Discusión constitucional: el veto permanente de la minoría

En El Mostrador

Chile entró en una etapa de rediscusión de sus reglas constitucionales, que por lo demás no sabemos cuánto durará. La discusión en la materia tiene diversos nudos y dilemas, de los que en esta ocasión trataremos dos.
Un primer nudo es el de la modalidad y plazos de aprobación de una nueva Constitución. El proceso en curso permitirá a muchas personas discutir el tema, lo que es muy meritorio como pedagogía cívica, pero sin consecuencias prácticas. No es razonable dilatar eternamente un tema tan importante como este, lo que puede traducirse en otra impotencia más del sistema político para resolver los problemas colectivos. Y el correspondiente aumento de la desinstitucionalización por falta de valores normativos compartidos. El hecho es que en el ordenamiento institucional vigente no se contempla un proceso de elaboración de una nueva Constitución, sino solo un mecanismo de reforma, con alto quorum, por tanto, con un derecho a veto de la minoría de derecha que, como sabemos, lo ejerce con entusiasmo.
Existen dos hechos: uno, una amplia mayoría de ciudadanos y sus representantes electos plantea la necesidad de una nueva Constitución; dos, es disruptivo y desestabilizador pretender mantener hasta el fin de los tiempos el bloqueo ilegítimo de una minoría a esa preferencia mayoritaria. Lo sensato para todos es, salvo que se quiera mantener al país permanente y gravemente dividido, resolver el problema recurriendo al árbitro en democracia: el pueblo.
Para ello, el Gobierno podría enviar al Parlamento a la brevedad –en paralelo al actual proceso de discusión ciudadana– un proyecto de reforma constitucional que establezca un procedimiento de consulta en diciembre de 2017, junto a la elección presidencial y parlamentaria, en el que se les pregunte a los ciudadanos si quieren o no una nueva Constitución. Y, en caso de marcar esa opción, definir una preferencia para que sea elaborada por el Parlamento elegido en 2017 o por una asamblea constituyente especialmente electa al efecto, previos cabildos ciudadanos y posterior plebiscito aprobatorio final hacia el año 2020. Y que cada sector político asuma sus responsabilidades de cara a los ciudadanos para darle o no una salida racional al conflicto constitucional.
El actual diseño gubernamental deja el tema constitucional en manos del actual Parlamento o del próximo, sin que los ciudadanos se pronuncien con poder de decisión. Esta no parece ser una buena idea, pues tendrá el resultado de ampliar el distanciamiento ciudadano con la democracia, de imprevisibles consecuencias de mediano y largo plazo.
Un segundo nudo es el tipo de Constitución. La apuesta mayoritaria parece ser una nueva Constitución que consagre una república democrática. La democracia tiene muchas definiciones e interpretaciones, pero su núcleo puede razonablemente definirse como el ideal del autogobierno del pueblo, donde las personas son libres de interferencias indebidas y las instituciones expresan la soberanía popular, la igualdad ante la ley y el gobierno de las mayorías con respeto de las minorías. La traducción institucional de estos principios ciertamente no debe constituirse en candado de la democracia, como el que consagró la Constitución de 1980 y se mantiene en la sucesivamente reformada, actualmente vigente.
Simplemente no existe en Chile hoy el principio de mayoría, antes con los senadores designados y el sistema electoral binominal y todavía con los altos quorum de aprobación de leyes fundamentales y de reformas de la Constitución y un Tribunal Constitucional en manos militantes de la oposición, que recurre a él para impedir toda reforma que amplíe los derechos sociales de los ciudadanos. Se trata de la idea de la “democracia protegida”… de sí misma.
Esto simplemente es insostenible y tiene que terminar, lo que implica dos consecuencias: una nueva Constitución debe establecer que sea la ley la que determine las orientaciones políticas y económico-sociales de la acción pública y no la Constitución; esta debe definir los principios de soberanía y los derechos fundamentales (civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, como los definidos en los tratados internacionales suscritos por Chile y que el país debe respetar) y los deberes básicos de los ciudadanos (como los que establece la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948), así como la organización de los poderes públicos (presidente y gobierno, Parlamento, formación de la ley, Poder Judicial, Tribunal Constitucional, órganos territoriales, eventualmente Defensor del Pueblo y consejo económico, social y ambiental). Y no más.
