Gatos por liebre: la tramposa discusión de la reforma universitaria

En El Mostrador

En el tema de la educación superior es tal la confusión reinante, que parece adecuado intentar volver a algunos fundamentos. ¿Para qué deben existir universidades?
Parece tener sentido sostener que su rol debe ser el de: a) cultivar, transmitir y difundir los saberes y la herencia cultural de la humanidad y la de nuestro país, sus comunidades y sus territorios; b) fomentar la libre creación e investigación en las humanidades, las artes, las ciencias y las tecnologías sobre la base de la libertad de pensamiento y de crítica y de la responsabilidad con el desarrollo democrático de la sociedad; c) formar personas con la finalidad de permitir su inserción activa y creativa en la sociedad, con capacidad de pensar por sí mismas y de actuar con responsabilidad y solidaridad social, en un contexto de diálogo entre disciplinas, de respeto a la libertad de cátedra y de investigación, actuando al servicio de la sociedad. El acceso a ella para estudiantes, docentes, investigadores y creadores debe basarse exclusivamente en el mérito, excluyendo toda forma de discriminación arbitraria.
En efecto, la opción que parece ser ampliamente mayoritaria en la sociedad chilena de hoy es que la educación superior, con recursos de todos, forme a personas para el ejercicio de libertad y la solidaridad y contribuyan a fines comunes de desarrollo sustentable y equitativo como principal competencia, antes que ser una mera fábrica de profesionales regidos por la búsqueda de una rentabilidad privada de estudiantes-consumidores y de oferentes-empresarios.
Si definiciones de este tipo no gustan a los conservadores y neoliberales, que están dentro y fuera de la coalición de Gobierno, cabe remitirse a las que el Estado chileno debe respetar en su legislación más allá de lo que opinemos los unos y los otros.
Nos referimos a lo que señala el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, entrado en vigor en 1976, y firmado en 1969 y ratificado por Chile en 1972, el que, de acuerdo con el artículo 5 de la actual Constitución modificado en 1989, debe ser garantizado por la ley interna: “La educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales (…). Debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos”.
Y agrega el Pacto: “La enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”, mientras estipula que “los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la indispensable libertad para la investigación científica y para la actividad creadora”.
Se viene sosteniendo por los sectores conservadores de la sociedad chilena que la educación superior está llamada a seguir básicamente siendo un mercado, con una oferta sin fines establecidos, como lo es hoy, con universidades públicas que apenas suman un 15% de la matrícula. Para ellos, el Estado no debiera tener ninguna política de fomento o discriminación positiva hacia las universidades estatales y limitarse a subsidiar a todas las universidades acreditadas por entidades privadas según el número de alumnos y financiar la investigación por pequeños concursos de poca duración. La competencia y las preferencias de los estudiantes-consumidores bastarían para definir el tema de la calidad y el sentido de la formación.
Hay quienes, incluso, sostienen que se debe mantener el actual subsidio llamado Aporte Fiscal Indirecto, que otorga recursos según el número de alumnos más aventajados en la prueba de selección que son captados por cada universidad. Hoy en Chile se premia a las universidades con mejores rendimientos y no se establece ningún aporte en tanto tales para aquellas que reciben a alumnos con más dificultades, y cuya formación suele requerir más recursos. Privilégiese a los privilegiados: algo así como el mundo al revés.
En cualquier caso, la propia legislación establecida en 1981 señala que las universidades deben “realizar la funciones de docencia, investigación y extensión que son propias de la tarea universitaria”. De esta premisa y del tipo de fines que se puede esperar que tengan las Universidades en una sociedad moderna y democrática se deduce una primera conclusión: las entidades de educación superior que solo realizan una función de docencia no deben ser consideradas Universidades.
Un sector de las actuales universidades privadas reclama que se les debe permitir hacer solamente docencia. Eso desnaturaliza y empobrece su misión a un punto tal, que simplemente no se debe aceptar. Las entidades de educación superior que solo imparten carreras profesionales pueden ser muy útiles, sin investigación y extensión, pero no son universidades, son institutos profesionales. Y así lo debe reiterar una ley futura. Mantener la situación actual es simplemente un abuso del consumidor, por así decirlo. Es pasar gato por liebre.
Una segunda conclusión es que debe cesar la curiosa pretensión de pasar otro gato por liebre, es decir, intentar darles carácter público a entidades privadas. Remitámonos a la Real Academia Española, según la cual público es, en la acepción que cabe, lo “perteneciente o relativo al Estado o a otra Administración. Colegio, hospital público”. Hay quienes desean convencernos de que, por ejemplo, la Universidad Católica de Chile es pública. Supongo que en el Vaticano –la UC es una universidad pontificia que depende del Papa, o sea, del Estado Vaticano, no del chileno– esa idea no será bien recibida.
Bromas aparte, simplemente ocurre que la UC no es pública. ¿Puede prestar buenos servicios a la sociedad? Tal vez sí, tal vez no, y en todo caso debe tener derecho a existir y a difundir la doctrina de la Iglesia Católica. Pero no debe recibir recursos públicos –que en importante medida explican su buen desempeño en diversas áreas– si continúa expresamente excluyendo la libertad de cátedra (véase la reciente expulsión de la UC de un cura docente por el cardenal-arzobispo de Santiago por una enseñanza, ¡teológica!, que no era de su gusto, para no hablar de la expulsión de un científico por sostener que la píldora del día después no es abortiva, como prueba el conocimiento científico hasta ahora disponible) y la libertad de investigación (véase la prohibición de investigar sobre anticoncepción en la UC).
