Debate enrarecido, reformas y revolución
El gran empresariado ideologizado sigue en su ofensiva contra las reformas del gobierno. La nueva frase del día en la Sofofa es la denuncia de un “clima antiempresarial”, que en verdad no se observa por ningún lado, en todo caso no en algún actor político o social relevante. Que se ponga coto a la deriva ultraprivatista en educación (como propone el movimiento estudiantil) o que se busque fortalecer la negociación colectiva (como propone la CUT), y que el gobierno de la Nueva Mayoría se plantee reformar la legislación en estas materias, no son más que debates y acciones propios de una sociedad abierta y democrática. Como también lo es que se discuta cómo dotar al país –para que a todos nos incluya– de un nuevo marco institucional legítimo por primera vez en su historia, que entre otras cosas otorgue un rol a la empresa para que contribuya a la prosperidad colectiva, pero también, muy primordialmente, consagre los derechos que se merecen los ciudadanos por el solo hecho de serlo.
Desde el ángulo opositor se han escuchado además afirmaciones de trazo bastante grueso, como las de un ex presidente de la UDI el 21 de octubre, para quien el proyecto inicial de reforma educacional consagra “la reforma de las cuatro E: estatiza la educación particular subvencionada, estanca la educación pública, elimina la libertad educacional y engaña a padres y apoderados”. El primer proyecto de la reforma educacional aprobado por la Cámara de Diputados no elimina la libertad de enseñanza en la educación escolar, se siguen financiando establecimientos privados sin fines de lucro y no se les exige otros objetivos que los que la actual Ley General de Educación establece. No elimina la libertad de elegir de los padres, termina con las discriminaciones de diverso tipo y establece opciones equitativas de ingreso a los establecimientos con demanda superior a la matrícula existente. El proyecto termina con el lucro en la educación escolar subvencionada, objetivo claramente incluido en su campaña por la Presidenta en ejercicio por voluntad más que mayoritaria de los ciudadanos, pero establece una remuneración razonable de los administradores de los establecimientos privados que reciben aportes públicos. Es decir, francamente nada que ver con lo afirmado por los voceros de la UDI.
Una versión opositora a las reformas con afanes más sofisticados la provee también la Sofofa: “Las vacilaciones en momentos previos a cruzar el umbral del desarrollo han causado, en muchos casos, una profunda crisis de confianza. Y algunos, estando al borde del desarrollo, han dejado que la incertidumbre los abrume y han renunciado, consciente o inconscientemente, a seguir avanzando y han vuelto por años a las garras del subdesarrollo”. Desarrollar esta narrativa está en el borde del ridículo: ¿cuáles son esos muchos casos en que se vuelve a las garras del subdesarrollo por no se sabe qué incertidumbres? La “trampa de los ingresos medios“, como se conoce en la literatura económica el tema, en realidad apunta a que los países que avanzan desde etapas iniciales de pobreza, con competitividad basada en salarios bajos y recursos naturales abundantes, a una mejor situación de ingresos promedio deben luego avanzar en reformas que les permitan fortalecer la productividad, mejorar la infraestructura y avanzar en innovación y complejización de las cadenas de valor, tareas todas en las que la misma literatura les reconoce un rol importante al gobierno y a las políticas públicas. Esto es lo que la segunda Presidencia de Michelle Bachelet está precisamente abordando…
Un viaje de estudio a Corea del Sur o haberse sumado al que se hizo a Finlandia le haría bien a la Sofofa. Podría así ampliar su confianza en que a los países innovadores menos desiguales y menos sometidos al poder económico concentrado les va mucho mejor y que la democracia –que incluye que mucha gente opine distinto de los grandes empresarios sin que por eso sean antiempresa– es una buena cosa para el desarrollo.
