favorecer su agrupación tribal y de clase, lo que curiosamente presume, además, sería compartido (Piñera dixit) por la mayoría en su deseo de aspirar a las altas cumbres de la diferenciación social.

La segmentación que propugnan las diversas derechas incluye la subordinación de la mujer y su relegación a funciones domésticas o a actividades sin poder. En sus versiones más primitivas, como es el caso de parte de la derecha en Chile, incluye también la defensa de la segmentación espacial en las urbes y territorios, la discriminación étnica y la animadversión hacia lo que algunos llaman “ideología de género”, que no es otra cosa que la igualdad de la mujer.

El sustrato de las sociedades diferenciadas y jerarquizadas, alejadas de cualquier idea de derechos básicos para todos/as sus miembros, sigue siendo básicamente la economía liberal y desigual de mercado hoy reinante, pero también la economía centralizada capturada por grupos burocráticos de poder sin consideración por las libertades ni la prosperidad colectiva. El contraste está más vigente que nunca en esta materia entre derecha e izquierda democrática, en la era de la globalización que ha concentrado como pocas veces en la historia los patrimonios y los ingresos. La derecha busca que en el dominio de los intercambios descentralizados de mercado no exista, o tenga un rol mínimo, cualquier regulación pública. Pero el problema es que en el mercado capitalista participan con un poder estructuralmente asimétrico productores y consumidores, los dueños del capital y los que viven solo de su trabajo (aunque complementen sus ingresos con el producto de alguna inversión), los grandes y los pequeños empresarios, los empresarios rentistas y los empresarios que enfrentan la competencia. Lo nuevo es que la mayoría asalariada vive hoy en condiciones de creciente dispersión y subordinación, mientras la ampliación de la terciarización y de los contratos de corta duración diluyen la condición salarial tradicional, pero no por eso terminan con la subordinación de los contratados a los contratantes.

La izquierda moderna se propone, en cambio, cambiar determinadas bases de la asignación de recursos para transitar a una economía próspera, dinámica y circular que no dañe los ecosistemas y sustente al mismo tiempo las igualdades efectivas de oportunidades y de condiciones comunes básicas, lo que requiere de sustanciales redistribuciones de poder e ingresos. Pero no para transitar a una centralización burocrática sino a una asignación de recursos con pluralidad de agentes económicos públicos, sociales y privados, en condiciones de intercambios descentralizados y al mismo tiempo de regulación estatal y reducción de las asimetrías entre actores de la economía y de socialización parcial del excedente económico. Esto incluye una carga tributaria más amplia, suficiente y sostenible,  la limitación de la financiarización y de la circulación de capitales por paraísos fiscales, junto a la prohibición de la inversión privada y pública en actividades lesivas para el bienestar humano y no resilientes en el uso de los ecosistemas. Esta transición requiere de un gobierno activo en mejorar la condición de bienestar y ampliar la incidencia productiva de los distintos segmentos de trabajadores, junto a mejorar su calificación mediante la educación y la formación profesional permanentes. Es tarea suya, además, crear y financiar más infraestructura, financiar más investigación y desarrollo tecnológico, fomentar el ahorro y la inversión (incluyendo la necesaria transición energética para descarbonizar la economía y aumentar la sostenibilidad ecosistémica) en contextos de diversificación productiva y territorial. Las derechas (salvo las más lúcidas y civilizadas, pero no es muy fácil encontrarlas) niegan o minimizan la pérdida de la biodiversidad y el cambio climático, porque puede llevar a políticas que limiten la lógica de acumulación ilimitada de capital. No obstante, está en juego la supervivencia del planeta y de las sociedades humanas. Y ahí sigue presente el dilema entre izquierdas y derechas, las primeras buscando proteger el interés común de las sociedades, y en este caso también de la humanidad en su conjunto, y las segundas insistiendo en la utopía negativa de la autoregulación de mercado y de las “soluciones privadas a los problemas públicos”, cuando no simplemente negando las realidades establecidas por el consenso científico (Trump).

Existen menos certezas sobre los dos grandes temores de los futurólogos de la época actual (nunca han faltado en la historia humana los que infunden miedo al futuro ) son la automatización basada en la inteligencia artificial, que eliminaría supuestamente hasta la mitad de los empleos, y la manipulación genética, que cambiaría el género humano tal como lo conocemos. La automatización (que recordemos nació hace dos siglos con la primera revolución industrial y ha destruido empleos pero ha creado muchos más) hoy adquiere nuevas formas y velocidades y puede eliminar empleos a un ritmo acelerado con el uso generalizado de la inteligencia artificial, aunque esto es discutido en su magnitud por diversos especialistas. Esta nueva realidad, de confirmarse, se puede usar para presionar todavía más las condiciones de ejercicio y retribución del trabajo, o bien ser un instrumento de reorientación hacia una mayor calificación generalizada del trabajo y, eventualmente, de disminución (manteniendo o ampliando la remuneración gracias a los incrementos de productividad) de las horas de trabajo en beneficio de actividades sociales y personales. De nuevo derechas e izquierdas con sus diversos enfoques.

