Ganó Piñera, ¿y ahora qué?


Muchos nos estamos preguntando cómo seguir construyendo desde la izquierda luego de la derrota del domingo 17 de diciembre. Quedan en pie en el Parlamento –y más en general en la sociedad– dos grandes bloques, uno que no se reconoce como tal (PS, PPD, PR, PC) porque teme romper los puentes con la DC, aunque la autonomización de esta es ya un hecho de la causa, y que está más o menos dispuesto a colaborar con el Frente Amplio, y este último conglomerado, que no está dispuesto a colaborar mayormente, por el momento, con nadie. Y luego un esbozo interesante de proyecto regionalista-verde y proyectos personalistas alrededor de Marco y de Navarro. Y una DC que tiene que decidir si mantiene su vocación de reforma antioligárquica, que le dio origen en el siglo XX, o prevalece el anticomunismo, que también forma parte de su origen. O sea, un panorama bastante desolador, que es el que explica, junto al mal desempeño del Gobierno, buena parte de la derrota.

¿Como seguir? Las respuestas vendrán de múltiples debates y planteo a continuación una opinión personal –no pertenezco ya a ninguna organización, siguiendo la orientación de Marx (Groucho) según la cual "no quiero pertenecer a ningún club que me acepte como miembro"–. Lo hago aunque los hay a quienes no les gustan las opiniones de personas como el suscrito, porque vienen de "la élite", en este caso de aquel segmento de personas que leen libros y enseñan, o porque tienen una trayectoria política previa: lo siento, nadie es perfecto. Pero lo bueno con las opiniones personales es que no le hacen daño a nadie, salvo un eventual disgusto momentáneo y alguna réplica en las redes sociales. Vamos a lo nuestro.

Primero, es prioritaria la clarificación de las prácticas políticas. Nadie que se diga de izquierda puede tener un átomo de tolerancia con el todo vale en materia de financiamiento ilegal de la política, el lobbismo organizado y menos con el narcotráfico o bien cualquier delincuencia de cuello blanco. Diversos proyectos progresistas han sido acusados interesadamente por la derecha de corruptos, sin ninguna autoridad moral. El problema es que ha habido actos de corrupción, de tráfico de influencias y de financiamiento ilegal de la política, en nuestro caso cuando ya existían dispositivos públicos de financiamiento, y algunos a alto nivel, aunque los haya 50 veces más en la derecha. Ese no es el punto: la credibilidad del proyecto emancipador de la izquierda se derrumba ante el pueblo llano si resulta que somos lo mismo que los partidarios del "todo vale para mantener u obtener dinero y poder".

Esto no puede admitir discusión: en la izquierda no puede haber sino prácticas transparentes en materia de financiamiento de su actividad, y ninguna sujeción al poder del dinero. Si no, para qué ser de izquierda, digo yo, que por definición busca representar al mundo del trabajo y la cultura y a los carentes de poder y capital y no a los dueños de ese poder y capital: es más claro estar en el otro campo de una vez.

Segundo, una extensión de este principio es tener cero tolerancia con el clientelismo político, aquel que consiste no en buscar la adhesión a un proyecto emancipador y de cambio basado en la defensa de valores e intereses colectivos sino en obtener apoyo electoral a cambio de subsidios o favores del Estado o cargos públicos. "Es que la política es así", dirán algunos, tal vez muchos. Pues bien, eso es pan para hoy y hambre para mañana. Esas adhesiones siempre terminarán migrando hacia los más eficaces en ese terreno y desde luego la derecha y su cultura paternalista de la hacienda. Y nuestro proyecto es el de establecer derechos sociales universales, no perennizar sistemas de reparto de granjerías estatales a poblaciones carenciadas para mantenerlas bajo control.

Tercero, la vuelta a la sociedad. La izquierda tradicional se estatizó en las últimas décadas. Muchos de sus militantes se transformaron en funcionarios públicos –digna profesión, por lo demás, a la que pertenezco como profesor titular de una universidad pública– o en aspirantes a serlo a través de los canales del clientelismo político, tal vez porque entendían que esa era la regla del juego ofrecida. Todo lo cual redundó en la idea del acceso al privilegio como fundamento de la pertenencia a un partido de Gobierno: "¿Qué me ha dado el partido?" se transformó en el leitmotiv, en vez de "¿qué puedo darle al partido?", entendido como espacio organizador de un proyecto colectivo.