El gobierno no debe dejarse amedrentar por lo dicho en las comidas de gremios de empresarios politizados (¿es necesario que las autoridades asistan a estos eventos no siempre signados por la buena educación?). Ni retroceder en su voluntad de reforma, porque está en juego un mejor futuro para el país. Ni pedir perdón, como a veces queda la sensación por parte de algunos ministros, por abordar los nudos de la desigualdad y del deterioro ambiental que son inaceptables en Chile.
También está en juego la supervivencia política de la coalición gobernante. Véase Obama: su actitud de búsqueda de consensos con opositores irredentos termina siendo interpretada como debilidad, y castigada por los electores, que no rechazan los acuerdos que avanzan, pero sobre todo quieren gobiernos efectivos, con ideas claras en sus luchas y mensajes políticos y que provean seguridad en sus propósitos y realizaciones y en la identificación de los responsables que impiden avanzar.
En este dominio también se observa un clima enrarecido. Un ex presidente del PDC incluso teoriza la cuestión del siguiente modo: en la actual coalición estaría en juego un dilema entre “reformistas” y revolucionarios”. De nuevo afirmaciones extemporáneas. No se conoce en la Nueva Mayoría defensores de una opción revolucionaria, sino de políticas que apuntan a disminuir las desigualdades vía nuevos derechos sociales a lo OCDE, política industrial activa, cambios regulatorios, tributarios y de prioridades de gasto público. Este enfoque de raigambre socialcristiana y socialdemócrata enfrenta una tenaz oposición interna de tipo neoliberal, que se acomoda sin demasiados problemas con el Estado mínimo y el mercado máximo y que prefiere una economía apenas regulada y con bajos impuestos a las altas rentas, un derecho laboral laxo y sistemas con predominio privado en infraestructura, educación, salud y pensiones. Y que naturalmente encuentra detractores reformistas o transformadores, que no tiene sentido descalificar como revolucionarios, porque en rigor no lo son, en tanto encaminan su acción en las reglas de la democracia institucional.
Revolucionarios fueron los que desde los años sesenta enarbolaron banderas de cambio radical, que consideraban que no podían ser contenidas por una democracia liberal de índole excluyente y oligárquica. Recientemente se conmemoraron precisamente 40 años de la muerte en combate de quien mejor expresó esa opción en Chile: Miguel Enríquez. En efecto, un 5 de octubre hace cuatro décadas moría con las armas en la mano el médico Enríquez, a los treinta de edad, luego de haber dirigido por seis al Movimiento de Izquierda Revolucionaria y de mantenerse clandestino por uno como el hombre más buscado por la dictadura entronizada a sangre y fuego en septiembre de 1973. En mi opinión, esa fecha simboliza la caída del sueño revolucionario voluntarista que una generación, en la que me incluí siendo joven, abrazó en Chile.
Sobre Enríquez existen dos caricaturas: la del radical irresponsable que, para aquella parte irremediablemente tanática y criminalmente fanática de la sociedad chilena, fue simplemente bien asesinado por las balas de la DINA, o bien la del valiente y consecuente que murió en su ley, sin consideración de sus opciones políticas y su necesario balance.
Miguel Enríquez encarnó una parte de las dinámicas de una época y, con la perspectiva histórica, no la peor. Fue uno de los que hizo suyo un sueño de cambio revolucionario inmerso en los impulsos de los años sesenta y sus rupturas libertarias, de la revolución cubana y la gesta latinoamericana guevarista, del mayo del 68 francés, de la reacción antiautoritaria luego de la invasión soviética a Checoslovaquia, del rock y su nueva estética. Y también de la dinámica de cambios que recorrió a una sociedad chilena inmersa gravemente en la desigualdad y la pobreza, dominada por oligarquías agrarias retrógradas y burguesías urbanas rentistas. Jorge Ahumada en los años cincuenta resumió muy bien el diagnóstico y el desafío: había que construir un nuevo Chile “en vez de la miseria”.
