Pasiones e incongruencias en la política chilena

En Voces La Tercera

Algo está  pasando en la política chilena que está llevando la racionalidad en la esfera pública a niveles insospechadamente bajos. Los diputados de la UDI Hasbún, Ulloa y Urrutia han presentado un proyecto de ley el 5 de enero que pretende sancionar al que”públicamente niegue, enaltezca o minimice los hechos de gobiernos que a lo largo de la historia hayan trasgredido la constitución política y las leyes (…) con la pena de presidio menor en su grado mínimo y una multa de 5 Unidades Tributarias Mensuales”. Tal extraña propuesta de restricción a libertades básicas como la de opinión y expresión podría pensarse que se refiere a regímenes como la dictadura de Pinochet, que como es bien sabido tomó el poder a sangre y fuego, violó expresamente la Constitución de 1925 al punto de derogarla mediante un acto de fuerza pura y simple, se arrogó por sí y ante sí el poder constituyente, declaró enemigos a los partidarios de un gobierno electo en la urnas que respetó escrupulosamente todas y cada una de las libertades básicas de los ciudadanos, dictadura que por 17 años torturó, vejó, violentó y asesinó con escarnio, impunidad e inhumanidad inusitados a miles de compatriotas, e incluso llegó al extremo de hacer desaparecer masivamente sus cuerpos, para no hablar de las decenas de miles de encarcelados y exiliados.

Pero, fíjense ustedes, los señores diputados de la UDI se refieren a los partidarios del Presidente Salvador Allende, para supuestamente empatar otro proyecto de ley, también discutible, pero que en todo caso busca sancionar la apología del crimen. Francamente insólito, sobre todo por parte de diputados de un partido que  apoyó, y sigue apoyando según se lee en su declaración de principios, a un gobierno basado en el crimen y que incluyó entre sus mandamases a criminales, por lo demás a la postre perseguidos y algunos condenados por la justicia. Y cuyos líderes históricos están actualmente dando cuenta ante los tribunales, aunque lo justifiquen de nuevo sin sonrojarse, del masivo, sustancial y sistemático financiamiento ilegal de sus campañas políticas por grandes grupos financieros con el objeto de defender sus intereses en las instituciones legislativas y gubernamentales, en tanto agentes activos y directos de la subordinación del poder político al poder económico.

En el terreno político-institucional, se ha llegado muy lejos en la ausencia de congruencia en las conductas. Después de décadas de haber usado trampas antidemocráticas como senadores designados, un sistema electoral que distorsionaba la voluntad popular y vetos de minoría en la formación de las leyes, la oposición se atrinchera ahora sin tapujos en una mayoría recientemente lograda en el Tribunal Constitucional como si se tratara de un centro de alumnos, con mucho respeto por los centros de alumnos. Sigue la lógica políticamente explosiva e irracional de contradecir la soberanía popular y a los representantes electos por el pueblo impugnando una decisión del parlamento en la aplicación de criterios de selectividad en una política pública en nombre del principio de “no discriminación arbitraria”. Nótese que este principio no tiene que ver con la espurea constitución del 80, pues toda Constitución democrática debe consagrar ese principio. Pero ese principio no consiste en prohibir toda discriminación positiva en las políticas públicas, pues muy pocas de ellas dejan de tener uno u otro criterio de selectividad que cabe determinar al legislador. Sostener lo contrario, como acaba de hacer la mayoría de este tribunal, es de una enorme gravedad, pues se trata de una mayoría que ha abandonado todo criterio jurídico elementalmente razonable por un criterio militante en favor de una oposición que es minoritaria en la sociedad, en las urnas y en la distribución de escaños parlamentarios. Llegó la hora de señalar con toda claridad que el Tribunal Constitucional mantiene, a pesar de la reforma de 2005, una composición contraria a los principios democrático-representativos -la Corte Suprema, que no es un órgano de representación, nada tiene que hacer en influir decisivamente en su composición- y que ha pasado a comportarse como un mero órgano partidista de sustitución al servicio de una fuerza política minoritaria que ha maniobrado en la Corte Suprema para obtener nominaciones militantes que obstruyen las decisiones legislativas. Oponerse a las políticas de gobierno y proponerse cambiarlas es enteramente legítimo, pero en las urnas y mediante la elección de representantes populares, no a través de órganos no democráticos.  

En un plano distinto, pero no menos significativo, hemos conocido el 4 de enero que la ex ministra de Educación, Mariana Aylwin, acusó al Ejecutivo de tener un estilo “totalitario y sectario”. Se puede decir muchas cosas del actual gobierno respecto a sus orientaciones y a su gestión, y es normal y saludable que así ocurra en democracia, incluso entre sus partidarios, pero acusarlo de tener un estilo totalitario excede toda racionalidad y sentido común. Se trata de una acusación gratuita y grave. Ningún gobierno desde 1990, y menos el actual,  ha tenido ese estilo y sostener lo contrario es simplemente un despropósito. La Democracia Cristiana, o una parte de ella, parece estar viviendo un proceso de descomposición que no le hace bien a nadie y que debiera incluir algún tipo de autolimitación en sus expresiones públicas.
Bienvenido sea el debate rudo y franco, que para eso es la democracia. Pero, ¿no habrá llegado el momento, al hacer votos por un buen año 2016, de poner un poco más de racionalidad y de resguardo del interés general y un poco menos de pasión y parcialidad particularista en las conductas de los actores políticos?

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