miércoles, 24 de diciembre de 2014

Un inicio consistente


Publicado en Voces La Tercera

La presidenta Bachelet ha actuado con consistencia en sus primeros meses de gobierno. Dos de las tres reformas principales comprometidas por ella, y se suponía que por toda su coalición, en estos tiempos de cambios necesarios e impostergables para el futuro de la sociedad chilena han marcado la agenda política desde el 11 marzo de 2014.

La reforma tributaria concluyó su tramitación parlamentaria en septiembre, aunque por ausencia de apoyo de los conservadores de la Nueva Mayoría terminó complejizando al extremo la tributación de las utilidades de las empresas, abrió interrogantes sobre su capacidad recaudatoria y, sobre todo, incomprensiblemente no abordó la tributación minera, lo que permanecerá pendiente para una próxima etapa.

La reforma educacional avanza, a su vez, con un primer proyecto de ley que aspira a disminuir la inaceptable segregación escolar y regular la educación privada subsidiada que está próximo a aprobarse en el Senado, y cuyos otros aspectos tomarán legislativamente al menos los dos primeros años de gobierno. Existe un cierto atraso en la desmunicipalización y la creación de un nuevo servicio público educativo moderno e integrador, financiado desde una lógica de planificación territorial de su oferta y no en base al subsidio a la demanda como ahora, que vendrá hacia el segundo semestre 2015, junto a la modificación del sistema universitario que dé un rol vinculado al desarrollo nacional a las universidades estatales, que no se entiende para qué existen en el actual ordenamiento de mercado.

Y se echa de menos la discusión sobre el fondo del tema, más allá de los instrumentos: la misión de la educación, y en especial de la escuela. Como en el siglo XX, su misión no ha cambiado, sólo que fue arrasada en Chile por la dictadura y puesta bajo inspiración estrechamente privatista y hasta ahora no ha sido restablecida: ayudar a nuestras niñas y niños a caminar hacia la condición de adultos capaces de mejorar el mundo. Aprender no es un fin en sí mismo, es tan sólo un medio para crear sociedades mejores, para lo cual debe enseñárseles a los niños/as a vivir y actuar en sociedad con igual dignidad y respeto por el otro y a pensar eficazmente recurriendo a las ciencias y a las humanidades.

Se trata de proveer de manera universal y gratuita una base común de valores de convivencia, conocimientos, competencias y cultura a los niños/as y jóvenes que les permita construir su autonomía, su futuro personal y profesional y el ejercicio libre de la ciudadanía.

Los fines de la escuela deben ser discutidos en los próximos meses y consagrados solemnemente fruto de un proceso de amplia participación. ¿No habrá llegado el momento de discutir en toda y con toda la sociedad si acaso la recurrida libertad de enseñanza no debe estar por definición puesta en el contexto de los fines públicos de la escuela, que no nos olvidemos es, precisamente por tenerlos, de carácter obligatorio y no voluntario? Salvo que se sostenga que no debe cumplir ninguno, extremando la autonomía de los establecimientos, lo que haría superfluo ese carácter obligatorio, y simplemente situaría la provisión educativa en el contexto de la más amplia libertad de iniciativa económica en un contexto de mercado, a lo Hayek.

Pero no olvidemos que las instituciones cuyo fin exclusivo es proveer educación obligatoria tienden a ser las que mejor resultado obtienen en la materia en la experiencia de los países OCDE. Otras instituciones, pero sin fines de lucro y disposición a respetar los derechos fundamentales de los ciudadanos y de los niños/as, deben poder recibir el encargo de cumplir de la manera que mejor les parezca (“libertad de enseñanza”) el fin público de la escuela. Pero más como excepción que como regla, pues no se debe olvidar que al menos existe un potencial conflicto de interés (el público versus el privado de distinta índole, que tiende a desviar recursos públicos para otros propósitos, lucrativos, religiosos o de cualquier otra naturaleza) que puede terminar por inviabilizar la misión que la sociedad le encomienda a la escuela obligatoria, como de hecho ocurre hoy en Chile, con un sistema escolar que es un fracaso integral.

Además de la reforma tributaria y la educacional, diversos otros hechos han influido en el escenario político, como la seguridad pública y el estancamiento económico, aunque se sigue creando empleos (105 mil en doce meses, especialmente femeninos y por cuenta propia) y el desempleo apenas ha aumentado. A lo anterior se une la discusión sobre el financiamiento de la política y las revelaciones sobre aportes ilegales a campañas, con la puesta en evidencia definitiva de la “Pentapolítica” que corroe nuestro sistema de representación y que alcanza desde la UDI hasta el candidato Velasco y el ministro Undurraga. Hacia fin de año, en el mundo político y social se ha agudizado un clima de tensión y puesto en evidencia la falta de defensa eficaz de las reformas, con caídas de la popularidad de la presidenta y sobre todo del gobierno… y también de las coaliciones políticas, incluyendo una oposición que no crece y se atrinchera en su lógica ultramontana y defensora sin matices de los intereses de los privilegiados.

La agresividad de la derecha política y empresarial ha aumentado artificialmente la conflictividad. Diversos empresarios y sus gremios agitan la idea de la incertidumbre. El tono crecientemente confrontacional ha estado marcado por el rechazo a las reformas, destacando la ex candidata Matthei y sus excesos bastante poco elegantes: “la principal falencia de Chile hoy día es la Presidenta Bachelet”, “su incapacidad” y su agenda que va a “reventar el país”. Este lenguaje no es digno de nuestra democracia y recuerda muy malos momentos de la historia de Chile, en los que los que se creen dueños del país se exasperan frente al resto de la sociedad y actúan de manera violenta e irracional.

En el oficialismo, las críticas cruzadas desde los partidos de la coalición, especialmente desde sectores de la Democracia Cristiana por los contenidos y el manejo de algunas reformas, especialmente la de la educación, han contribuido a su modo a generar una cierta confusión en el debate público.

El clima social también se ha visto crispado, en parte por diversas movilizaciones de un sector de los colegios privados subsidiados contra la reforma educacional y en parte por sectores del gremio de profesores por reivindicaciones salariales que decidieron, contra la opinión de la directiva nacional y de manera inédita, ir a movilización hacia fin de año, lo que ha implicado que más de 1200 colegios hayan realizado un paro, con las dificultades que ello implica en momentos en que se cierra el ciclo escolar 2014. El acuerdo sobre el reajuste salarial del sector público se hizo con la CUT y no con la ANEF, que terminó realizando movilizaciones contra un acuerdo que apenas recupera el poder adquisitivo perdido en el año. El déficit del gobierno en la relación respetuosa con el mundo social parece requerir de enmiendas.

A esto se ha agregado la acumulación de fallas sucesivas del metro de Santiago, lo que ha generado molestias en los miles de usuarios del transporte público en la capital de seis millones de habitantes revelando la subinversión en la empresa –como suele ocurrir en las empresas públicas de las que desconfían los tecnócratas “antiestatistas”-, así como el aumento de la inflación fruto de una devaluación que por otro lado va a favorecer el empleo, con un encarecimiento importante en bienes de consumo básico y alimentos.

El gobierno ha enfrentado así un fin de año poco favorable y dificultades en el apoyo político y social a sus reformas, mientras la oposición no logra encontrar el tono para capitalizar la menor popularidad de la presidenta a través de sus críticas ni obtener adhesión a partir de un cierto malestar ciudadano.

Lo importante es que la presidenta Bachelet ha decidido mantener el rumbo y reafirmó el 5 de diciembre ante una asamblea de empresarios- en las que éstos se expresan no siempre de manera muy educada- que “hacer las reformas necesarias hoy es la única forma de hacernos cargo de los desafíos que no pueden seguir esperando”, que las reformas son ambiciosas “porque alteran grandes inercias, por lo que es natural que generen incertidumbre” y que “el enfriamiento en la realidad económica es una realidad, pero no es argumento para detener reformas. Debemos emprender reformas con urgencia”. Nunca mejor dicho.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Día de encuestas

Publicado en Voces La Tercera

El miércoles 3 de diciembre fue día de encuestas. Como se ha subrayado en todos los medios de comunicación, la noticia principal es la baja de la popularidad de la presidenta Bachelet y de su gobierno.

En el caso de la encuesta CEP -que reconoce una tasa de no respuesta de 28%, lo que es muy alto y quita representatividad del universo de mayores de 18 años que pretende representar la muestra aleatoria de hogares y personas con la que se realiza la estimación de las tendencias de la opinión pública por este centro empresarial- la caída de aprobación de 50% en julio a 38% en noviembre es brusca. Además, la sitúa un punto porcentual más abajo que su peor evaluación, alcanzada en diciembre de 2007, en su primer gobierno, cuando llegó a 39%.

La encuesta Gfk-Adimark -que desde que los datos sobre la popularidad del Presidente Piñera empezaron a ser recurrentemente negativos, ya no se basa en una, sino en dos muestras distintas que se mezclan no se indica cómo (una de teléfonos de hogares y otra de celulares de individuos), lo que no resiste ningún test de consistencia de construcción de una muestra aleatoria representativa del universo de mayores de 18 años- también registra una caída sistemática de la aprobación de la labor de la Presidenta, desde un 58% en junio hasta el 42% de noviembre de 2014.

Por tanto, sin perjuicio de que se puede considerar urgente regular en Chile la publicación de unas encuestas que hoy se realizan sobre la base de muestras, métodos de recolección de datos y formulación de las preguntas a los encuestados que no permiten considerarlas suficientemente rigurosas ni alcanzan los estándares internacionales, los sondeos muestran una incuestionable tendencia a la baja de la popularidad de la jefa de Estado y de su gobierno. La encuesta CEP muestra, además, una importante caída en atributos como los de firmeza, destreza y cercanía de la presidenta.

Ambas encuestas registran una espiral interconectada a la baja en los distintos componentes de la apreciación de la gestión de gobierno y de la situación del país.