Enríquez tuvo razón histórica al señalar que los intentos de desplazar del poder a la oligarquía tradicional y nacionalizar los recursos naturales, si se llevaban hasta sus últimas consecuencias, provocarían reacciones internas, las de los afectados, y externas, las de Estados Unidos en la época de la Guerra Fría, que culminarían en el fin de la democracia y una dictadura militar, como ya había ocurrido en Brasil. Es decir, en un trágico callejón sin salida. Menos razón tuvo en desarrollar una estrategia autónoma de acumulación de fuerzas rupturistas conducida por un nueva vanguardia de cuadros revolucionarios, aunque había buenos fundamentos para el rechazo a lo que entendía era una DC comprometida con Estados Unidos en la Guerra Fría y a una dirigencia de la izquierda que pensaba, en su rama socialista, que no tenía real voluntad de impulsar cambios, aunque siempre respetó a Allende, o bien, en su rama comunista, se subordinaba a la URSS. La nueva fuerza revolucionaria debía convocar bajo su férrea conducción no sólo a la clase obrera tradicional sino también a los que llamaba “los pobres del campo y la ciudad”. El gobierno de Frei cometió el error de empujar al MIR a la clandestinidad y éste el error de realizar acciones armadas propagandístiscas y de financiamiento, aunque nunca atentados a personas, en un país que por el contrario necesitaba fortalecer una democracia cada vez menos oligárquica y más amenazada por la oligarquía.
Un visionario, que por entonces se retiraba de la política, Eugenio González Rojas, había planteado en 1947 que el socialismo debía ser revolucionario por sus fines y democrático por sus métodos, y que los métodos debían escogerse para nunca desnaturalizar los fines emancipatorios perseguidos. Y había propuesto en 1958 no someterse a la Guerra Fría y convocar a las fuerzas que pusieron a la derecha en franca minoría y representaron Frei, Allende y Bossay en la, en ese entonces, reciente elección presidencial, que estuvo muy cerca de dar el triunfo a Allende. Planteó la necesidad de la convergencia de las que denominó “fuerzas de avanzada social”, aquellas que se dividieron, fracturaron y compitieron entre sí en medio de la ley de hierro de la Guerra Fría global, y no supieron acometer su tarea histórica de darle continuidad y coherencia democrática a la demanda de reformas de la sociedad chilena ni mantener a raya el poder de la derecha y los intereses oligárquicos que representaba.
Miguel Enríquez, Luciano Cruz y su equipo de jóvenes revolucionarios no se dieron cuenta de que la demanda por cambio social se encaminaba en realidad al triunfo en las urnas de Salvador Allende y su coalición y no a la expansión de la lucha social con componentes armados que desbordaría y desmontaría las instituciones obsoletas y construiría una democracia de base.
La democracia representativa era la que debía, por el contrario, ser definida como el continente necesario e irrenunciable del cambio socialista, complementada, eso sí, por formas de democracia directa. Enríquez se adaptó en 1970, se puso al servicio de la seguridad personal de Allende y mantuvo un diálogo permanente con él, insistiéndole en que debía acumular fuerza social –el “poder popular”– y en el mundo de los soldados de las Fuerzas Armadas mediante un programa radical y la neutralización del golpismo militar en el generalato. Entendía que se lograría así resolver favorablemente un quiebre de la democracia que la alianza Nixon-DC freista-derecha provocaría ineluctablemente. Allende prefirió avanzar en su programa sin hacerlo más radical, que de suyo lo era ampliamente, y buscó entenderse con la jerarquía militar, sin intervenirla, siguiendo invariablemente las tradiciones republicanas, a riesgo de dejar crecer la conspiración y privilegiando por sobre todo evitar una guerra civil. Trabajó incansablemente para construir una salida política y obtener un acuerdo con la DC, sin lograrlo, especialmente por la intransigencia e incredulidad de Frei. En todo caso, Enríquez se negó, en las ocasiones en que pudo hacerlo –según los testimonios directos existentes– a sustraer armas desde regimientos y no boicoteó el diseño de Allende de buscar una salida democrática a la crisis mediante un plebiscito que sería anunciado el 11 de septiembre de 1973. Estaba informado de su anuncio por el Presidente, por lo cual había desactivado la alerta antigolpista del MIR. Combatió como pudo el 11 de septiembre, con muy poco, y de nuevo se puso a disposición de Allende. Pero ya la tragedia se había desencadenado.
