Los ejes de fin de gobierno

Voces La Tercera

La presidenta Michelle Bachelet ha marcado un eje de fin de gobierno que retoma parte del hilo de sus planteamientos programáticos. La etapa gubernamental del “realismo sin renuncia” implicó aceptar una reforma tributaria mínima, que no le permitió realizar una política social más activa, junto a no hacer gran cosa en materia de escuela y universidades públicas, además de dejar en manos de un ministro de Hacienda neoliberal una reforma laboral deslavada -y disminuida además por el Tribunal Constitucional – y un proyecto de reforma previsional que deja a las AFP tal cual, pero sobre todo implicó dejar de lado la idea de una nueva Constitución a ser tramitada en su gobierno como prioridad política.

Ahora una renovada voluntad reformadora se ha evidenciado en las decisiones presidenciales en la crisis de gabinete por el proyecto minero Dominga, así como en su discurso en la ONU, en el que destacó la ley del aborto en tres causales, la gratuidad universitaria y el crecimiento sustentable como concepto alternativo al del crecimiento a toda costa. Esto se acompañó de un proyecto de ley que restringe el uso de las bolsas de plástico, junto a la voluntad de avanzar en una ley migratoria protectora y en temas de derechos humanos como permitir para fines judiciales con menos trabas, si así lo desea la víctima, el levantamiento del secreto de los testimonios de tortura. Veremos si la agenda legislativa que queda permite avanzar en algo de todo esto.

Tal vez, en todo caso, contribuya a recomponer el prestigio del espíritu reformador y animar mayores debates sobre el futuro de nuestra sociedad y sobre los fines colectivos deseables y los medios para alcanzarlos. Estos debates han escaseado, por el momento, en la campaña presidencial, aunque los dilemas de fondo permanecen. Los ejes de estructuración del campo político se han desdibujado por la confusa nueva identidad de “centroizquierda” en que devino la Concertación y luego la Nueva Mayoría, es decir un centrismo inocuo de baja coherencia política. Con la consecuencia de alejar a una mayoría de ciudadanos de la participación política y de contribuir a desacreditar –junto a la nostalgia autoritaria que sectores de la derecha no dejan de propagar- a la democracia como el espacio de la deliberación y decisión propio de las sociedades modernas. Y con la consecuencia, de paso, de facilitar el vuelco de muchos electores hacia el voto pragmático e individualista a favor de una derecha que promete mejorar la economía con el mensaje subyacente -y falso pues sus políticas básicamente no conducen a otra cosa que mantener la concentración aguda del ingreso y de las oportunidades- de que tiene la clave de una mayor prosperidad. O bien con la consecuencia de incitar nuevas identidades políticas generacionales contestarias sin capacidad de articular alternativas mayoritarias de cambio social.

El eje izquierda/derecha es básicamente el de la diferenciación de posturas sobre la igualdad/desigualdad social. Como Chile es campeón internacional de la desigualdad (el 1% más rico controla el 33% del ingreso, según el Banco Mundial), pasará mucho tiempo antes de que ese eje deje de estar vigente. Las diferencias de ingresos y de propiedad de activos no pueden entenderse como hecho natural (‘siempre ha habido pobres y ricos’) sino como fruto de una construcción política y económica históricamente dada, y por tanto modificable por la acción política, en nuestro caso con vocación reformadora y que apunte a disminuir brechas de ingresos, de oportunidades económicas y territoriales. Eso implica inevitablemente conflicto y requiere, también en nuestra opinión, asumirlo en los cauces del Estado de derecho pero con decisión y voluntad. Y supone no prolongar la ilusión de un centrismo blando puramente adaptativo a las contingencias como supuesta única vía de funcionamiento correcto de la democracia. Se podrá discutir si este enfoque centrista, al que se terminaron sumando las representaciones tradicionales de la izquierda que priorizaron su participación en el Estado y abandonaron a la sociedad de la que provenían, cumplió o no una función necesaria en la transición a la democracia. Pero indiscutiblemente ya no cumple función alguna en la evolución hacia una democracia madura, basada en la deliberación sobre las opciones que existen en la sociedad frente a los problemas diversos que la aquejan, acompañada de la reorganización eficiente del Estado para llevar adelante más y mejores políticas públicas alejadas de las promesas clientelistas.