Se puede conjeturar razonablemente que esta espiral de mal humor y desencanto con el gobierno, que se extiende a todas las instituciones políticas, está fuertemente correlacionada –en proporciones difíciles de estimar con precisión- con dos factores principales.

En primer lugar, con la lenta actividad económica que empezó a manifestarse en el segundo semestre de 2013 y que aún no han revertido (y no lo harán hasta por lo menos un semestre más a partir de la política monetaria y fiscal reactivadora en aplicación, aunque las cifras del INE no revelan hasta octubre un alza importante del desempleo). Esta pérdida de dinamismo, con causas coyunturales y otras estructurales, ha permitido a los empresarios de derecha y a los partidos de oposición difundir todo tipo de fantasías sobre un derrumbe económico y un clima antiempresarial que sólo existe en su imaginación.

En segundo lugar, con la falta de horizonte tangible de una política gubernamental bien inspirada y con unas reformas que los ciudadanos valoran positivamente en sus rasgos principales, pero cuya presentación y puesta en marcha ha abierto flancos de fondo y forma para levantar inquietudes infundadas y generar percepciones de amenaza inexistentes.

Y el problema parece ser muy práctico: contrariamente a la reforma previsional de 2008, por ejemplo, las reformas en curso no rendirán frutos observables en la vida cotidiana ni mejorarán la condición de casi nadie en los próximos años sino en un horizonte mucho más largo, mientras permanecen -y en algunos casos se agravan- las carencias de algunos servicios públicos cruciales, como el transporte y la salud.

Estas carencias se arrastran por años y el gobierno de derecha no las mejoró. Junto a esta dificultad de mostrar resultados y un curioso diseño de temporalidad de las reformas, con una administración pública que además ha ido perdiendo profesionalismo y eficiencia, no se ha querido tampoco introducir la dimensión épica que la puesta en marcha de un proceso constituyente en materia institucional hubiera permitido, sin que hasta hoy existan definiciones, sino más bien la percepción de dilaciones.

Todo esto genera en las encuestas la impresión de un país estancado y de expectativas frustradas, pero nada de esto parece cambiar hasta ahora los datos básicos del escenario político.

En efecto, en la encuesta CEP la identificación con la Alianza alcanza sólo un 10% y con la derecha y centroderecha sólo un 12%. La encuesta Gfk-Adimark viene mostrando mes a mes, por su parte, ante la pregunta más dura sobre identificación con el gobierno o con la oposición, que más allá del enojo y la molestia actual con la acción gubernamental, la distribución de esa identificación es casi igual al resultado de la elección presidencial de hace un año: en noviembre un 64% se identificó con el gobierno y un 36% con la oposición, descontando a los que no se identifican ni con el uno ni con la otra (un 48% y un 27% del total, con el 25% restante que no se pronuncia).

La sistemática y creciente mala fe del discurso de la UDI, y la sorprendente violencia verbal y afán descalificador de la presidenta por parte de la señora Matthei sólo parecen producir un único resultado: mantener a la oposición de derecha muy lejos de la mayoría ciudadana. 
Y al gobierno se le plantea el desafío de explicar mejor su tarea y los alcances positivos para los chilenos de las reformas comprometidas y sostenidas coherentemente por una presidenta que ha demostrado saber resistir a las presiones y mantener el rumbo principal, lo que a la larga será apreciado y valorado por la mayoría. Sobre todo si ese rumbo principal se define como el de la lucha consistente contra las desigualdades, al menos en el largo plazo, en momentos en que la encuesta CEP de noviembre registra un alza a 57% de la identificación con la afirmación de que “en ninguna circunstancia se pueden aceptar altas desigualdades en los ingresos” y que es el centro del programa y de la promesa de la Presidenta en ejercicio.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Debate enrarecido, reformas y revolución


El gran empresariado ideologizado sigue en su ofensiva contra las reformas del gobierno. La nueva frase del día en la Sofofa es la denuncia de un “clima antiempresarial”, que en verdad no se observa por ningún lado, en todo caso no en algún actor político o social relevante. Que se ponga coto a la deriva ultraprivatista en educación (como propone el movimiento estudiantil) o que se busque fortalecer la negociación colectiva (como propone la CUT), y que el gobierno de la Nueva Mayoría se plantee reformar la legislación en estas materias, no son más que debates y acciones propios de una sociedad abierta y democrática. Como también lo es que se discuta cómo dotar al país –para que a todos nos incluya– de un nuevo marco institucional legítimo por primera vez en su historia, que entre otras cosas otorgue un rol a la empresa para que contribuya a la prosperidad colectiva, pero también, muy primordialmente, consagre los derechos que se merecen los ciudadanos por el solo hecho de serlo.

Desde el ángulo opositor se han escuchado además afirmaciones de trazo bastante grueso, como las de un ex presidente de la UDI el 21 de octubre, para quien el proyecto inicial de reforma educacional consagra “la reforma de las cuatro E: estatiza la educación particular subvencionada, estanca la educación pública, elimina la libertad educacional y engaña a padres y apoderados”. El primer proyecto de la reforma educacional aprobado por la Cámara de Diputados no elimina la libertad de enseñanza en la educación escolar, se siguen financiando establecimientos privados sin fines de lucro y no se les exige otros objetivos que los que la actual Ley General de Educación establece. No elimina la libertad de elegir de los padres, termina con las discriminaciones de diverso tipo y establece opciones equitativas de ingreso a los establecimientos con demanda superior a la matrícula existente. El proyecto termina con el lucro en la educación escolar subvencionada, objetivo claramente incluido en su campaña por la Presidenta en ejercicio por voluntad más que mayoritaria de los ciudadanos, pero establece una remuneración razonable de los administradores de los establecimientos privados que reciben aportes públicos. Es decir, francamente nada que ver con lo afirmado por los voceros de la UDI.

Una versión opositora a las reformas con afanes más sofisticados la provee también la Sofofa: “Las vacilaciones en momentos previos a cruzar el umbral del desarrollo han causado, en muchos casos, una profunda crisis de confianza. Y algunos, estando al borde del desarrollo, han dejado que la incertidumbre los abrume y han renunciado, consciente o inconscientemente, a seguir avanzando y han vuelto por años a las garras del subdesarrollo”. Desarrollar esta narrativa está en el borde del ridículo: ¿cuáles son esos muchos casos en que se vuelve a las garras del subdesarrollo por no se sabe qué incertidumbres? La “trampa de los ingresos medios“, como se conoce en la literatura económica el tema, en realidad apunta a que los países que avanzan desde etapas iniciales de pobreza, con competitividad basada en salarios bajos y recursos naturales abundantes, a una mejor situación de ingresos promedio deben luego avanzar en reformas que les permitan fortalecer la productividad, mejorar la infraestructura y avanzar en innovación y complejización de las cadenas de valor, tareas todas en las que la misma literatura les reconoce un rol importante al gobierno y a las políticas públicas. Esto es lo que la segunda Presidencia de Michelle Bachelet está precisamente abordando…

Un viaje de estudio a Corea del Sur o haberse sumado al que se hizo a Finlandia le haría bien a la Sofofa. Podría así ampliar su confianza en que a los países innovadores menos desiguales y menos sometidos al poder económico concentrado les va mucho mejor y que la democracia –que incluye que mucha gente opine distinto de los grandes empresarios sin que por eso sean antiempresa– es una buena cosa para el desarrollo.

El gobierno no debe dejarse amedrentar por lo dicho en las comidas de gremios de empresarios politizados (¿es necesario que las autoridades asistan a estos eventos no siempre signados por la buena educación?). Ni retroceder en su voluntad de reforma, porque está en juego un mejor futuro para el país. Ni pedir perdón, como a veces queda la sensación por parte de algunos ministros, por abordar los nudos de la desigualdad y del deterioro ambiental que son inaceptables en Chile.

También está en juego la supervivencia política de la coalición gobernante. Véase Obama: su actitud de búsqueda de consensos con opositores irredentos termina siendo interpretada como debilidad, y castigada por los electores, que no rechazan los acuerdos que avanzan, pero sobre todo quieren gobiernos efectivos, con ideas claras en sus luchas y mensajes políticos y que provean seguridad en sus propósitos y realizaciones y en la identificación de los responsables que impiden avanzar.

En este dominio también se observa un clima enrarecido. Un ex presidente del PDC incluso teoriza la cuestión del siguiente modo: en la actual coalición estaría en juego un dilema entre “reformistas” y revolucionarios”. De nuevo afirmaciones extemporáneas. No se conoce en la Nueva Mayoría defensores de una opción revolucionaria, sino de políticas que apuntan a disminuir las desigualdades vía nuevos derechos sociales a lo OCDE, política industrial activa, cambios regulatorios, tributarios y de prioridades de gasto público. Este enfoque de raigambre socialcristiana y socialdemócrata enfrenta una tenaz oposición interna de tipo neoliberal, que se acomoda sin demasiados problemas con el Estado mínimo y el mercado máximo y que prefiere una economía apenas regulada y con bajos impuestos a las altas rentas, un derecho laboral laxo y sistemas con predominio privado en infraestructura, educación, salud y pensiones. Y que naturalmente encuentra detractores reformistas o transformadores, que no tiene sentido descalificar como revolucionarios, porque en rigor no lo son, en tanto encaminan su acción en las reglas de la democracia institucional.

Revolucionarios fueron los que desde los años sesenta enarbolaron banderas de cambio radical, que consideraban que no podían ser contenidas por una democracia liberal de índole excluyente y oligárquica. Recientemente se conmemoraron precisamente 40 años de la muerte en combate de quien mejor expresó esa opción en Chile: Miguel Enríquez. En efecto, un 5 de octubre hace cuatro décadas moría con las armas en la mano el médico Enríquez, a los treinta de edad, luego de haber dirigido por seis al Movimiento de Izquierda Revolucionaria y de mantenerse clandestino por uno como el hombre más buscado por la dictadura entronizada a sangre y fuego en septiembre de 1973. En mi opinión, esa fecha simboliza la caída del sueño revolucionario voluntarista que una generación, en la que me incluí siendo joven, abrazó en Chile.