Luego del golpe, Enríquez jugó –a pesar de la opinión de sus compañeros de la dirección del MIR– lo que entendía debía ser su rol: quien había empujado la opción revolucionaria debía permanecer personalmente resistiendo en Chile, poniéndose al frente de su gente en la tradición de la FAI de Buenaventura Durruti y de la guerrilla de Ernesto Guevara. Este fue un error respetable en su inspiración de consecuencia ejemplar, pero políticamente inconducente y que no contribuyó a sortear la masacre de centenares de sus compañeros en las peores condiciones que había decidido realizar, sin tasa ni medida, la dictadura de Pinochet, y se expuso con arrojo a su propia digna muerte.
A la generación a la que le tocó retomar las diezmadas banderas de la izquierda, nos influyó este trágico desenlace. El balance temprano de unos cuantos, entre los que me cuento, fue el de retomar el enfoque de Eugenio González. Nos propusimos, con éxito, reunificar a las “fuerzas de avanzada social”, afianzar una lucha social y política contra la dictadura y no una lucha militar legítima pero inconducente y que prefiguraría, en el caso de remota probabilidad de triunfar, lógicas militaristas y autoritarias que nada bueno augurarían para la construcción de un socialismo democrático y libertario, como nos enseñaba la experiencia histórica de varias revoluciones radicales y, en la época, la de los Khmers Rojos en Camboya. Se llegó así, después de un largo, doloroso y complejo proceso, a otro 5 de octubre, el de 1988, y a las luces y sombras de la nueva etapa que se abrió en la historia de Chile y que sigue en curso con retrocesos y avances y recientemente con renovadas potencialidades para el cambio social.
Las fuerzas representadas en la Nueva Mayoría que no le gustan al mencionado ex presidente del PDC son parte de ese enfoque y no del enfoque revolucionario voluntarista, que ya no tiene expresión política sustantiva en Chile y, en todo caso, no forman parte de la coalición de gobierno. Pero las diversas fuerzas progresistas sí se proponen, con mayor o menor consistencia e insistencia, lograr un nuevo proceso constituyente para lograr cambios en la estructura social e institucional, es decir, una democracia social, participativa y libertaria, objetivos transformadores que son los que en realidad suscitan las resistencias de allá y acá que han sido objeto de este comentario.
Se puede conjeturar que el mencionado ex presidente del PDC se propone con sus distinciones volver a la idea de “coalición chica”, que agrupe a un PDC sin progresismo y aliada a algo de izquierda, pero subordinada. Para esa tarea en la izquierda, desgraciadamente, no faltan candidatos, aunque sea explicable, dado que representa al mundo de los subordinados en todas sus variantes. Incluyendo algunos que quedan bien reflejados en la descripción, que acabo de leer, de Mitch McConnell, nuevo jefe de la mayoría republicana en el Senado de Estados Unidos, realizada por el demócrata de Kentucky en The Atlantic: “Es como un molino de viento. Va en el sentido del viento. No tiene ningún valor. Busca el reconocimiento, no hacer nada en particular”.
Pero también existe la izquierda con proyecto (libertario culturalmente, emancipatorio socialmente y sustentable ambientalmente), hoy cada vez más dispersa pero potencialmente dotada de razón estratégica, abierta a las alianzas pero no subordinada a los poderes constituidos, que ha podido hacer no pocas cosas con el PDC cuando ambas fuerzas han podido compartir proyectos de cambio progresista para Chile. Ojalá sigan haciéndolo, dando cuenta de las demandas de cambio presentes en la sociedad. Que para eso están. O debieran estar.
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