La pretensión conservadora expresada en la actual Constitución, de imponer un modelo económico-social particular, no debe reemplazarse  por alguna otra pretensión de inscribir en el texto constitucional algún modelo económico-social o cultural particular. Esto debe ser materia de la ley, y por tanto del libre y periódico juego democrático. Pero no de cualquier manera, sino sobre la base del principio de mayoría, es decir, sin ningún quorum supramayoritario en la formación de la ley (como, sin ir más lejos, en la Constitución de 1925), manteniendo solo la mayoría simple de los presentes y, para ciertas leyes, la mayoría de los miembros del Parlamento, y sin candados constitucionales. La idea de que debe “protegerse” la vida colectiva de las decisiones  democráticas se traduce en darles un poder de veto a minorías conservadoras. Quien quiera podrá intentar justificar ese mecanismo como le parezca, pero un mínimo de honestidad intelectual debe llevarle a reconocer que democrático no es.
Atender la protección de las minorías y los derechos fundamentales contra mayorías ocasionales eventualmente abusivas –el usual argumento de la derecha conservadora– merece ser considerado, pero con una observación: en democracia las mayorías son siempre ocasionales, pues son las que determina el pueblo periódicamente. Y la ley no debe ser inamovible, debe provenir de la elección periódica de los representantes y de su trabajo deliberativo, o de la iniciativa popular de ley que debiera establecerse en el nuevo ordenamiento, y no de la Constitución. Y la Carta Magna tampoco debe ser inamovible, sino acompañar las evoluciones de una sociedad que se autogobierna.
Darles estabilidad a los derechos fundamentales es muy importante, pues no deben cambiar cada cinco minutos. Incluyendo que un derecho fundamental en democracia es que prevalezca la soberanía popular y el principio de mayoría en la dictación de las normas. Y no el veto de una minoría. En Chile, la minoría oligárquica encontró su propio procedimiento constitucional, una vez que diagnosticó que su poder en la sociedad retrocedió irremediablemente entre 1920 y 1973: imponer por la violencia normas constitucionales y luego declarar su carácter inamovible en nombre de la estabilidad institucional. De democrático esto no tiene nada, y de racional, menos.
Para darle estabilidad al núcleo básico de derechos fundamentales redefinidos en un proceso constituyente que exprese la voluntad de los ciudadanos, y sin violar el principio de mayoría, basta que su reforma sea refrendada en el futuro por dos legislaturas sucesivas y atender así el fantasma recurrente de la derecha conservadora en Chile, el de los “estallidos de pasiones” de los de abajo, que emana además de su pulsión oligárquica –que le viene de la hacienda– de gobernar contra la mayorías y de someterlas a regímenes de desigualdad intolerables.
El Tribunal Constitucional debe también velar por el núcleo de derechos fundamentales, pero sin interferir sobre las decisiones del Parlamento en el resto de materias públicas. Su composición debe asegurar tanto una ecuanimidad básica (e impedir el nombramiento de simples militantes, algunos bastante incompetentes, como en la actualidad) como un origen en la soberanía popular, es decir, nombramientos de tres miembros por la Cámara, tres por el Senado, tres por el Presidente (incluyendo el presidente del tribunal) e incorporar a los ex Presidentes de la República que así lo decidan.
Se trata, en definitiva, de resolver sin perder más tiempo el nudo gordiano de la cuestión constitucional en Chile y establecer que “los más tienen derecho a mandar, pero en el respeto de los derechos de la minoría”, en la expresión de Giovanni Sartori (2009), incluido su derecho a intentar transformarse en mayoría. Pero por medios legítimos, en ningún caso por la violencia, comprando el voto popular o el sistema político, y tampoco pretendiendo imponer candados constitucionales contra la soberanía popular.                        

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