Sobre Enríquez existen dos caricaturas: la del radical irresponsable que, para aquella parte irremediablemente tanática y criminalmente fanática de la sociedad chilena, fue simplemente bien asesinado por las balas de la DINA, o bien la del valiente y consecuente que murió en su ley, sin consideración de sus opciones políticas y su necesario balance.

Miguel Enríquez encarnó una parte de las dinámicas de una época y, con la perspectiva histórica, no la peor. Fue uno de los que hizo suyo un sueño de cambio revolucionario inmerso en los impulsos de los años sesenta y sus rupturas libertarias, de la revolución cubana y la gesta latinoamericana guevarista, del mayo del 68 francés, de la reacción antiautoritaria luego de la invasión soviética a Checoslovaquia, del rock y su nueva estética. Y también de la dinámica de cambios que recorrió a una sociedad chilena inmersa gravemente en la desigualdad y la pobreza, dominada por oligarquías agrarias retrógradas y burguesías urbanas rentistas. Jorge Ahumada en los años cincuenta resumió muy bien el diagnóstico y el desafío: había que construir un nuevo Chile “en vez de la miseria”.

Enríquez tuvo razón histórica al señalar que los intentos de desplazar del poder a la oligarquía tradicional y nacionalizar los recursos naturales, si se llevaban hasta sus últimas consecuencias, provocarían reacciones internas, las de los afectados, y externas, las de Estados Unidos en la época de la Guerra Fría, que culminarían en el fin de la democracia y una dictadura militar, como ya había ocurrido en Brasil. Es decir, en un trágico callejón sin salida. Menos razón tuvo en desarrollar una estrategia autónoma de acumulación de fuerzas rupturistas conducida por un nueva vanguardia de cuadros revolucionarios, aunque había buenos fundamentos para el rechazo a lo que entendía era una DC comprometida con Estados Unidos en la Guerra Fría y a una dirigencia de la izquierda que pensaba, en su rama socialista, que no tenía real voluntad de impulsar cambios, aunque siempre respetó a Allende, o bien, en su rama comunista, se subordinaba a la URSS. La nueva fuerza revolucionaria debía convocar bajo su férrea conducción no sólo a la clase obrera tradicional sino también a los que llamaba “los pobres del campo y la ciudad”. El gobierno de Frei cometió el error de empujar al MIR a la clandestinidad y éste el error de realizar acciones armadas propagandístiscas y de financiamiento, aunque nunca atentados a personas, en un país que por el contrario necesitaba fortalecer una democracia cada vez menos oligárquica y más amenazada por la oligarquía.

Un visionario, que por entonces se retiraba de la política, Eugenio González Rojas, había planteado en 1947 que el socialismo debía ser revolucionario por sus fines y democrático por sus métodos, y que los métodos debían escogerse para nunca desnaturalizar los fines emancipatorios perseguidos. Y había propuesto en 1958 no someterse a la Guerra Fría y convocar a las fuerzas que pusieron a la derecha en franca minoría y representaron Frei, Allende y Bossay en la, en ese entonces, reciente elección presidencial, que estuvo muy cerca de dar el triunfo a Allende. Planteó la necesidad de la convergencia de las que denominó “fuerzas de avanzada social”, aquellas que se dividieron, fracturaron y compitieron entre sí en medio de la ley de hierro de la Guerra Fría global, y no supieron acometer su tarea histórica de darle continuidad y coherencia democrática a la demanda de reformas de la sociedad chilena ni mantener a raya el poder de la derecha y los intereses oligárquicos que representaba.

Miguel Enríquez, Luciano Cruz y su equipo de jóvenes revolucionarios no se dieron cuenta de que la demanda por cambio social se encaminaba en realidad al triunfo en las urnas de Salvador Allende y su coalición y no a la expansión de la lucha social con componentes armados que desbordaría y desmontaría las instituciones obsoletas y construiría una democracia de base.

La democracia representativa era la que debía, por el contrario, ser definida como el continente necesario e irrenunciable del cambio socialista, complementada, eso sí, por formas de democracia directa. Enríquez se adaptó en 1970, se puso al servicio de la seguridad personal de Allende y mantuvo un diálogo permanente con él, insistiéndole en que debía acumular fuerza social –el “poder popular”– y en el mundo de los soldados de las Fuerzas Armadas mediante un programa radical y la neutralización del golpismo militar en el generalato. Entendía que se lograría así resolver favorablemente un quiebre de la democracia que la alianza Nixon-DC freista-derecha provocaría ineluctablemente. Allende prefirió avanzar en su programa sin hacerlo más radical, que de suyo lo era ampliamente, y buscó entenderse con la jerarquía militar, sin intervenirla, siguiendo invariablemente las tradiciones republicanas, a riesgo de dejar crecer la conspiración y privilegiando por sobre todo evitar una guerra civil. Trabajó incansablemente para construir una salida política y obtener un acuerdo con la DC, sin lograrlo, especialmente por la intransigencia e incredulidad de Frei. En todo caso, Enríquez se negó, en las ocasiones en que pudo hacerlo –según los testimonios directos existentes– a sustraer armas desde regimientos y no boicoteó el diseño de Allende de buscar una salida democrática a la crisis mediante un plebiscito que sería anunciado el 11 de septiembre de 1973. Estaba informado de su anuncio por el Presidente, por lo cual había desactivado la alerta antigolpista del MIR. Combatió como pudo el 11 de septiembre, con muy poco, y de nuevo se puso a disposición de Allende. Pero ya la tragedia se había desencadenado.

Luego del golpe, Enríquez jugó –a pesar de la opinión de sus compañeros de la dirección del MIR– lo que entendía debía ser su rol: quien había empujado la opción revolucionaria debía permanecer personalmente resistiendo en Chile, poniéndose al frente de su gente en la tradición de la FAI de Buenaventura Durruti y de la guerrilla de Ernesto Guevara. Este fue un error respetable en su inspiración de consecuencia ejemplar, pero políticamente inconducente y que no contribuyó a sortear la masacre de centenares de sus compañeros en las peores condiciones que había decidido realizar, sin tasa ni medida, la dictadura de Pinochet, y se expuso con arrojo a su propia digna muerte.

A la generación a la que le tocó retomar las diezmadas banderas de la izquierda, nos influyó este trágico desenlace. El balance temprano de unos cuantos, entre los que me cuento, fue el de retomar el enfoque de Eugenio González. Nos propusimos, con éxito, reunificar a las “fuerzas de avanzada social”, afianzar una lucha social y política contra la dictadura y no una lucha militar legítima pero inconducente y que prefiguraría, en el caso de remota probabilidad de triunfar, lógicas militaristas y autoritarias que nada bueno augurarían para la construcción de un socialismo democrático y libertario, como nos enseñaba la experiencia histórica de varias revoluciones radicales y, en la época, la de los Khmers Rojos en Camboya. Se llegó así, después de un largo, doloroso y complejo proceso, a otro 5 de octubre, el de 1988, y a las luces y sombras de la nueva etapa que se abrió en la historia de Chile y que sigue en curso con retrocesos y avances y recientemente con renovadas potencialidades para el cambio social.

Las fuerzas representadas en la Nueva Mayoría que no le gustan al mencionado ex presidente del PDC son parte de ese enfoque y no del enfoque revolucionario voluntarista, que ya no tiene expresión política sustantiva en Chile y, en todo caso, no forman parte de la coalición de gobierno. Pero las diversas fuerzas progresistas sí se proponen, con mayor o menor consistencia e insistencia, lograr un nuevo proceso constituyente para lograr cambios en la estructura social e institucional, es decir, una democracia social, participativa y libertaria, objetivos transformadores que son los que en realidad suscitan las resistencias de allá y acá que han sido objeto de este comentario.

Se puede conjeturar que el mencionado ex presidente del PDC se propone con sus distinciones volver a la idea de “coalición chica”, que agrupe a un PDC sin progresismo y aliada a algo de izquierda, pero subordinada. Para esa tarea en la izquierda, desgraciadamente, no faltan candidatos, aunque sea explicable, dado que representa al mundo de los subordinados en todas sus variantes. Incluyendo algunos que quedan bien reflejados en la descripción, que acabo de leer, de Mitch McConnell, nuevo jefe de la mayoría republicana en el Senado de Estados Unidos, realizada por el demócrata de Kentucky en The Atlantic: “Es como un molino de viento. Va en el sentido del viento. No tiene ningún valor. Busca el reconocimiento, no hacer nada en particular”.

Pero también existe la izquierda con proyecto (libertario culturalmente, emancipatorio socialmente y sustentable ambientalmente), hoy cada vez más dispersa pero potencialmente dotada de razón estratégica, abierta a las alianzas pero no subordinada a los poderes constituidos, que ha podido hacer no pocas cosas con el PDC cuando ambas fuerzas han podido compartir proyectos de cambio progresista para Chile. Ojalá sigan haciéndolo, dando cuenta de las demandas de cambio presentes en la sociedad. Que para eso están. O debieran estar.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Después del 4 de noviembre: ¿Washington paralizado?



El 4 de noviembre de 2014 se ha consagrado en Estados Unidos la mantención de la mayoría republicana en la renovación completa de la Cámara de Representantes y la pérdida de la mayoría demócrata en el Senado al renovarse un tercio de sus miembros. El parlamento quedará totalmente en manos republicanas en los dos años finales de la presidencia de Obama, culminando el camino iniciado en 2010 y la llegada el 5 de enero de 2011 de John Boehner al liderazgo de la Cámara de Representantes.

La mayor parte de los candidatos demócratas hizo campaña distanciándose del presidente, cuya popularidad cayó a 43%, cifra considerada baja en Estados Unidos. El rechazo a Obama se vincula al descrédito general de la política tradicional en el país del norte, con ciudadanos cansados de debates estériles y de los bloqueos sistemáticos en el Congreso de las decisiones presidenciales, sin que Obama haya logrado hacer avanzar muchas de sus propuestas, quedando en definitiva en una posición de debilidad antes que como víctima de la intransigencia de la extrema derecha republicana.

