Interrogantes sobre el acuerdo tributario



Publicado en Voces-La Tercera

La discusión pública posterior al acuerdo tributario entre el gobierno y las principales fuerzas políticas representadas en el Senado ha dado lugar a debates sobre el rol de los acuerdos en democracia. Han emergido preguntas pertinentes que hoy recorren a la coalición gobernante, como para qué se conforman mayorías parlamentarias que luego resultan ser nominales, dado que en realidad sus componentes no tienen acuerdo en cuestiones básicas, y en caso de tenerlo prefieren no ejercer la condición mayoritaria frente a poderes económicos que son invitados -¿o se invitan a sí mismos, en virtud de una especie de “derecho propio” que les tolera el sistema político vigente?- a mesas no institucionales con más poder que los representantes electos de los ciudadanos.

En este caso, los invitados incluyeron al parecer al dirigente corporativo de la banca que no se ruborizó en reclamarse como el “padre de la criatura”. Lo que lleva a otras preguntas: ¿es más importante para legislar la corporación bancaria que los partidos políticos de la coalición gobernante o que la Cámara de Diputados?  O bien: ¿es acaso la Cámara de Diputados sólo un buzón del gobierno y el Senado el lugar donde se legisla en definitiva, y en donde se consagran las presiones de los poderes fácticos? Interesantes temas, que han dejado en segundo plano los contenidos mismos del proyecto de reforma tributaria.
Hay quienes sostienen que el acuerdo es bueno, aunque el método sea malo. ¿Puede haber buenas resoluciones de política pública con malos métodos de toma de decisiones? En teoría, esto es posible. Pero es difícil no conjeturar que la intervención opaca de poderes fácticos tiende, porque se trata de agentes que no tienen por costumbre perder el tiempo, a darle una  fuerte capacidad de decisión y de veto a intereses particulares contrarios al interés general.

El punto de fondo era el destino de una reforma tributaria que excluía desde la partida un aumento de la tributación minera y una rebaja del IVA y otros impuestos indirectos regresivos, pero que en teoría aumentaba en 3% del PIB la recaudación directa, lo que reequilibraba la estructura tributaria en sentido progresivo y permitía financiar una reforma educacional, aunque fuera en lo principal hacia 2018, con la curiosa situación –pero nuestro sistema político está lleno de curiosidades- de legislar para el gobierno que sigue y no para el propio. Esto se lograba básicamente con un aumento del caudal de ingresos originados en las utilidades de las empresas.

Una nueva base tributaria sustentada en las utilidades devengadas y atribuidas a sus dueños (ya sea que se retiraran o no por éstos) permitía una recaudación adicional significativa, aunque se rebajaba la tasa máxima del impuesto a la renta. Y beneficiando con 300 millones de dólares menos de pago de impuestos a unas 15 mil personas que ganan más de seis millones de pesos al mes, lo que no es precisamente una medida tributaria muy progresiva, todo esto en nombre del principio friedmaniano de avanzar a una tasa uniforme de pagos de impuestos a la renta inexplicablemente defendido por economistas supuestamente no (tan) neoliberales. Pero este esquema que, como todo instrumento tributario, tiene ventajas e inconvenientes -especialmente en materia de pérdida de estímulo a la reinversión de utilidades mediante autofinanciamiento y de complicación en la distribución de dividendos en las sociedades anónimas- terminó siendo optativo, junto a un nuevo esquema que mantiene la posibilidad de no pagar impuestos por la utilidades reinvertidas, pero que ahora ya no puede ser incluido como crédito en el pago de impuestos personales en su totalidad sino en una proporción de 65%. De nuevo, este esquema tiene ventajas y desventajas. El tema es que uno de los principales objetivos de la reforma, que era cerrar las posibilidades de evasión y elusión, que es hoy altísima, queda en una situación peor que en la legislación todavía vigente. Sobre todo con el recorte sustancial de las nuevas facultades que se supone iba a tener el Servicio de Impuestos Internos para evitarla. Y no se puede tampoco considerar positivo lo que “obtuvieron” transportistas, agricultores y mineros en la parte opaca de la negociación, a través del aumento de los umbrales de aplicación de  la renta presunta, así como la exención parcial de tributación de las pymes (14 TER) que aumentó para empresas con ventas propias de entidades medianas y grandes. El incentivo a crear pymes de circunstancia se verá aumentado.

La reforma prevista por el nuevo acuerdo cambiará conductas empresariales y hará difícil, en un contexto económico de menor crecimiento, calcular con cierta precisión la recaudación que resultará de los cambios legales previstos. En todo caso, no se ve por dónde éstos podrían ser los mismos que los previstos en el proyecto original. A menos que el proyecto original los subestimara,  lo que otra vez nos sitúa en el reino de la opacidad.
Quedarán pendientes los temas de una nueva tributación que compense adecuadamente al dueño del recurso minero –todos los chilenos-, de una rebaja del peso del IVA, de un mejor dispositivo de tributación de las utilidades de las empresas (separada de la tributación de las personas, que debe volver a la progresividad de 1990, es decir con el tramo de ingresos superior a 6 millones de pesos mensuales que tribute un 50% en vez del 35% al que lo rebaja la reforma) con sus correspondientes premios a la reinversión en capital –especialmente la con menor huella de carbono por unidad producida- y a la formación de recursos humanos, junto a castigos a las contaminaciones y perjuicios a las comunidades. Salvo que los poderes fácticos sigan subordinando a la voluntad democrática de los ciudadanos, faena en la que han seguido demostrando gran destreza.

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