La manipulación genética humana tiene como impulso, por su parte, un genuino interés científico que algunos buscan transformar en nuevas oportunidades de rentabilidad en el contexto de delirios reeditados de “razas mejoradas”. Pero puede ser democráticamente controlada y limitada (es falso que esto no sea posible) y puesta al servicio de nuevos avances en la medicina y la mejoría del bienestar humano. De nuevo todo depende de los valores, ideas e intereses que están en juego y del privilegio por la sociedad del bienestar común o de la acumulación de capital. Nada muy nuevo en materia de dilemas sociales entre izquierda y derecha.

Sigue habiendo, sin embargo, una dimensión que supera a izquierdas y derechas, pero que las antecede ampliamente. Y es la de la limitación y erradicación del uso de la violencia. En el extremo, la era nuclear consagró la capacidad de autodestrucción del género humano y la posibilidad de un apocalipsis provocado por pulsiones autodestructivas de liderazgos sin consideración ni respeto alguno por la vida y por pueblos sometidos y fanatizados que siguen esos liderazgos. Imaginémonos por un segundo el mundo de hoy si Hitler o Stalin hubieran dispuesto unilateralmente de armas nucleares. Cuando Estados Unidos dispuso brevemente de ese monopolio, actuó sin contemplaciones y criminalmente contra Japón, destruyendo Hiroshima y Nagasaki sin distinción de población civil o militar. De ahí que izquierdas y derechas tienen el deber humano de mantener el control del uso de armas nucleares a través de formas de gobierno mundial del desarme o al menos de disuasión mutua eficaz.

Y en las distintas sociedades, izquierdas y derechas tienen el deber de hacer avanzar reglas comunes que preserven los derechos fundamentales de las personas, la separación de poderes y la alternancia en el poder. Esto no es otra cosa que hacer avanzar la democracia, inventada imperfectamente por los griegos en la antigüedad hace más de dos milenios. Y por la que cabe seguir luchando día a día por su vigencia y ampliación contra todas las variantes de autoritarismo y de violencia ilegítima institucionalizada.

viernes, 11 de enero de 2019

2019: un gobierno en dificultades y una oposición sin norte

En Voces La Tercera
Al iniciarse el año 2019, sorprende que la oposición siga dando respuestas dispersas a las iniciativas y acciones de un gobierno cada vez más entrampado en su incapacidad de hacer frente a las expectativas que creó. Un recuento somero indica que una de las pocas acciones relevantes de la oposición unida (que recordemos no hace mucho gobernaba junta, con pocas excepciones) fue haberse coordinado para establecer una rotación en la presidencia y otros cargos de las cámaras en marzo de 2018 (dicho sea de paso, esto no existe en los parlamentos de los países de mayor solidez institucional, en los que los presidentes de las cámaras y comisiones ejercen por períodos completos). O bien el anuncio de amplio espectro de una acusación constitucional contra el Intendente de La Araucanía frente al asesinato de Catrillanca, que derivó en su renuncia anticipada. Y no mucho más.

En efecto, con cuatro oposiciones distintas no es mucho lo que se puede esperar. Y menos cuando cada fuerza busca negociar temas parciales de interés propio con el gobierno, que va así reuniendo mayorías parlamentarias caso a caso para hacer avanzar su agenda. Cuando sus propios errores se lo permiten, claro.

El Partido Demócrata Cristiano (que reunió un 10,3 por cien de los votos válidos en la elección de diputados en diciembre de 2017) ha optado por mantenerse al margen de toda alianza. El supuesto rol de fiel de la balanza no transmite un mensaje demasiado contundente ni permite presagiar una recuperación del electorado perdido (del orden de 20 por cien desde 1989). En todo caso, antes de 2020 deberá decidir a qué fórmula de coalición electoral se integrará para disputar las elecciones municipales y regionales con alguna posibilidad de éxito.

El bloque de izquierda y de centro laico tradicional, que sumó un 25,1 por cien de los votos en la elección de diputados de 2017, simple y sorprendentemente se disolvió. Este se había conformado por los partidos Socialista (9,8 por cien de los votos a diputados), Por la Democracia (6,1 por cien de los votos a diputados), Comunista (4,6 por cien de los votos a diputados) y Radical Socialdemócrata (3,6 por cien de los votos a diputados). Su sentido era ser el soporte político de Alejandro Guillier en la elección presidencial de 2017. La fórmula del independiente venido de los medios de comunicación fracasó, pero la lista parlamentaria común que conformaron sus cuatro partidos de apoyo obtuvo buenos resultados en el contexto del nuevo sistema electoral proporcional.

