Hacia un cambio de folio en energía
La magnitud y persistencia del rechazo al proyecto HidroAysén provocan una cierta consternación en el mundo de la empresa y de la tecnocracia, y de paso en el gobierno, que actualmente vienen siendo más o menos lo mismo. Falta de información, en el mejor de los casos, desinformación (mal) intencionada, en el peor: la respuesta estándar es que los que protestan y los que se oponen “no entienden”. Y que habrá que seguir adelante sin cambiar nada.
Solo se ha escuchado tenuemente desde las autoridades en los temas de energía la idea de la “inviabilidad política” de persistir en la energía nuclear. Como estamos en Chile, nunca nadie dijo que se había tomado la opción de promoverla, pero más allá de los eufemismos en eso estaban (“estudiándola”) Zanelli y Tokman y luego Piñera y Golborne. Ahora nadie asume expresamente su eventual abandono, solo se insinúa, aunque no sin dejar puertas abiertas por si en el futuro se reabren ventanas de oportunidad. Desde el campo corporativo y tecno-burocrático se ha sostenido que lo de Fukushima está siendo exagerado. Que no hay ningún muerto por radiación directa y que otras fuentes de energía son mucho más mortíferas, como el carbón y sus miles de víctimas por explosiones.
A pesar de su sentido común, estas afirmaciones no consideran que, como observa Stéphane Foucart, el accidente japonés no es ya solo industrial, es un “accidente de civilización”. Desde el siglo 19, Occidente se ha afirmado como la civilización tecnocientífica por excelencia, con impresionantes resultados en la innovación tecnológica como motor económico. Pero cometió el error de asimilarlo unívocamente al progreso humano, con la promesa de dominio sobre la naturaleza y de bienestar material creciente, justificando incluso las desigualdades y hasta la ausencia de libertades. El progreso técnico descontrolado terminó primando por sobre cualquier otra consideración ética, política, social o cultural.
Con el drama japonés se ha roto en alguna medida esa promesa y aumentado la desconfianza hacia creaciones científicas que pueden escapar al control humano. Y ahora Fukushima es el nuevo símbolo de las limitaciones humanas, con super especialistas que no logran prever cosas bastante simples como mantener energía de respaldo para refrigerar reactores ante un tsunami. Una cultura tecnológica avanzada como la de Japón no logró impedir que el norte de ese país esté ahora bajo la amenaza de partículas invisibles e incontrolables que emiten radiaciones tóxicas y que se dispersan según los vaivenes de los vientos y las mareas, con vastas áreas deshabitadas en estado fantasmal. Y no ha logrado que los creadores de los reactores puedan retomar su control: por ahora nadie puede acercarse a ellos bajo amenaza de muerte, dotados como están de una suerte de autonomía por varios meses y a más de dos mil grados de temperatura. Un terremoto, una tempestad, una explosión de grisú, son accidentes de la naturaleza dramáticos pero con los que más o menos se convive en tanto se entienden como fatalidades. Convivir con tecnologías y creaciones humanas que se pueden descontrolar es menos aceptable, ya sea desde los recónditos temores irracionales o desde el muy racional principio de precaución. La energía nuclear va dejando de ser una tecnología que sea posible de concebir como una aliada por las sociedades humanas.
Algo semejante es lo que empezó a ocurrir en Chile con las megacentrales hidroeléctricas, que dejan de entenderse como aliadas para la generación limpia y barata de electricidad. Se entienden, y eso no es “desinformación” sino una valoración social legítima, como portadoras de la destrucción local irreversible de un medio ambiente digno de preservarse y como factores de alteración de miles de kilómetros de paisaje. Más aún, con todos sus medios propagandísticos Hidroaysén ha logrado ser la expresión de la arrogancia tecnocrática que la sociedad rechaza. Y también de un cierto engaño: súbitamente las objeciones a los embalses por parte de los servicios especializados -lo que al menos el gobierno anterior había respetado con creces- desaparecen con el cambio de administración. Se persiste en evaluar separadamente y más adelante el sistema de transmisión, como si no se tratara de un mismo proyecto. Y ocurre que a los chilenos, que como sabemos son bastante desconfiados, no les gusta que los engañen, ni menos grandes empresas que en este ámbito, como en muchos otros, campean sin contrapesos reales. Muchos chilenos no conocen el detalle del proyecto Hidroaysén, pero conviven diariamente con los grandes o pequeños abusos de los prestadores privados de servicios y presumen que probablemente la situación es aquí semejante: las grandes empresas involucradas hacen más o menos lo que quieren.