El presidencialismo a la norteamericana, que en América Latina hemos heredado desde nuestras independencias, muestra hoy flagrantemente sus límites, y especialmente su tendencia creciente a provocar parálisis en la decisión pública y frustración en los ciudadanos. En un sistema en que casi todo debe negociarse cuando el presidente no dispone de mayoría parlamentaria, el bloqueo se ha acentuado con el predominio del radicalismo de la extrema derecha republicana (el famoso Tea Party, que en realidad son varios Tea Parties según se trate de los temas de equilibrio presupuestario y gobierno mínimo o de temas como el aborto, la inmigración y el control de armas), cuya definición básica es su rechazo a toda negociación.

La paradoja es que la economía, que tradicionalmente domina las opciones de los electores, se ha ido más bien recuperando, luego de que enfrentara la peor crisis en los últimos 80 años, logrando el presidente Obama evitar, primero, el naufragio bancario y de grandes empresas como General Motors (que pasó a manos del gobierno), reglamentando luego de manera más amplia el sistema financiero y además logrando aprobar un sistema de seguros obligatorios de salud que incluye a decenas de millones de personas adicionales protegidas frente a la enfermedad, proceso combatido tenazmente por los republicanos más radicales en nombre de la libertad personal (aquella que permite dormir bajo los puentes, parafraseando a Anatole France). El crecimiento ha vuelto, con un 1,7% en 2014 y 3% previsto para 2015, el desempleo ha bajado significativamente (5,9% en septiembre de 2014) y Estados Unidos ha recuperado buena parte de su autonomía energética, mientras encabeza elementos cruciales de la “nueva economía” (redes de economía de reparto, expansión de Internet a todo tipo de intercambios, transición a las energías renovables).

No obstante, crece la inquietud de los ciudadanos, con muchos de ellos con trabajos de tiempo parcial no voluntario, salarios estancados o en disminución, aumentos espectaculares de las desigualdades de ingreso -reseñadas con gran impacto por el economista francés Thomas Piketty en su libro de 800 páginas “El capital del siglo XXI” de gran éxito editorial- y el enorme endeudamiento de los estudiantes, que no encuentran luego los empleos que les permitan pagar la deuda adquirida para lograr sus títulos universitarios.

En materia internacional, el retiro de Irak y parcial de Afganistán y la guerra tecnológica y las “kill lists” de sus servicios secretos no han impedido la radicalización islamista en Medio Oriente y parte de África, ni llevado a Israel a la mesa de negociación, ni inhibido a Rusia en sus anexiones de parte de los territorios de Ucrania, manteniéndose una inestabilidad amenazante en zonas cruciales del mundo. Estados Unidos está lejos de ser un gendarme global eficaz en el actual mundo multipolar y los ciudadanos norteamericanos lo resienten, incrementado su percepción de inseguridad.

Frente a esta situación, los estadounidenses no han encontrado en Obama a un líder capaz de sacarlos de la crisis como lo hizo Franklin Roosevelt o de cerrar Guantánamo, símbolo de la ausencia flagrante de Estado de derecho, y además viven cada vez más la tentación del repliegue, con la eventual consecuencia de no avanzar en materia de acuerdo comercial Transpacífico (TPP) y Transatlántico (TTIP), de acción eficaz contra el grupo integrista del Estado Islámico que se expande como mancha de aceite, de acuerdo nuclear con Irán, de llevar a Israel a hacer concesiones indispensables para la creación del Estado palestino, de desbloqueo de la relación con China, en base a un desencantado “no, we can’t”.

La reconquista por la ultraderecha republicana del poder gubernamental en Estados Unidos probablemente tendrá, antes que el centrismo ecléctico que domina a los demócratas, un solo gran obstáculo en la elección presidencial de 2016, probablemente decisivo: su propio dogmatismo y maximalismo a ultranza. La “guerra cultural” en supuesta defensa de lo que consideran son los valores tradicionales estadounidenses terminará por enemistarlos otra vez, entre otros, con el voto afro-descendiente y el cada vez más decisivo voto latino, y abrir la puerta a una nueva presidencia demócrata liderada por Hillary Clinton.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Desigualdad y tributos en Chile

Publicado en la revista Economía Exterior, n° 70, otoño 2014, Madrid.
    
La reforma fiscal chilena amplía la tributación a las empresas y permite financiar mayores gastos en la reforma educativa, principal promesa de gobierno de Michelle Bachelet. La presión tributaria en Chile queda, sin embargo, a más de dos puntos de las de menor carga de la OCDE.
La tesis de mantener baja la carga tributaria y disminuir la progresividad de los impuestos directos (los que se aplican a los ingresos) en favor de los impuestos indirectos planos (los que se aplican a las ventas) ha prevalecido en Chile en las últimas cuatro décadas. Según los que la defienden, de ese modo se producirían menos “distorsiones y pérdida de eficiencia” en la asignación de recursos, aun al precio de aumentar la regresividad de los impuestos, lo que se compensaría con un mayor crecimiento. Algunos economistas chilenos hablan incluso de la baja carga tributaria como una “ventaja comparativa” del país. Otra línea de interpretación señala que la estructura tributaria es inequitativa y de bajo monto en Chile por razones sociopolíticas, como en otros países de América Latina, dada la prevalencia de los intereses de los grupos de más altos ingresos en el sistema político.
El segundo gobierno de Michelle Bachelet, al contrario que el primero de 2006-10, se propuso realizar una reforma para incrementar la carga tributaria un tres por cien del PIB según una mayor aportación de las empresas, que fue aprobada con diversas enmiendas por el Parlamento el 10 de septiembre de 2014.