Luego de disolverse intempestivamente, este bloque no fue reemplazado por alguna otra alianza con capacidad de incidencia política, rompiendo la antigua regla -también aplicable en política- de que en la selva no se debe soltar una liana sin haberse colgado a otra. Parece haberse tratado de un acto irreflexivo de marginación del Partido Comunista, sin otra razón que no fuera supuestamente ofrecer al Partido Radical, tentado por una alianza de “centro” con la Democracia Cristiana, una coordinación provisoria sin el PC. Esto se origina en que una parte de los dirigentes PR y DC entiende que la recuperación de su identidad, supuestamente diluida en las alianzas con la izquierda, pasa por gestos anticomunistas de tipo guerra fría antes que por cualquier reconstrucción de algún proyecto como los de Aguirre Cerda o de Frei y Tomic (que recordemos incluían la reforma agraria y la chilenización del cobre). Al parecer, estos solo aceptarían volver a una Concertación sin el PC. El problema es que esta coalición se disolvió al terminar el primer gobierno de Michelle Bachelet hace casi una década, y entre tanto el PC ha vuelto en plenitud a su tradición social e institucional.

En medio de estas maniobras tácticas de poca proyección, el PDC sigue en su camino propio poco incidente y existe solo una débil coordinación entre el PS, el PPD y el PR. Estos partidos sumaron un 19,5 por cien de los votos de diputados en 2017 y no están por sí solos en condiciones de sostener una opción presidencial que dispute la segunda vuelta, ni parecen tener un mensaje que conecte con su historia y con el mundo popular, colonizados como están por el pragmatismo encarnado por figuras como José Miguel Insulza y por las ideas neoliberales encarnadas por Rodrigo Valdés.

Ante esta situación, el Partido Comunista decidió coordinar su actividad con el PRO del ex candidato presidencial Marco Enríquez-Ominami y del también ex candidato presidencial senador Alejandro Navarro (cuyas fuerzas políticas sumaron 3,9 por cien de los votos a diputados) y con el Frente Regionalista, Verde y Social encabezado por el diputado Jaime Mulet (que obtuvo el 1,9 por cien de los votos a diputados). Estas fuerzas reunieron el 10,4 por cien de los votos a diputados en 2017, lo que no es desdeñable.

El Frente Amplio, que emergió en la reciente elección como una nueva fuerza alternativa con 16,5 por cien de los votos para la Cámara de Diputados, ha tomado iniciativas parlamentarias aisladas pero sin contar con los votos del resto de la oposición, mientras no ha mantenido vínculos muy activos con los movimientos sociales. Se han acentuado sus divergencias internas entre posiciones más proclives a alianzas con el resto de la oposición y otras más radicales y autonomistas. Su proyección pública ha estado centrada más en las tribulaciones de las personalidades que lo conforman antes que por algún cuerpo de ideas y propuestas conducentes a constituir una alternativa seria a la derecha.

En este contexto, salvo un desgaste político acelerado y un mal desempeño económico en medio de una coyuntura internacional que pudiera hacerse muy adversa, la derecha tiene altas probabilidades de ganar la elección regional y municipal de 2020 y de ser reelegida en 2021. Salvo que se produzca alguna secuencia de articulaciones positivas. Por ejemplo, las fuerzas más a la izquierda podrían coordinarse. Una clara acción común opositora del PC, Pro y Frente Regionalista podría sumar a las del Frente Amplio, o vice-versa. Esto agregaría (en el papel) un 27 por cien del electorado. Esta dinámica podría sumar (también en el papel) al 20 por cien del trío de “centroizquierda laica” hoy inmovilizado. Si además todos ellos se propusieran componer alguna colaboración con el 10 por cien, o parte de él, que representa (siempre en el papel) el PDC, el cuadro podría cambiar para construir una alternativa creíble a la derecha. Por el momento, no se ve ningún proceso mínimamente articulado de lucha contra las ideas e intereses minoritarios que defiende la derecha en el gobierno. Ni tampoco una construcción paciente de coaliciones capaces de hacer avanzar los intereses de la mayoría social en el futuro próximo.

Pero la esperanza es lo último que debiera perderse. La oposición podría actuar en el corto plazo, por ejemplo, no aprobando ningún proyecto presentado por el ejecutivo hasta que se acuerde la reforma del Tribunal Constitucional en un sentido no partidista (su conducta actual es simplemente incalificable), se restrinja su ámbito de intervención y deje de ser una sesgada tercera Cámara. Sería una primera señal de vida.

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