“Representar a la ciudadanía” desde la izquierda o el centro reformador no puede hacerse ya sin asumir los intereses de la mayoría social. ¿Existen intereses contrapuestos entre los sectores de la sociedad que viven básicamente de su trabajo y los de las minorías oligárquicas que concentran el poder en la economía y la política? Evidentemente es así, por lo que la agenda de redistribución del poder en Chile permanece enteramente vigente. Una nueva constitución y una nueva estrategia de desarrollo diversificado basado en mayores capacidades humanas son los dos grandes medios para avanzar al objetivo de construir una democracia social que sostenga y amplíe el bienestar de las mayorías.

Más allá de los aciertos y errores de uno u otro gobierno, incluyendo el actual, o de uno u otro liderazgo, la hoy en retroceso izquierda democrática tiene el desafío de proyectarse. Y eso solo podrá lograrlo planteando con claridad una renovada agenda para hacerse cargo de disminuir las desigualdades de ingresos y oportunidades mediante nuevas reformas tributarias, laborales, territoriales y educacionales que fortalezcan servicios públicos universales y un Estado de bienestar moderno y eficiente. Esto requiere sin ambigüedades de un gobierno más fuerte para redistribuir recursos y de una economía dinámica para tener qué redistribuir. Esto supone, en el contexto de una economía mixta, no suprimir el mercado sino regularlo y reemplazarlo total o parcialmente cuando es necesario, y bien sabemos que lo es en educación, en salud, en pensiones, en inserción social y empleo decente, en medio ambiente, donde resuelve muy poco o nada. Especial relevancia tiene la defensa de los ecosistemas contra el productivismo destructor, defensa que se reconoce en el deber de responsabilidad con las nuevas generaciones preservando los equilibrios ecológicos (empezando por la lucha contra el cambio climático) y la biodiversidad. Chile debe crecer en ciertas cosas y decrecer en otras, y no seguir con la religión del crecimiento a toda costa que, además, concentra el ingreso de manera persistente.

Esa izquierda moderna también debe seguir asumiendo, más allá de la economía y en contra del autoritarismo conservador, la lucha por el derecho a una vida autodeterminada. Esto incluye los derechos de las mujeres a disponer de su vida y de su cuerpo, el respeto de la diversidad sexual, de la diversidad cultural y de la libertad de pensamiento y expresión mediante la laicidad del Estado. Es fundamental seguir bregando para conquistar una dimensión civilizatoria moderna central: la emancipación de la mujer del patriarcado. Así como honrar la deuda histórica con los pueblos indígenas, respetando su cultura y autodeterminación en un Estado plurinacional basado en valores comunes y derechos universales.

Asimismo, la reforma de la acción política, luego de su visible deterioro en la última década, debe mantener una alta prioridad, incluyendo la promoción de la transparencia, la veracidad en la deliberación pública, el respeto de las minorías, el reconocimiento del otro a partir de una común base de derechos fundamentales, la reciprocidad y la cooperación. Representar al pueblo es defender sus intereses de corto plazo, pero también reconocer la diversidad de esos intereses -no siempre compatibles entre sí – y reconocer que no se puede hacer todo al mismo tiempo, lo que supone una nueva elaboración estratégica para hacer congruentes los fines y los medios en los tiempos actuales. Por eso los partidos son necesarios, especialmente los que se proponen transformar la sociedad hacia más igualdad y sustentabilidad, no como un fin en sí mismos, sino para articular intereses legítimos diversos y articular el corto y el largo plazo. No se puede pedir esa tarea a los movimientos sociales. Pero si esos partidos se burocratizan y defienden solo los intereses de aquellos de sus miembros que procuran el acceso a empleos en el Estado o, peor aún, se subordinan a los poderes económicos en nombre del realismo mal entendido, entonces hay que darlos por obsoletos y recrearlos.

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