Elementos de comparación
En Chile los impuestos indirectos han sido tradicionalmente muy altos, reflejando el dominio secular de los intereses de los más ricos, que pagan proporcionalmente menos impuestos que los más pobres. En 1960 los impuestos indirectos representaban el 62 por cien del total. En 1970 habían bajado al 58 por cien, entre otros factores gracias al impuesto al patrimonio introducido por el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Hacia 1989 la proporción había vuelto a subir a cifras superiores al 80 por cien.
Desde el tránsito a la democracia en 1990 se sucede una disputa no resuelta sobre los tributos. La herencia dejada por los economistas de la escuela de Chicago asociados al régimen militar de 1973-89 fue la de una carga tributaria similar a la de los países centroamericanos, conocidos por la debilidad de sus capacidades fiscales, más que a la de los países del cono Sur de América Latina, y muy inferior al promedio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). La reforma tributaria de 1990 se propuso reequilibrar las cosas y llevó la carga tributaria del 14 al 16 por cien del PIB y la proporción de impuestos indirectos del 82 al 76 por cien en 1992. En 2013, las cifras fueron del 18 por cien del PIB y el 58 por cien del total, respectivamente, es decir, se volvió al nivel de 1970 en materia de peso de los tributos indirectos, gracias a la mayor tributación de las empresas del cobre. Pero Chile está todavía muy lejos del 30 por cien prevaleciente en la OCDE.
La tributación promedio en la OCDE es del 35 por cien del PIB –cuyos rangos van desde un 24 por cien en Estados Unidos, un 26 en Corea, un 27 en Australia, 28 en Irlanda, en la parte baja de la distribución, hasta un 42 por cien en Francia y Finlandia, 44 en Bélgica y Suecia y 48 por cien en Dinamarca, en la parte alta de la misma– y del 25 por cien si descontamos las cotizaciones obligatorias de Seguridad Social. La de Chile, en definición de la OCDE, es del 21 y del 20 por cien del PIB, respectivamente.
El promedio del cobro neto de impuestos es del 17 por cien del PIB en el último quinquenio en Chile, a lo que cabe agregar entre un 1,8 por cien y un 5,7 por cien de ingresos de la empresa estatal del cobre creada en 1971, según los años. La cifra chilena es además mucho menor que la de varios de estos países cuando tenían un PIB por habitante similar al de Chile, y que a su vez mantenían diferencias importantes entre sí, que reflejaban los distintos niveles de preferencia por provisión de bienes públicos. En 1961, Suecia y en 1965, Francia y Alemania, tenían un ingreso por habitante equivalente al de Chile en 2010 (según las series históricas del economista Angus Maddison), pero con una tasa de contribuciones obligatorias sobre el PIB del 33 y el 34 por cien respectivamente, es decir, el doble que en el Chile de hoy. Los tributos siempre han reflejado las opciones de la sociedad y no son una variable técnica asociada a un nivel de PIB por habitante determinado.
Así, la tasa de impuestos como proporción del PIB creció significativamente en la región latinoamericana en las últimas dos décadas, del 13,9 por cien del PIB en 1990 al 20,7 por cien en 2012, de acuerdo a la OCDE y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), con las mayores cifras para Argentina (37,3 por cien) y Brasil (36,3) y las más bajas para Guatemala (12,3) y República Dominicana (13,5). Sin embargo, esta tasa se encuentra aún 14 puntos porcentuales por debajo del promedio de los países de la OCDE (34,6 por cien).
En los países de la OCDE los impuestos indirectos pasaron de representar el 36 por cien del total en 1965 al 30 en la actualidad, en beneficio de los impuestos directos. Las economías desarrolladas aumentaron en medio siglo el peso de los impuestos progresivos –aunque las tasas máximas bajaron– en vez de disminuirlos, gracias a sus sistemas democráticos, en los que la equidad tributaria importa. No existe ninguna relación mecánica entre nivel de PIB por habitante y nivel de tributación: depende de las opciones de los sistemas políticos de cada país, que deciden tener un bajo gasto público y pocos tributos o a la inversa, con diversas situaciones intermedias, incluyendo ingresos progresivos antes que regresivos. En los países latinoamericanos los impuestos sobre la renta y las utilidades representaron en 2011, en promedio, un 25,4 por cien de la recaudación y las contribuciones a la Seguridad Social un 16,9, mientras en la OCDE dichos porcentajes son del 33,5 por cien y el 26,2, respectivamente.
En Chile los impuestos sobre las rentas de las empresas y sobre los ingresos de las personas físicas representaban solo el 7,3 por cien del PIB en 2012, mientras los impuestos a la renta alcanzaban un 12,5 por cien de media en la OCDE. Y hasta un 29,2 en Dinamarca, país que creó el impuesto progresivo a la renta en 1870.
Chile es el país de la OCDE –a la que pertenece desde 2010– con más desigualdades en los ingresos, aunque también es uno de los que han corregido algo esa situación desde el comienzo de la crisis financiera en 2007. Es el cuarto de los 34 países miembros con una mayor proporción de pobres, con un 18 por cien de la población con ingresos inferiores al 50 por cien de la media, según datos de la propia organización. Los países con más pobres son Israel (20,9 por cien del total), México (20,4) y Turquía (19,3), todos ellos al igual que Chile o EE UU (17,4) lejos de la media del 11,3 de la organización, y más todavía de los que tienen menos población en situación de pobreza: República Checa (5,8), Dinamarca (seis) e Islandia (6,8). Chile redujo en algo más de un punto porcentual su tasa de población pobre entre 2007 y 2011. Solo Portugal y Estonia tuvieron una disminución más importante en ese periodo (algo más de dos puntos en ambos casos).
Destaca además el país andino por ser el que mayor brecha presenta en los ingresos entre el 10 por cien más rico y el 10 por cien más pobre, medido por el coeficiente de Gini. Este coeficiente es del 0,50 para Chile, seguido de cerca por México (0,47) y a más distancia por Turquía (0,41), EE UU (0,38), Israel (0,38), Portugal (0,34), Reino Unido (0,34), España (0,34), Grecia (0,34) y Japón (0,34). La media en la OCDE es de 0,31. En el extremo opuesto, los países con menos desigualdades son Islandia (0,24), Eslovenia, Noruega y Dinamarca (con un 0,25). Los que más acortaron desigualdades en el ingreso entre 2007 y 2010 fueron Islandia (más de tres puntos porcentuales en el coeficiente de Gini), Portugal (casi dos puntos), Nueva Zelanda (algo más de un punto), Polonia, México, Bélgica y Chile (algo menos de un punto). La OCDE hace notar que la protección social en Chile representaba en 2012-13 el 10,2 por cien de su PIB, el tercer porcentaje más bajo tras el de México (7,4) y Corea del Sur (9,3), frente a un 21,9 por cien de media en la organización. El gasto público en Chile progresó en 1,5 puntos del PIB entre 2007 y 2010, pero bajó en 0,9 puntos desde ese año a 2013.
En Chile existe una distribución primaria del ingreso extremadamente favorable a los del capital, aunque ha disminuido desde la década de los noventa  y carece de suficientes mecanismos redistributivos en el dominio fiscal, en buena medida por el enfoque prevaleciente desde hace cuatro décadas y no compartido por casi ningún país de la OCDE, que considera que la redistribución sólo debe llevarse a cabo de manera limitada a través del gasto y no de los tributos. Hacia 2009, el proceso redistributivo agregado en Chile corregía en solo un seis por cien el nivel de desigualdad, cifra muy baja comparada con el 29 de promedio en 12 países, reseñado en el estudio de la OCDE, “Divided We Stand” de 2011, es decir, cinco veces más que la capacidad redistributiva exhibida por Chile y su Estado de bienestar de escasa intensidad. El rango de corrección de la desigualdad va desde menos de nueve puntos en el coeficiente de Gini (en Suiza, EE UU y Canadá) y 13 puntos (en los países nórdicos, Polonia y República Checa), contra solo tres puntos en Chile, país en el que el uno por cien más rico (unas 170.000 personas) se apropia del orden del 30 por cien del ingreso total, es decir, más que en cualquier otra parte del mundo, incluida Suráfrica, según el estudio de López, Figueroa y Gutiérrez de la Universidad de Chile. Más aún, el 0,1 por cien más rico (unas 17.000 personas) se apropian del 17 por cien de los ingresos, mientras el 0,01 por cien (unas 1.700 personas) concentran del orden del 10 por cien del ingreso total.