Nadie cuestiona que la hidroelectricidad es una opción válida si se desarrolla con turbinas de pasada o bien se sustenta en embalses razonables que no alteren brutalmente los ecosistemas y las culturas originarias; si utiliza líneas de transmisión que no destruyan patrimonios naturales considerables; si se asocia al desarrollo local. Lo que definitivamente no es una opción respetable es seguir tratando a los chilenos como ciudadanos que “no entienden”, o reprochar a los críticos eventuales “apoyos extranjeros” cuando la empresa bajo crítica es sumamente extranjera. Y sobre todo cuando se desecha con argumentos baladíes las energías no tradicionales y se mantiene a los hogares y a las empresas sometidas a una de las energías eléctricas más caras del mundo.
Nuestros tecnócratas debieran al menos partir por reconocer en este aspecto su fracaso si quieren volver a ser escuchados por la opinión pública: tenemos una energía cada vez más cara y más contaminante. Y no seguir con la falacia de los costos: el falso mito de que la producción eléctrica con nuevas energías renovables es más cara que la procedente de energía nuclear o de combustibles fósiles. En particular, si incluimos en los costos de producción nuclear y en las mega represas los efectos de la construcción, el procesamiento de residuos, los seguros de responsabilidad civil y de daños ocasionados por desastres y el valor de los paisajes dañados, estas energías resultan ser mucho más costosas que otras opciones menos dañinas ambientalmente. Su costo debe compararse con la generación eléctrica con diesel. mucho más cara que la que resultaría de incorporar opciones renovables.
Solo se ha escuchado tenuemente desde las autoridades en los temas de energía la idea de la “inviabilidad política” de persistir en la energía nuclear. Como estamos en Chile, nunca nadie dijo que se había tomado la opción de promoverla, pero más allá de los eufemismos en eso estaban (“estudiándola”) Zanelli y Tokman y luego Piñera y Golborne. Ahora nadie asume expresamente su eventual abandono, solo se insinúa, aunque no sin dejar puertas abiertas por si en el futuro se reabren ventanas de oportunidad. Desde el campo corporativo y tecno-burocrático se ha sostenido que lo de Fukushima está siendo exagerado. Que no hay ningún muerto por radiación directa y que otras fuentes de energía son mucho más mortíferas, como el carbón y sus miles de víctimas por explosiones.
A pesar de su sentido común, estas afirmaciones no consideran que, como observa Stéphane Foucart, el accidente japonés no es ya solo industrial, es un “accidente de civilización”. Desde el siglo 19, Occidente se ha afirmado como la civilización tecnocientífica por excelencia, con impresionantes resultados en la innovación tecnológica como motor económico. Pero cometió el error de asimilarlo unívocamente al progreso humano, con la promesa de dominio sobre la naturaleza y de bienestar material creciente, justificando incluso las desigualdades y hasta la ausencia de libertades. El progreso técnico descontrolado terminó primando por sobre cualquier otra consideración ética, política, social o cultural.
Con el drama japonés se ha roto en alguna medida esa promesa y aumentado la desconfianza hacia creaciones científicas que pueden escapar al control humano. Y ahora Fukushima es el nuevo símbolo de las limitaciones humanas, con super especialistas que no logran prever cosas bastante simples como mantener energía de respaldo para refrigerar reactores ante un tsunami. Una cultura tecnológica avanzada como la de Japón no logró impedir que el norte de ese país esté ahora bajo la amenaza de partículas invisibles e incontrolables que emiten radiaciones tóxicas y que se dispersan según los vaivenes de los vientos y las mareas, con vastas áreas deshabitadas en estado fantasmal. Y no ha logrado que los creadores de los reactores puedan retomar su control: por ahora nadie puede acercarse a ellos bajo amenaza de muerte, dotados como están de una suerte de autonomía por varios meses y a más de dos mil grados de temperatura. Un terremoto, una tempestad, una explosión de grisú, son accidentes de la naturaleza dramáticos pero con los que más o menos se convive en tanto se entienden como fatalidades. Convivir con tecnologías y creaciones humanas que se pueden descontrolar es menos aceptable, ya sea desde los recónditos temores irracionales o desde el muy racional principio de precaución. La energía nuclear va dejando de ser una tecnología que sea posible de concebir como una aliada por las sociedades humanas.