Ningún partido debiera, por lo demás, estar en condiciones de repartir cargos públicos en una sociedad democrática basada en el mérito y la inclusión, y no hemos tenido el coraje de reformar el Estado para no hacer de este un botín, como ahora lo será de la derecha. El resultado fue la pérdida de vínculo con la sociedad organizada, como el mundo sindical, con los nuevos movimientos sociales y, más general y peligrosamente, con las nuevas generaciones. Uno de los tantos desafíos del Frente Amplio es no repetir este camino.

Cuarto, la vuelta a la centralidad del proyecto. Se trata de volver a constituir fuerzas con fundamento ideológico y que lo defienden, y no solo programáticas, cuando no pragmáticas. Ya se argumentó: el proyecto de la izquierda es cambiar la sociedad hasta terminar, a través de sucesivas transformaciones, por cambiar de sociedad. Y construir paso a paso una sociedad políticamente democrática, culturalmente abierta y diversa, socialmente justa, económicamente eficaz sobre la base del trabajo y de la reciprocidad, y abierta a la cooperación e integración entre pueblos y naciones.

La discusión en la izquierda sobre el proyecto emancipador suele ser enconada, porque tiende a alinearse con realidades nacionales de poder, como la URSS en el pasado, Cuba y Venezuela más tarde, o con intereses particulares. La izquierda nunca puede ser alineada con o desde los poderes, porque de nuevo pierde su razón de ser, aunque solidarice, coopere o, por último, comprenda otros procesos, en el límite, claro, de no desmentir sus propios valores y su propio proyecto emancipador del dominio de los autoritarismos, del patriarcado y del capital sobre los seres humanos.

Por nuestra parte, pero evidentemente existen muchos otros enfoques a discutir, proponemos recoger las experiencias del siglo XX y sostener que el horizonte del proyecto de la izquierda del siglo XXI sea igualitario, social y ecológico, para hacer posible que nadie deje de ejercer derechos fundamentales en el presente y que las nuevas generaciones puedan disponer de una biosfera que sustente establemente la vida humana en el futuro. Este principio conlleva el cuidado por los bienes públicos y los bienes comunes, junto al objetivo de disminuir sustancialmente las brechas de bienestar entre posiciones sociales e individuos y el acceso universal a umbrales suficientes de bienestar.

El principio de la maximización del interés individual y de la acumulación ilimitada debe y puede ser sustituido por el principio de solidaridad y de ejercicio de derechos civiles y políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, con la perspectiva de que todos los miembros de la sociedad lleguen a estar dotados de las mismas oportunidades efectivas de prosperar, corrigiendo no solo las desigualdades de participación en la vida colectiva sino también las desigualdades que determinan la inserción social de inicio desde la familia, el género, la orientación sexual, el territorio y los sistemas educativos. Lograr estas nuevas capacidades de inclusión tiene una contrapartida: que todos contribuyan según su capacidad a que los demás prosperen en un contexto de reciprocidad y de cooperación.

La creación de nuevas capacidades productivas, social y ecológicamente sustentables, requiere sostener los servicios ecosistémicos y contener las irreversibilidades ambientales mediante el uso intensivo y democratizado del conocimiento y la planificación de la diversificación productiva en una economía con mercados, pero no de mercado, en una inserción internacional no subordinada, con puentes de cooperación latinoamericana. Solo una economía basada en empresas descentralizadas, dinámicas e innovadoras, y no en las rentas del capital concentrado o de los recursos naturales –que en todo caso deben ser puestas a disposición de la colectividad para la expansión de los bienes públicos–, permitirá la progresiva reducción de las brechas entre posiciones sociales en materia de ingresos, género, pertenencia étnica o estatus.

El principio de solidaridad podrá tener un mayor sustento si progresivamente se acompaña de la expansión del principio de comunidad, entendiendo por tal el que promueve que a las personas les importen los demás y que, siempre que sea necesario y posible, cuiden de ellos y que, además, se preocupen de que a los unos les importen los otros, incluyendo las condiciones en que las nuevas generaciones podrán vivir en el planeta.

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