La invasión a Ucrania y las alineaciones internacionales

En El Mostrador

Al condenar el intervencionismo norteamericano en América Latina, incluyendo el golpe de Estado de 1973 en Chile, así como el bloqueo por décadas a Cuba y desde 2019 a Venezuela, hay quienes creen que su deber es, además, apoyar todo lo que se oponga a Estados Unidos. La animadversión antinorteamericana, emocionalmente comprensible para todo chileno de izquierda, no debe llevar a desvaríos sin sentido, como la condescendencia con el actual arco de alianzas de la autocracia neoimperial rusa, incluyendo a las teocracias de Irán y Afganistán. Hay quienes incluso se suman a Vladimir Putin en su crítica cultural global a los países occidentales, olvidando que tanto la democracia como el socialismo y el progresismo son creaciones sociales e intelectuales que provienen de esos países. Para algunos prevalece el “cualquier cosa menos Estados Unidos” y su consecuencia mecánica: alinearse con los Maduros, Ortegas, Putines y Ayatolas de este mundo.

Aclaro que comparto la visión de quienes se han opuesto desde siempre a las políticas imperiales norteamericanas, incluyendo la que Estados Unidos ha mantenido desde la doctrina Monroe y el corolario Roosevelt hacia América Latina, que le llevó a emprender múltiples invasiones y a destrozar democracias como la chilena. Pero esta visión no es ni “anti” ni “pro” norteamericana per se, sino que juzga los temas internacionales caso a caso desde la no alineación y se orienta por la Carta de las Naciones Unidas, la voluntad de preservación de la paz entre las naciones, de la dignidad de la vida y el respeto por la autodeterminación de los pueblos.

Resulta, entonces, totalmente incongruente desde esa perspectiva apoyar a Vladímir Putin en su invasión a Ucrania hace un año. Se trata de un líder reaccionario, aliado a los grupos de oligarcas que dominan la economía, que reivindica a los zares y la Gran Rusia imperial y que ahora ha invadido un territorio como Ucrania que considera propio, a pesar de que Rusia reconoció expresamente su independencia y sus fronteras al firmar los tratados de 1994 y 1997.

El reproche antinorteamericano y antieuropeo en este caso es que el colapso interno de la Unión Soviética en 1991 indujo influencias occidentales ilegítimas sobre naciones históricas que recuperaron su independencia, como los países bálticos (Lituania, Estonia, Letonia, soberanos desde 1918) y Moldavia, integrados a la URSS en 1940 después del Pacto Mólotov-Ribbentrop de 1939, más Bielorrusia y Ucrania, en el oeste próximo a Europa, Azerbaiyán, Armenia, Georgia, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kazajistán, Kirguistán  el sur del Cáucaso y el este cercano a Asia. Y sobre otras que dejaron de ser tuteladas por la URSS, como ocurría desde la segunda guerra mundial, como Polonia, Hungría (invadida en 1956), Bulgaria, Checoeslovaquia (invadida en 1968 y que se dividió en Chequia y Eslovaquia), Rumania y diversas nuevas naciones de los Balcanes, que se sumaron en los años siguientes a la Alianza Atlántica compuesta por Europa Occidental y Estados Unidos, fraguada en la guerra fría contra la URSS. Pero esos países lo hicieron en uso de su soberanía recuperada y luego del pronunciamiento democrático de sus pueblos, sin mediar invasiones ni nada semejante. Los alegatos rusos sobre una influencia imperial histórica chocan contra el principio de autodeterminación de los pueblos.

No obstante, uno de los componentes no formales del nuevo equilibrio era que la presencia militar de la OTAN no debía extenderse a Ucrania ni a Bielorrusia, por su cercanía geográfica con la nueva Federación Rusa, a pesar de que ambos países fueron fundadores de Naciones Unidas como Estados independientes (aunque en la práctica no soberanos). La contrapartida del reconocimiento ruso de la soberanía ucraniana, incluyendo la península de Crimea, fue el retiro de los arsenales nucleares (un tercio de los existentes entonces en el mundo). Bielorrusia ha mantenido un régimen autoritario prorruso, pero Ucrania se inclinó al cabo del tiempo por buscar integrarse a la Unión Europea, lo que esta entidad demoró, hasta hace poco tiempo, para mantener una perspectiva de entendimiento paneuropeo con Moscú, mientras Alemania desarrolló una completa dependencia del gas ruso y múltiples relaciones económicas con Rusia, hoy puestas en cuestión por la invasión a Ucrania. La OTAN, en todo caso, no consideró ni considera hoy la inclusión de Ucrania en esa alianza militar para preservar un eventual entendimiento futuro con Rusia.