Algo semejante es lo que empezó a ocurrir en Chile con las megacentrales hidroeléctricas, que dejan de entenderse como aliadas para la generación limpia y barata de electricidad. Se entienden, y eso no es “desinformación” sino una valoración social legítima, como portadoras de la destrucción local irreversible de un medio ambiente digno de preservarse y como factores de alteración de miles de kilómetros de paisaje. Más aún, con todos sus medios propagandísticos Hidroaysén ha logrado ser la expresión de la arrogancia tecnocrática que la sociedad rechaza. Y también de un cierto engaño: súbitamente las objeciones a los embalses por parte de los servicios especializados -lo que al menos el gobierno anterior había respetado con creces- desaparecen con el cambio de administración. Se persiste en evaluar separadamente y más adelante el sistema de transmisión, como si no se tratara de un mismo proyecto. Y ocurre que a los chilenos, que como sabemos son bastante desconfiados, no les gusta que los engañen, ni menos grandes empresas que en este ámbito, como en muchos otros, campean sin contrapesos reales. Muchos chilenos no conocen el detalle del proyecto Hidroaysén, pero conviven diariamente con los grandes o pequeños abusos de los prestadores privados de servicios y presumen que probablemente la situación es aquí semejante: las grandes empresas involucradas hacen más o menos lo que quieren.
Nadie cuestiona que la hidroelectricidad es una opción válida si se desarrolla con turbinas de pasada o bien se sustenta en embalses razonables que no alteren brutalmente los ecosistemas y las culturas originarias; si utiliza líneas de transmisión que no destruyan patrimonios naturales considerables; si se asocia al desarrollo local. Lo que definitivamente no es una opción respetable es seguir tratando a los chilenos como ciudadanos que “no entienden”, o reprochar a los críticos eventuales “apoyos extranjeros” cuando la empresa bajo crítica es sumamente extranjera. Y sobre todo cuando se desecha con argumentos baladíes las energías no tradicionales y se mantiene a los hogares y a las empresas sometidas a una de las energías eléctricas más caras del mundo.
Nuestros tecnócratas debieran al menos partir por reconocer en este aspecto su fracaso si quieren volver a ser escuchados por la opinión pública: tenemos una energía cada vez más cara y más contaminante. Y no seguir con la falacia de los costos: el falso mito de que la producción eléctrica con nuevas energías renovables es más cara que la procedente de energía nuclear o de combustibles fósiles. En particular, si incluimos en los costos de producción nuclear y en las mega represas los efectos de la construcción, el procesamiento de residuos, los seguros de responsabilidad civil y de daños ocasionados por desastres y el valor de los paisajes dañados, estas energías resultan ser mucho más costosas que otras opciones menos dañinas ambientalmente. Su costo debe compararse con la generación eléctrica con diesel. mucho más cara que la que resultaría de incorporar opciones renovables.
Las energías renovables no convencionales, de las que Chile está privilegiadamente dotado, deben ser la base de la transición hacia un nuevo modelo energético sustentable y limpio. Ese es el enfoque que debiera tomar el gobierno y no seguir imponiendo proyectos porque "así lo quiere el mercado". Peor aún, Golborne ha rebajado completamente el compromiso de 20% de generación con Energías Renovables No Convencionales en 2020 tomado por Piñera: “menos del 3% de la energía proviene de la Energías Renovables No Convencionales, y menos del 4% de los proyectos en construcción son de ENRC. Por ello, espero al terminar el mandato poder decir señores el 15% a 20% de los proyectos de generación eléctrica son renovables no convencionales". Con ese tipo de declaraciones, siendo notable el “por ello” y el "espero", no es de extrañar que tantos chilenos estén en la calle protestando contra HidroAysén, pues los ministros están para tomar decisiones conducentes a cumplir los compromisos adquiridos o bien para hacerse cargo de su modificación.
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