La reforma de 2014
Tras el terremoto de febrero de 2010, el entonces recién estrenado gobierno de Sebastián Piñera realizó un cambio tributario para enfrentar la reconstrucción con alzas transitorias y rebajas permanentes de impuestos. El resultado tributario neto a largo plazo de esa reforma fue una caída en la recaudación del orden de 400 millones de dólares. Este hecho, junto a las movilizaciones estudiantiles de 2011. que llevaron al gobierno a aumentar el gasto en educación, hizo necesario una segunda reforma en 2012. En conjunto, ambas llevaron a un incremento del orden del 0,2 por cien del PIB en régimen. El gobierno de Piñera mantuvo el alza de impuesto a las utilidades de las empresas del 17 al 20 por cien, solicitado en 2010 de manera temporal hasta 2012, junto a otras medidas recaudatorias acompañadas de rebajas del impuesto a los ingresos de las personas, incluyendo un crédito por gasto en educación, que en Chile afecta solo al 19 por cien de la población (están exentos los que ganan menos de unos 1.000 dólares al mes). A su vez, aumentó levemente la recaudación por renta minera a través de mayores tasas transitorias en el impuesto especial existente desde 2005, a cambio de ampliar la invariabilidad en este impuesto hasta 2023, lo que constituye un caso de privilegio tributario hacia el sector minero sin precedentes internacionales. El royalty en 2014 es del cuatro o cinco por cien sobre las utilidades brutas, además del 35 por cien que se aplica a las utilidades transferidas al exterior.
Las rentabilidades sobre patrimonio entre 2005 y 2011, según cálculos de Eduardo Titelman, han sido del 77 por cien en la gran minería, del 39 en los seguros privados de salud que administran cotizaciones obligatorias, del 23 en las entidades privadas que administran los fondos de pensiones, del 22 en los bancos y del 15 por cien en la generación eléctrica. Los tributos pagados por la gran minería privada y sus dueños durante el periodo de altos precios de los minerales han sido sustancialmente inferiores a los retiros realizados: entre 2005 y 2011, los impuestos pagados sumaron alrededor de 29.000 millones de dólares, mientras que sus remesas netas de capital sumadas a sus utilidades después de impuestos, llegaron a un total de alrededor de 63.000 millones en dólares corrientes. Las utilidades de la gran minería privada equivalen a alrededor de la mitad del gasto social anual promedio. Estos retornos superan con mucho el coste de oportunidad del capital, generando rentas no atribuibles a la actividad empresarial de una cuantía inusitada. Así, una parte significativa del capital corporativo opera en Chile con rentabilidades sobre-normales originadas en el uso cuasi gratuito de recursos naturales y en prácticas monopolíticas, cuya tributación debería ser mucho mayor.
Durante la campaña presidencial de 2013, Bachelet planteó una reforma tributaria con una meta de recaudación del tres por cien del PIB. Esta meta se descompone en un 2,5 por cien del PIB proveniente de cambios a la estructura tributaria y un 0,5 por cien del PIB de medidas que reducen la evasión y la elusión. Propuso elevar, de forma gradual, la tasa del impuesto a las empresas del 20 al 25 por cien en un plazo de cuatro años, que siga operando como un anticipo de los impuestos personales, manteniendo la integración de impuestos entre empresas y personas vigente en Chile desde 1984. Su propuesta original incluía que los dueños de las empresas debían tributar por la totalidad de las utilidades de sus empresas y no solo sobre las utilidades que retiran y estaría acompañada por la reducción gradual de la tasa máxima de los impuestos personales del 40 actual a un 35 por cien, en el plazo de cuatro años, y de un mecanismo de depreciación instantánea para permitir a las empresas descontar íntegramente de las utilidades la inversión total del año, junto a premiar el ahorro al que acceden normalmente las personas de ingresos medios. Las medidas para incentivar ahorro e inversión implicarían una pérdida de recaudación del 0,21 por cien del PIB en régimen. La reforma fue presentada en marzo de 2014 y aprobada por el Parlamento en septiembre, después de sustanciales cambios concordados con la oposición, pero que según las estimaciones del gobierno mantendrán la meta recaudatoria.
La versión final de la reforma establece que el impuesto sobre la renta devengada atribuida quedará solo como un esquema opcional. Se podrá elegir entre dos sistemas. El primero, el de “régimen integrado con atribución de rentas”, con la tasa de primera categoría del 25 por cien, más la aplicación de los impuestos global complementario (con tasas que van entre el cero y el 35 por cien) y adicional (tasa del 35 por cien), pues se baja la tasa máxima del impuesto global complementario del 40 al 35 por cien. El segundo, un “sistema parcialmente integrado de tributación” con una tasa de impuesto de primera categoría a las empresas del 27 por cien y crédito tributario de solo un 65 por cien sobre el impuesto a la renta de las personas, es decir, mantenerse en el sistema actual, pero con un impuesto de primera categoría que subirá del 20 al 27 por cien y con la restricción de que el crédito que este pago otorga para el global complementario, ya no es del 100 por cien sino que se reduce al 65 por cien (el sistema de integración parcial alcanzará, con el tributo del 27 por cien más las restituciones a débito fiscal, un gravamen final del 44,45 por cien para las personas de más altos ingresos).Todo esto gradualmente hasta entrar en régimen en 2018.
En suma, el acuerdo mantiene la propuesta gubernamental de pagar impuesto por renta atribuida pero ahora como uno de dos esquemas posibles, cambia el Fondo de Utilidades Tributables (mecanismo creado en 1984 que permite a las empresas pagar solo el impuesto de primera categoría y dejar pendiente el pago del adicional por repatriación de utilidades de empresas extranjeras o del global complementario hasta que la utilidad sea retirada), y contempla finalmente cuatro regímenes distintos para la tributación de utilidades de empresas: estatuto pyme que beneficia a las empresas pequeñas, renta presunta, renta atribuida y el nuevo mecanismo parcialmente integrado. No se mantuvo la depreciación instantánea por un año para las medianas y grandes empresas. A cambio, se introdujeron otros instrumentos que benefician tanto a las empresas como a las personas. Las empresas con ventas hasta unos cuatro millones de dólares y que llevan contabilidad completa, podrán deducir como gasto de su base imponible hasta el 20 por cien de las utilidades que reinvierten (con un límite de unos 170.000 dólares anuales), si están bajo renta atribuida; y hasta el 50 por cien de las utilidades que reinvierten (con el mismo límite anual), cuando opten por el régimen parcialmente integrado. Los rendimientos del ahorro hasta unos 100.000 dólares al año no pagarán impuestos mientras se mantengan en el sistema financiero.
En relación a la renta presunta, se amplían los límites de aplicación. Si en el proyecto original se contemplaba un techo parejo de unos 100.000 dólares en ventas anuales, ahora se diferencia por tipo de actividad. El límite máximo de las empresas dedicadas a transporte será de 200.000 dólares, a agricultura unos 400.000 y a minería unos 700.000. También varió el límite máximo de ventas para las empresas que pueden acogerse al régimen optativo de tributación orientado a las pequeñas y micro empresas, que permite llevar una contabilidad simplificada y la deducción inmediata como gastos de las inversiones y los inventarios, límite que pasó de uno a 2,5 millones de dólares. Los contribuyentes de este régimen que sean parte de sociedades de personas o por acciones formadas por personas naturales y empresarios individuales, tendrán la posibilidad de eximirse del impuesto de primera categoría a partir de 2017. Para el cálculo de los pagos provisionales mensuales (PPM), solo se considerarán los ingresos efectivamente percibidos de las empresas. También se extiende el pago del IVA a dos meses. En materia de bienes raíces, se establece que su enajenación no constituirá renta tributable hasta 330.000 dólares de ganancia de capital, independientemente del número de inmuebles que tenga o enajene el contribuyente. Se incluyó además un mecanismo, por un año, para repatriar capitales no declarados a una tasa rebajada. Se contempla un aumento de ocho veces el impuesto específico al tabaco, mientras las bebidas sin alcohol tendrán un impuesto base del 10 por cien y subirán al 18 en aquellas con azúcar adicional. En cuanto al impuesto a vinos y cervezas, aumentará de un 15 a un 21,5 por cien, y en el caso de los destilados como ron, pisco y güisqui, de un 27 a un 33,5 por cien.
El acuerdo generó críticas en parte del ala izquierda del conglomerado de gobierno, que consideró que se hacía más complejo el sistema de tributación a las utilidades de las empresas y se ampliaban indebidamente las exenciones sectoriales, además de incluir un sistema de blanqueo de capitales que entendían debilita la institucionalidad tributaria. No obstante, el Congreso aprobó por amplia mayoría la reforma al considerar que, en definitiva, amplíaba la tributación a las empresas y permitía financiar mayores gastos en la reforma educativa, principal promesa del gobierno de Bachelet, mientras fortalecía la tributación de algunos “males públicos” como el consumo de tabaco y el uso de automóviles particulares contaminantes.
La definición original de una nueva base tributaria sustentada en las utilidades devengadas y atribuidas a sus dueños (ya sea que se retiraran o no por estos) permitía una recaudación adicional más significativa que la resultante del acuerdo definitivo, aunque rebajaba –lo que también se mantuvo– la tasa máxima del impuesto a la renta beneficiando con 300 millones de dólares menos de pago de impuestos a unas 15.000 personas que ganan más de 10.000 dólares al mes, lo que no es una medida tributaria muy progresiva. Pero este esquema que, como todo instrumento tributario, tiene ventajas e inconvenientes –especialmente en materia de pérdida de estímulo a la reinversión de utilidades mediante autofinanciación y de complicación en la distribución de dividendos en las sociedades anónimas– terminó siendo optativo, junto a un nuevo esquema que mantiene la posibilidad de no pagar impuestos por las utilidades reinvertidas, pero que ahora ya no puede ser incluido como crédito en el pago de impuestos personales en su totalidad. De nuevo, este esquema tiene ventajas y desventajas. La cuestión es que uno de los principales objetivos de la reforma, que era cerrar las posibilidades de evasión y elusión, en la actualidad elevada, queda en una situación peor que en la legislación aún vigente. Y no se puede tampoco considerar positivo el blanqueo de capitales ni lo que “obtuvieron” transportistas, agricultores y mineros a través del aumento de los umbrales de aplicación de la renta presunta, así como la exención parcial de tributación de las pymes, que aumentó para empresas con ventas propias de entidades medianas y grandes. El incentivo a crear pymes de circunstancia aumentará.
Los críticos subrayan que las empresas mineras se las han ingeniado para que el sistema político les haya prolongado la invariabilidad tributaria hasta 2023, en circunstancias que las utilidades extraordinarias por extracción de recursos naturales con alta demanda y oferta limitada, así como las ganancias monopolísticas en otros sectores, no tienen justificación desde el punto de vista de la eficiencia y la equidad. La única pregunta pertinente respecto a la renta originada en diferencias de costes de producción por dotaciones naturales, en condiciones de escasez relativa y no en la actividad empresarial, es quién se apropia de ella y en qué proporciones: los dueños del territorio donde existe el recurso natural (la nación) o quienes lo explotan. En palabras de Humphreys, Sachs y Stiglitz (2007): “Ningún gobierno democrático puede aceptar un acuerdo en el que la corporación recibe un muy alto retorno y el país recibe migajas por su recurso natural. Las compañías deben ser compensadas de modo justo por sus inversiones, pero tasas de retorno que no guardan relación con el riesgo nunca serán aceptadas. (…) Los contratos deben especificar retornos al gobierno ante un amplio rango de escenarios de precios, costes y producción”. Exactamente lo que se seguirá no haciendo en Chile.
Con esta reforma faltará al menos un dos por cien del PIB para acercar a Chile al nivel de presión tributaria de los países de menor carga en la OCDE como Corea, por no hablar del 24 por cien del PIB de diferencia que permanecerán con Dinamarca, que algunas autoridades citan como modelo a seguir. Quedaron pendientes una tributación que compense adecuadamente al dueño del recurso minero –todos los chilenos–, una rebaja del peso del IVA; un mejor dispositivo de tributación de las utilidades de las empresas (separada de la tributación de las personas, que ha retrocedido respecto a su progresividad de 1990, cuando la tasa marginal para el tramo de mayores ingresos era del 50 por cien en vez del 35 al que lo rebaja la actual reforma) con sus correspondientes premios a la reinversión –especialmente con la menor huella de carbono por unidad producida– y a la formación de capacidades humanas.

jueves, 2 de octubre de 2014

Un presupuesto reactivador

Columna en El Líbero

El presupuesto es una herramienta poderosa tanto para regular el ciclo económico como para actuar sobre las estructuras económicas y sociales.

En el corto plazo, la política monetaria y fiscal debe actuar para cerrar las eventuales brechas de producción, es decir cuando la producción efectiva es superior o inferior a la potencial dados los recursos disponibles (estimada por un panel de expertos convocados por el ministerio de Hacienda en 4,3% para los próximos cinco años y entre 4 y 4,5% por el Banco Central). Las variaciones de la demanda agregada (en consumo, inversión, gasto de gobierno y exportaciones netas de importaciones) son la causa principal de la aparición de brechas de producción en el corto plazo. Son con frecuencia de difícil predicción y están influidas por múltiples factores, desde oscilaciones en los términos del intercambio (que afectan con a frecuencia a Chile vía precios del petróleo y del cobre) hasta variaciones del ahorro y cambios en las expectativas de ingresos futuros de consumidores y productores.

Cuando se produce menos que el potencial, cabe bajar las tasas de interés (lo que tiene además efectos en hacer más competitivo el tipo de cambio) e incrementar las disponibilidades monetarias, así como ampliar los programas de compras, gastos y transferencias gubernamentales a los consumidores o a las empresas y/o reducir impuestos. La política expansiva debe además cautelar la contención de eventuales desequilibrios externos. A la inversa, si se está produciendo más de lo sostenible en el tiempo, sobre-utilizando las capacidades existentes (lo que termina por provocar inflación por desequilibrio entre la oferta y la demanda agregada y eventualmente crea un déficit externo no financiable), el cierre de la brecha debe ser inducido mediante una política monetaria y fiscal restrictiva.

En el mediano y largo plazo, la política fiscal debe contribuir a perseguir los fines que la sociedad se ha fijado y específicamente a incidir en el PIB potencial mediante acciones estructurales que intervengan sobre: a) la cantidad y calidad de capital físico disponible (infraestructura y equipos); b) la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y su nivel de formación; c) la capacidad de extracción y uso sustentable de recursos naturales; d) el avance tecnológico y la capacidad de organización eficiente de la producción y e) el mejoramiento del entorno social e institucional en que se desenvuelven los agentes económicos. El gasto público en infraestructura, educación, salud, investigación-desarrollo y acceso a financiamiento y mercados estimula directamente el crecimiento, como también lo hacen los gastos que disminuyen los riesgos en previsión social y empleo y los que mejoran las instituciones al favorecer la toma de riesgos y la innovación. Los países que gastan poco en estas áreas tienden a ser menos prósperos y más desiguales.

Desde 2001 se optó en Chile por una regla fiscal estructural, consistente en: a) estimar los ingresos de mediano y largo plazo del Gobierno Central que derivan del crecimiento potencial de la economía y de precios claves de largo plazo, como los de las exportaciones mineras, es decir aquellos ingresos fiscales de los que se dispondría en caso que el PIB se encontrase en su nivel de tendencia y los precios del cobre y el molibdeno fuesen aquellos de largo plazo (cinco, diez y siete años respectivamente), y b) consagrar en la ley de presupuestos el nivel de gasto fiscal que permite que la diferencia entre ingresos estructurales y gasto público anual resulte ser de una determinada cuantía. Esto implica ahorrar en tiempos de bonanza (con un superávit efectivo) y des-ahorrar (con un déficit efectivo) en la parte negativa del ciclo económico, es decir una política contracíclica en vez de procíclica.