Ucrania vivió una crisis política en 2014 y una represión sangrienta de las manifestaciones populares proeuropeas, que culminó con la fuga no muy digna a Moscú del presidente prorruso, con una rápida normalización posterior de la democracia ucraniana en medio de una guerra interna con las provincias separatistas del este del país apoyadas por Rusia, hoy anexadas por la fuerza. Putin considera que nada de esto es expresión de una voluntad popular que se ha inclinado soberanamente hacia la pertenencia a Europa, sino un golpe de Estado promovido por los servicios secretos occidentales. Y decidió que iba a considerar a Ucrania en su conjunto, y no solo el este, como territorio histórico ruso a ser reconquistado y anexado progresivamente mediante el uso de la fuerza, desconociendo los tratados firmados después del fin de la Unión Soviética.

Esto no solo pone a Rusia contra el derecho internacional, y ha llevado a Finlandia y a Suecia a abandonar su neutralidad para incorporarse a la OTAN, fortaleciéndola, sino que vuelve a poner la guerra en Europa como método de resolución de las ancestrales y sangrientas disputas territoriales. A la vez, afianza la alianza entre Estados Unidos y Europa y liga el destino de Rusia a China, de la que pasará a depender en muchas dimensiones, empezando por la venta de su petróleo y gas. El sentido estratégico de este enfoque para Rusia es al menos discutible.

Putin divide ahora, además, al mundo en dos: “el de los valores tradicionales y el de los valores neoliberales”, en su búsqueda de alianzas con Irán y Turquía. Califica a la cultura occidental como “depravada” y rechaza el matrimonio igualitario y los colectivos LGTBI, que tienen en Rusia la prohibición legal de expresarse. En su último discurso a la nación, Putin ha llegado a decir: “Mirad lo que están haciendo con sus propios pueblos. La destrucción de la familia y de la identidad cultural y nacional. La perversión, el abuso de los niños, incluso la pedofilia, son norma, norma de vida. Y los sacerdotes son obligados a bendecir matrimonios entre personas del mismo sexo”. Rara vez se escuchan discursos tan reaccionarios en un jefe de Estado.

Los de la izquierda prorrusa contestan con el antiguo expediente de desplazar el argumento: más allá de Putin, lo que pasa es que Zelenski es un “neonazi” y por eso se justifica que Ucrania sea invadida. Esto es ridículamente falso, tratándose de un presidente emanado de elecciones libres, ruso parlante y proeuropeo, con un parlamento pluripartidista que lo controla, incluyendo partidos prorrusos. Es además un judío con parte de su familia exterminada en el Holocausto y cuyo abuelo fue un coronel del Ejército Rojo que luchó contra los nazis, al que Zelenski rindió homenaje como primer acto de gobernante. Y si lo fuera, lo que manifiestamente no es el caso, no se puede considerar como una causal para invadir a otro país y anexar partes de su territorio. Hoy Italia es gobernada por una mujer de ideología neofascista, pero eso no quiere decir que entonces ese país deba ser invadido.

Más vale usar un cierto método para orientarse en estos asuntos: estar siempre más cerca de los gobiernos democráticos, por imperfectos que sean, antes que de las dictaduras, como sea que se autodenominen, pues las dictaduras terminan invariablemente con la dominación ilegítima de una minoría sobre sus pueblos. Se puede admitir casos en que los países deban defenderse de agresiones y restringir algunas libertades temporalmente. Y también que es muy problemático que en diversas democracias gobiernen establemente sendas plutocracias capitalistas, como es en buena medida el caso de Estados Unidos, con una frecuente lógica de expansionismo económico agresivo.

Pero esas democracias incluyen una dinámica que, al elegir a los gobernantes de manera competitiva, logra límites a la sola búsqueda de hegemonía (la descolonización europea, los acuerdos de desarme nuclear, la normalización de Estados Unidos con China o el reciente intento de distensión de Obama con Cuba son ejemplos, aunque nunca exentos de consideraciones estratégicas). E internamente permiten mantener la separación de poderes para una cierta garantía de los derechos fundamentales de la ciudadanía, ir avanzando en la paridad de género, el respeto a las minorías, a las diversidades humanas y a las diferentes culturas, junto a dotar de sistemas de protección a los que viven de su trabajo.

Más cercanas aún se pueden considerar las democracias que han construido Estados de bienestar y mecanismos de redistribución de los ingresos y la riqueza, es decir, socializan aspectos de la vida en común para un mayor bienestar de la mayoría social. Y todavía mejor si avanzan ahora a la preservación de la naturaleza y la lucha contra el desorden climático, lo que no es el caso de Rusia y lo es de manera insuficiente en el de China. Esa es una escala de simpatías internacionales que podría ser digna de utilizarse.

Mencionemos, además, que ser parte de una nación independiente conlleva el derecho a no subordinarse a ninguna otra nación en particular, lo que se traduce en la idea de la no alineación como fundamento de la política exterior. No obstante, esta debe ser activa en la defensa de principios universales. Si bien cultivar las raíces propias tiene sentido, lo que lleva a propiciar en nuestro caso la cooperación latinoamericana, la condición humana y la defensa de su dignidad son, más allá de fronteras, de carácter universal.

Comentarios

Entradas populares