Como afirma Daniel Loewe, doctor en Filosofía de la Universidad Adolfo Ibáñez, “esto no debiese ser problemático, si la universidad en cuestión no recibe fondos estatales (ni directos ni indirectos)”. Y, agregamos nosotros, en tanto se respeten los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria, incluyendo la libertad de pensamiento, expresión y reunión, garantizados por los tratados internacionales firmados por Chile en materia de derechos civiles y políticos.
Lo que no pueden pretender los rectores pontificios, y otros similares, es recibir todo tipo de abundantes subsidios públicos sin respetar la libertad de cátedra y de investigación, que son la esencia de la Universidad. Donde estas libertades no existen, no puede haber fondos del Estado, que desde 1925 no es un Estado confesional. Donde existen, y se cumple con las normas de colaboración con los fines públicos de la educación (es decir, los que determina el Estado en su legislación, no lo que se les pueda ocurrir a los rectores de las universidades privadas que quieren ser totalmente independientes para dirigir sus asuntos, incluyendo el derecho a discriminar y a enseñar sin investigar ni promover el desarrollo ni servir a las comunidades, pero muy públicas para recibir subsidios), entonces se pueden justificar aportes del Estado para tener un paisaje universitario diverso y plural, al que se accede en igualdad de condiciones.
Y debe terminar la inconsistencia irracional de buscar la generalización de oportunidades de acceder a la educación superior, pero impidiendo por razones exclusivamente ideológicas la expansión de las universidades propiamente públicas, que son las estatales, y alrededor de ellas un sistema público de educación profesional y técnica hoy inexistente, y que la Presidenta Bachelet ha empezado a construir con la creación, por primera vez desde 1990, de centros de formación técnica públicos y de universidades públicas en regiones al servicio de su desarrollo.
La matrícula pública en educación superior debe ser mayoritaria, porque es ahí donde puede existir –en tanto se superen, eso sí, las rémoras de captura feudal por intereses particulares de sus miembros y se termine con el sistema precario de profesores por hora que sustentan la mayor parte de la docencia– la mejor garantía de la libertad de cátedra, de investigación, y de servicio al desarrollo sustentable y equitativo del país.
La ley debe ahora definir a las universidades públicas como organizaciones de servicio público, con fin único, con una misión autogobernada –con parámetros de pertinencia, eficacia, eficiencia y evaluación externa periódica– por su comunidad para cumplir los fines que la sociedad le encomienda, financiada por todos y supervigilada en su desempeño con transparencia por los órganos públicos pertinentes. El financiamiento debe incluir, en convenios de programación trianuales concordados por cada universidad estatal con la nueva Subsecretaría de Educación Superior, metas de matrícula, investigación y extensión.
Se debe asegurar a la brevedad en estas universidades una amplia gratuidad en pregrado –no completa, en ausencia de un sistema tributario que asegure una mayor progresividad en el impuesto a la renta, es decir, con un arancel graduado por ingresos familiares–, con una duración de carreras que en muchos casos debe disminuir a cuatro años y con un límite de tiempo para terminar la carrera con subsidio, con una combinación de becas y crédito subsidiado en los postgrados. La acreditación de las universidades estatales debe ser parte de los convenios de programación y realizada por una entidad pública especializada que evite los conflictos de interés hoy generalizados –en nombre de una imposible “evaluación de pares” que devino en simple corrupción– en el sistema vigente.
Tercer gato por liebre: mantener la ficción de la ausencia de lucro cuando a ojos vista los controladores nacionales e internacionales de universidades privadas –para esto son sumamente privadas– transfieren sustanciales utilidades mediante resquicios (el pago de servicios variados) a sus dueños comerciales, con dineros públicos para ganancias privadas. El mundo al revés, otra vez.
El Estado no debe dilapidar recursos transfiriéndolos incondicionalmente a entidades privadas sin finalidad pública, que es en lo que está resultando hasta hoy la llamada gratuidad: un gigantesco y carísimo sistema de subsidio público a empresas privadas universitarias con fines particulares, una suerte de capitalismo universitario creado desde el Estado a partir de 1981.
Las universidades privadas deben declarar y cumplir con fines que aseguren investigación y extensión al servicio del desarrollo y las comunidades, comprometerse con el respeto de la libertad de opinión, cátedra e investigación y permitir la participación de la comunidad universitaria en su administración.
No deben tener fines de lucro, ser obligatoriamente propietarias de los inmuebles que usan y con prohibición de comprar a sus dueños supuestos servicios para sustraer utilidades encubiertas o desviar recursos a fines distintos de los educativos. La gratuidad debe asegurarse a los estudiantes de universidades privadas que cumplan con estos requisitos para los de menos ingresos y complementarse con créditos para el resto, hasta que no se establezca una progresividad tributaria que haga justificable su extensión y acceder a fondos públicos de investigación por concurso.
El fondo del tema sigue siendo acelerar el fin del ciclo neoliberal en Chile, porque no funciona para asegurar prosperidad y democracia. No por casualidad los economistas del FMI Ostry, Loungani y Furcerri (Finance & Development, junio de 2016) han llegado a la conclusión de que el neoliberalismo a la chilena está “sobrevendido” y que “el aumento de la desigualdad hiere el nivel y sostenibilidad del crecimiento. Incluso si el crecimiento es el único o principal objetivo de la agenda neoliberal, los abogados de esa agenda deben de todas maneras prestar atención a los efectos distributivos”.
En el campo universitario, como en muchos otros, la política pública fomenta la desigualdad. Debe dar de una vez un vuelco y reformar en profundidad lo existente. Si el futuro de Chile pasa por una sociedad que forma a sus jóvenes para la libertad y la solidaridad y cultiva sus talentos para pasar de una economía de extracción destructora de recursos naturales a una economía equitativa del conocimiento, la reforma universitaria debe hacerse en serio y con urgencia. Este no es asunto sectorial, es un asunto de modelo de desarrollo.

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