Para que esto funcione la regla debe ser creíble. Se estableció anualmente para los presupuestos de 2001 a 2007 un nivel de gasto inferior a los ingresos estructurales en un monto de 1% del PIB y así financiar déficits moderados (menores a -1% del PIB) y crear reservas fiscales cuando fuera posible. Conforme se inició el ciclo de aumento del precio del cobre y luego del creciente ahorro fiscal que derivó de la regla original, la meta de superávit estructural de 1% se cambió en 2007, no sin intensos debates, a 0,5% del PIB para 2008 y en enero de 2009 a un equilibrio estructural.

Los años de la crisis global y del terremoto indujeron mayores gastos que los previstos (con incrementos del gasto público de 16,5% en 2009 y de 6,6% en 2010) y un déficit estructural fuera de regla, dada la situación internacional excepcionalmente grave. Lo importante es que su efecto en el crecimiento fue positivo (cerca de 6% promedio en 2010-2012), con un déficit estructural plenamente justificado de -3,1% del PIB en 2009 y de -2,1% en 2010. Más aún, hubiese sido deseable acentuar la capacidad de acción contracíclica, la que resultó tardía en 2008-2009 (el plan Velasco-De Gregorio se puso en práctica recién en febrero de 2009, bastante después de la caída de Lehman-Brothers de septiembre de 2008) y no logró evitar una caída de – 1,0% del PIB, como lo hicieron todos nuestros países vecinos, los que se beneficiaron de una mejor conducción macroeconómica que la nuestra. Si se hubiera actuado antes y de manera más contundente, esta recesión podría haberse evitado (como también la de 1999, en la que también actuaron mal y tarde nuestros economistas de ideología liberal del Banco Central y del gobierno).

El déficit estructural se fue reduciendo al -1% en 2011, -0,4% en 2012 y -0,5% en 2013, es decir menos que el -1% comprometido por el gobierno de Piñera. Esto se debió a una restricción adicional, una verdadera nueva regla de inspiración ideológica: hacer crecer el gasto público menos que el PIB año a año, induciendo en buena parte la desaceleración económica que el país experimenta desde el segundo semestre de 2013 (aunque se programó para 2014 el presupuesto con un déficit estructural de -1%) y que se traducirá en un crecimiento del orden de 2% en 2014.

El desempeño reciente de la economía, con una caída importante de la demanda interna (tres trimestres seguidos de caída en términos reales desestacionalizados), hace ahora necesario un fuerte impulso monetario y fiscal. Esto se ha expresado en las rebajas de tasas del Banco Central desde diciembre pasado y ahora en el presupuesto de 2014, que se ha programado con un déficit efectivo de -2% del PIB y un déficit estructural de 1,1%. Esta es una correcta decisión, que termina de configurar una respuesta adecuada de las autoridades económicas ante la desaceleración iniciada en el segundo semestre de 2013 y estimulada por una baja ejecución presupuestaria del gobierno anterior, especialmente de la inversión pública, precisamente cuando terminaba el dinámico ciclo de inversiones mineras y el consumo declinaba. El gasto público incrementará especialmente los proyectos de infraestructura en 2015, lo que estimulará el crecimiento en el largo plazo sin comprometer la estabilidad fiscal, dejando atrás la retórica ideológica y repetitiva sobre “las malas expectativas que crean las reformas”. En la desaceleración las reformas han tenido poco o nada que ver y en la reactivación tendrán mucho que ver tanto la política monetaria como la política fiscal expansiva que han decidido correctamente impulsar las autoridades.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

¿Ciclo económico o ciclo político?

Columna en El Mostrador

Después de la dinámica recuperación de la crisis de 2009 a partir del segundo trimestre de 2010 –entre 2010 y 2012 el crecimiento promedio anual del PIB fue de 5,7%–, hacia el primer trimestre de 2013 la economía chilena inició una desaceleración. Creció sólo un 4,1% el año pasado. Desde hace un año la economía crece por debajo de su potencial, que se calcula en 4,8% anual por un panel de expertos convocado por el Ministerio de Hacienda y entre 4 y 4,5% por el Banco Central, lo que pone en tela de juicio la eficacia de la política económica para evitar una “brecha de producto” entre el producto potencial y el producto efectivo por insuficiencia de la demanda agregada. En 2013 se inició un nuevo ciclo marcado por una fuerte desaceleración de la inversión y moderada del consumo, con una demanda externa fluctuante. Salvo un repunte importante hacia fin de año, el crecimiento si situará probablemente cerca del 2%, como ha concluido el Banco Central en su drástica revaluación del crecimiento de 2014 en el Informe de Política Monetaria de septiembre de 2014.

El registro de cuentas nacionales publicado el 18 de agosto por el Banco Central dio cuenta de un crecimiento en el segundo trimestre de 2014 del PIB real en 12 meses de sólo un 1,9%, a comparar con el 2,4% del primer trimestre. La cifra desestacionalizada indica un escaso 0,2% de crecimiento en el segundo trimestre de 2014 con respecto al trimestre previo, en contraste con el crecimiento de 0,6 del primer trimestre. Cabe recalcar que el segundo trimestre de 2013 registró una leve caída del PIB respecto al trimestre anterior, se produjo un repunte en el tercero y una nueva leve caída en el cuarto trimestre del año. 

Recordemos que dos trimestres seguidos de caída del PIB configuran una recesión.

El resultado se explica desde el lado de la oferta por el débil desempeño de la mayoría de los sectores productivos. Salvo la pesca y la electricidad, gas y agua, las actividades sectoriales exhibieron caídas o bien aumentos leves. Se contrajeron las actividades agropecuario-silvícolas, la minería, la industria manufacturera, la construcción, el comercio, los restaurantes y hoteles y el transporte, sectores que en parte corresponden a producción para exportación, pero sobre todo a producción para el mercado interno.

La clave de la desaceleración de la economía no está actualmente en el sector externo sino en la demanda interna, que registra tres trimestres seguidos de caída (de los cuales dos son del gobierno de Piñera). Aunque las exportaciones cayeron en volumen en el segundo semestre de 2013, experimentaron una recuperación en el primer semestre de 2014 y son el componente de la demanda agregada que ha empujado el carro en los dos últimos trimestres, junto a… la inversión, que ha mostrado un cierto crecimiento en lo que va de 2014. Estos factores han salvado a la economía de una recesión.

Globalmente la demanda interna viene perdiendo dinamismo desde el segundo semestre de 2012, luego de una fuerte recuperación en 2010, con una inversión que tuvo una brusca caída en el segundo semestre de 2013 y un consumo que se mantuvo creciendo a tasas relativamente elevadas pero también declinantes, al punto de retroceder en el segundo trimestre de 2014. En conjunto, en el segundo trimestre de 2014 la demanda interna sufrió una caída de un -0,7% en términos desestacionalizados. La actual desaceleración es esencialmente una del consumo de los hogares.



La formación bruta de capital fijo, luego de una fuerte caída en 2009, venía creciendo a tasas de dos dígitos desde el primer trimestre de 2010 hasta el primer semestre de 2013, año en que esta variable promedió un estancamiento luego de una caída de -10% en el tercer trimestre. En el período 2010-2012 la mitad del crecimiento del PIB fue consecuencia del dinamismo de la inversión. El freno de la inversión se explica por diversos factores, en especial por la maduración del ciclo de inversión ligado a la minería, la depreciación del tipo de cambio real, que encarece los bienes de capital importados, y la caída que mostró la inversión pública en el último cuarto del año 2013, junto a un freno en la construcción. Luego de su caída de -4,2% en 2013, la inversión en maquinaria y equipo ha tendido a repuntar en el primer semestre de 2014, tal como lo registra la variación real de los flujos desestacionalizados respecto del trimestre anterior.

La minería dejó de ser el principal foco de atracción de los inversionistas extranjeros al madurar las inversiones decididas desde 2004, una vez iniciado el ciclo alcista del cobre, que llegó a cuadruplicar su precio por una demanda asiática en plena expansión y una oferta global del mineral que crece a ritmos más lentos, dados los tiempos de maduración de las inversiones. Expresión de lo anterior es que en 2013 los flujos de inversión extranjera directa hacia la minería llegaron a un monto de sólo US$ 2.295 millones, mientras en 2012 habían sumado cerca de US$ 13.000 millones. La caída de la inversión extranjera en minería se origina en la decisión de las empresas del sector de suspender nuevos proyectos de cobre en escala global, limitándose a realizar solo las más rentables. Esta conducta generalizada es producto del menor precio del cobre, muy inferior a sus niveles de tres años atrás, cuando llegó a cotizar sobre los US$ 4 la libra, junto a aumentos en los costos y caídas en las leyes del mineral.



En tanto, el consumo total creció fuertemente en 2010 luego de estancarse en la crisis de 2009 y después expandirse a tasas altas pero declinantes hasta 2013, para finalmente caer levemente en términos reales por primera vez desde 2009 (en -0,1% respecto del trimestre anterior) en el segundo trimestre de 2014. El consumo de los hogares, principal componente del consumo total, sigue básicamente el patrón de conducta descrito, mientras el volátil consumo de bienes durables (que llegó a crecer en nada menos que 39% en 2010 y todavía 13,5% en 2013) fue el principal causante del debilitamiento en el gasto de consumo de los hogares en 2014, experimentando incluso caídas en los dos primeros trimestres del año. Además, el consumo de bienes no durables y de servicios registró un brusco freno en lo que va de 2014. El consumo de gobierno creció poco en el primer trimestre y simplemente cayó en el segundo trimestre, sin que haya jugado rol contracíclico alguno, como el que activamente experimentó en la crisis de 2009.


Un perfil estilizado de la secuencia causal que explicaría la evolución macroeconómica reciente es el que sigue: al estancarse las remuneraciones reales y declinar la creación de empleo al agotarse los efectos del impulso fiscal de 2009 y el originado por el terremoto de 2010, se provoca un estancamiento del consumo de los hogares en bienes no durables y servicios (el componente de bienes durables tiene su propio ciclo con mucho mayor volatilidad) que arrastra hacia abajo, dado que es el principal componente de la demanda agregada, al PIB, la creación de empleo y las remuneraciones reales, realimentándose una espiral recesiva. La inversión evoluciona con ciclos propios y exógenos en su componente minero y su comportamiento ha resultado errático, mientras su componente de construcción y obras públicas declina, contribuyendo a deprimir el crecimiento del PIB. A su vez, éste ha sido afectado por la evolución de las exportaciones brutas y netas, primero negativamente en gran parte de 2013 y luego positivamente en lo que va de 2014, y es en todo caso una variable exógena, afectada parcialmente por el efecto precio determinado por el tipo de cambio. Como se ve, en esta secuencia no tiene nada que ver el que la Presidenta Bachelet haya decidido o no realizar reformas. Más bien se encontró con una mala fase de un ciclo económico que viene desarrollándose desde la segunda parte del gobierno de Piñera, sin que se hubiera actuado a tiempo por las anteriores autoridades.

La política económica pertinente parece ser la de concentrar los esfuerzos en reactivar el consumo sin provocar efectos colaterales indeseables, especialmente en materia de inflación y desequilibrios externos, cuyo comportamiento de corto plazo es en la actualidad más bien favorable para operar una política de reactivación.

En primer lugar, supone actuar a través de la política monetaria rebajando la tasa de interés de referencia (lo que ha venido ocurriendo y debiera intensificarse hasta niveles como los de 2009), cuyo efecto es (siguiendo en parte un modelo estándar a lo Mundell-Fleming) el de estimular la inversión, especialmente en la construcción de vivienda, y en alguna medida el consumo, directamente y a través del efecto multiplicador en empleo e ingresos que probadamente genera y, simultáneamente, inducir una cierta devaluación del peso (lo que también viene ocurriendo), con el efecto de mejorar los precios relativos de los sectores transables internacionalmente y su competitividad.

En segundo lugar, supone una política fiscal que sobreejecute presupuestariamente la inversión pública directa en lo que queda de 2014 y llegue a la brevedad a un acuerdo de reajuste anual del sector público unos cuatro a cinco puntos sobre la inflación prevista, mientras programe un presupuesto 2015 con al menos 1% de PIB de déficit estructural, dejando la meta de obtener un balance estructural para más adelante. Recordemos que el gobierno de Sebastián Piñera se propuso terminar su administración con un déficit estructural de 1%, pero en 2013 éste alcanzó un 0,5% del PIB, subejecutando el presupuesto –especialmente en inversión pública– y contribuyendo de ese modo a acentuar la desaceleración con la que se encontró el gobierno de la Presidenta Bachelet y que se habría producido aunque no se hubiera propuesto realizar reforma alguna.

jueves, 21 de agosto de 2014

Democracia y resultados: ¿cuánto durará la Nueva Mayoría?


Publicado en Voces de La Tercera


La Nueva Mayoría se constituyó paso a paso durante el gobierno de Sebastián Piñera y no es otra cosa que la agregación del PC a la vilipendiada ex Concertación. Los partidos elaboraron acuerdos en materia tributaria y de educación bastante sólidos, más progresistas por lo demás en diversos aspectos que lo que quedó establecido en el programa presidencial de Michelle Bachelet, que luego apoyaron, junto a constituir un acuerdo parlamentario. En la campaña presidencial apoyó además (algo) a Bachelet el candidato de primarias Andrés Velasco, lo que resultó en que al menos un ministro y diversos funcionarios de confianza presidencial pertenecen a su agrupación política.

La Nueva Mayoría es una coalición “en el gobierno” pero no “de gobierno”, puesto que no parece contar con reglas muy claras ni racionales de funcionamiento. Desde luego Andrés Velasco es un opositor directo y con altas dosis de mala fe en sus argumentos contra las reformas de Michelle Bachelet, pero el ministro de su sector permanece en el cargo sin pronunciarse al respecto. Por su parte, Ignacio Walker es un cuasi-opositor verbal de casi todas las políticas del gobierno, pero se dirá que si la sangre no llega al río de la falta de apoyo parlamentario a los proyectos de ley, entonces será mera retórica, incómoda pero inocua. Sin embargo, parece ser que los senadores de su partido anunciaron que no votarían por la reforma tributaria del gobierno aprobada en la Cámara y forzaron un acuerdo con la derecha y el mundo empresarial. Entonces no está claro el tenor de los acuerdos programáticos previos entre los partidos de la Nueva Mayoría, ni la naturaleza del apoyo al programa de la presidenta Bachelet, ni por qué éste es distinto a los acuerdos iniciales de los partidos ni en qué medida participar del gobierno con ministros y funcionarios implica algún compromiso discursivo y de apoyo parlamentario, con algún trabajo pre-legislativo regulado. Es una coalición con pequeñas y grandes discrepancias no zanjadas y acuerdos que no se sabe hasta dónde llegan. Y un gobierno en el que incluso la ministra de la Presidencia se permite encabezar los llamados a nominar desde ya candidaturas presidenciales partidistas, lo que manifiestamente no está en los ritmos de un gobierno de cuatro años que seguramente quisiera razonablemente al menos dos años de gestión sin debates electorales que compliquen la amplia y complicada tarea que se ha propuesto realizar.

El tema no es que en una coalición heterogénea (y que incluye nada menos que a los protagonistas chilenos de la guerra fría. el PDC entonces alineado con Washington y el PC entonces alineado con Moscú, y además financiados por ambas capitales, según consta en la documentación histórica desclasificada) haya distintas visiones y opiniones. El problema es que no se zanjan y no tienen un método previsto para hacerlo. Zygmunt Bauman diría que es una coalición “líquida”. Tanto más si se considera que, por su parte, Marco Enríquez-Ominami ofrece un apoyo político a las reformas desde fuera del gobierno y del parlamento, con el planteamiento de buscar un acuerdo para una “nueva Nueva Mayoría” constituida en base a primarias para todos los cargos en el futuro.

Así vamos, con partidos que se oponen desde dentro y partidos que apoyan desde fuera: nuestro barroquismo político sigue enriqueciéndose con nuevas facetas.

Tal vez la política chilena de hoy no tiene otra manera de existir que mediante simples acomodos variados de intereses, sin buscar demasiada coherencia ni proyección de ideas de sociedad en los asuntos públicos, en los que “no se tiene ya más recursos ni intelectuales ni morales ni motivacionales para tomarse de la mano y razonar juntos sobre formas más decentes de convivencia”, en palabras del filósofo italiano Salvatore Veca (en Non c’è alternativa. Falso, 2014). Pero este método de gestión política es inevitablemente fuente de anomia social y de futuras explosiones disruptivas y, hasta ahora, de discordancias casi cotidianas en las filas gubernamentales y parlamentarias de la coalición gobernante. Lo que es, además,  amplificado por la oposición, que pugna por traer agua a su molino y procura, con bastante éxito hasta aquí,  lograr morigeraciones sustanciales de las reformas anunciadas. Y nada menos que para que todo siga igual y la democracia deje de cumplir su función de zanjar civilizadamente diferencias mediante el principio de mayoría cautelando los derechos fundamentales.

Se podría pensar que una reforma de la política chilena debe incluir en el futuro un ejercicio distinto al que estamos acostumbrados, es decir dar el visto bueno a programas sin intención de cumplirlos y hacer promesas que luego no se llevan a la práctica, porque son inviables, porque no se cree en ellas o porque se declina la voluntad política de llevarlas a cabo en nombre de la resignación  y de un “sentido de la realidad” que se olvida de todo “sentido de la posibilidad”, en la expresión de Robert Musil en su El hombre sin cualidades, es decir de la tarea de la política de ampliar las fronteras de lo posible. Un nuevo ejercicio podría ser el de que cada fuerza política someta con claridad su visión y su programa de gobierno a los electores en primarias (con las fuerzas con mayor cercanía programática pero que deben dirimir liderazgos). En un contexto así, tal vez la inclusión más o menos mediata del progresismo de Marco Enrìquez-Ominami en la Nueva Mayoría tenga sentido. Pero lo más probable es que los DC y socialistas conservadores veten toda nueva reestructuración política y la creación de reglas de coalición más racionales. Ese escenario obligaría a que sea la primera vuelta presidencial en la que se pida la adhesión para candidatos que encarnen una visión y un programa a ser dirimidos por los electores.

Si no emerge una mayoría absoluta para alguna candidatura, las fuerzas políticas más cercanas estarían entonces llamadas a confluir en la candidatura que calificó para la segunda vuelta presidencial. Pero esto debiera hacerse de manera distinta a lo visto hasta ahora: en base a un pacto preciso y detallado de gobierno. Y no de la convocatoria presidencialista que reúne adhesiones finales canalizando esperanzas vinculadas a la distribución de cargos gubernamentales, pero que con frecuencia termina sin mayoría parlamentaria o con componendas incoherentes de geometría variable. Lo republicano sería que los partidos con cercanía suficiente confluyan en una agenda de gobierno para cuatro años en función de la cual den un apoyo presidencial de convergencia en segunda vuelta y un pleno y riguroso apoyo parlamentario a los temas pactados. Y constituyan coaliciones sólidas.

¿No será un mejor método de gobierno construir de ese modo acuerdos ciertos y privilegiar la transparencia de lo comprometido frente a los ciudadanos?  Aunque siempre está la opción de no innovar y de mantener el día a día de nuestra democracia “líquida” crecientemente deteriorada, que crea acomodos convenientes para sus actores pero que produce muy pocos de los resultados a los que aspiran los ciudadanos.

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