Desconfiar de la lectura, otra pasión triste
En estos días dos comentaristas de El Mercurio (uno de los cuales se refirió alguna vez públicamente sobre su fallecido dueño como "don Agustín", lo que retrata su talante) han llegado al extremo de insinuar que la lectura del proyecto de nueva Constitución podría confundir a quienes la acometan. No estarían en condiciones de "descubrir las falencias y errores que este texto incluye" (Warnken) y su "sectarismo e intolerancia" (Lucía Santa Cruz).
Desde luego, sin caer en el positivismo jurídico, lo primero que cabe recalcar es que no hay nada más literal que las normas constitucionales y legales, cuya interpretación debe considerar en primer lugar ese tenor, como enseñara Andrés Bello. Para pronunciarse el 4 de septiembre de manera cívica, la lectura del proyecto no puede ser sino recomendable. Ver en muchas partes a personas leyendo el proyecto constitucional es ilustrativo de las virtudes cívicas que permanecen como legado de la historia política nacional.
¿Qué ha pasado en Chile, por contraste, como para que seudo intelectuales hayan terminado escribiendo semejantes afirmaciones feudales desconfiando de la lectura? ¿O que desde la política la derecha cuestione al gobierno por imprimir el texto que se va a votar? ¿Y que el contralor se haya permitido insólitamente prohibir al Presidente de la República expresar su opinión sobre el proyecto de nueva Constitución, violando un derecho fundamental de cualquier persona en una sociedad democrática, que en este caso es, además, la máxima autoridad política del Estado?
La discusión constitucional remite en definitiva a la sociedad en que queremos vivir y a su estructura instituida de derechos, deberes y funcionamientos de los órganos públicos. Desconfiar de la capacidad de la ciudadanía común para leer y discernir lo que se propone -cada cual libremente, pues no hay nada más libre que la lectura, en circunstancias que los asalariados mercuriales de marras son los que han mostrado los mayores problemas de comprensión de lectura- es a estas alturas parte de una de las peores pasiones tristes presentes en nuestra sociedad: el clasismo.
Esta es la pulsión de quienes se sienten superiores y llamados a enunciar lo "verdadero" y lo "correcto" sin que nadie les haya otorgado semejante título, salvo ellos mismos por sentirse parte de algún grupo privilegiado. En una democracia soberana y laica, en la que existe la libre circulación de ideas -aunque con un aplastante predominio de los medios conservadores financiados por el gran empresariado- no hay tal cosa como una separación entre "los que saben" y "el vulgo" para decidir cómo queremos vivir y qué suerte le reservamos a las nuevas generaciones. La autodeterminación de la opinión, con todos sus problemas cognitivos y presencia de prejuicios y emociones, es consustancial a las sociedades modernas y democráticas y Chile, a su manera, lo es.
Hasta aquí este clasismo había permanecido relativamente en retroceso en la esfera pública, probablemente por la lenta construcción cultural desde el siglo de las luces y su influencia en nuestro continente, que fue disolviendo el paternalismo rural tradicional y su fuente primordial, el analfabetismo. Tal vez no ha sido ajeno a ese lento caminar el que nuestras principales figuras culturales, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, provengan de las raíces de la tierra y de su gente y no de las minorías dominantes, cuya pachorra de clase tiene harto poco fundamento. De paso, mencionemos que Vicente Huidobro, que provenía de una familia de terratenientes, lo primero que hizo fue romper de por vida con su medio de origen, al que despreciaba. También es posible conjeturar que las vergonzosas escenas de quema de libros de septiembre de 1973 podían haberse procesado como expresiones primitivas inexcusables.
Pero no, el debate constitucional ha vuelto a desencadenar las pulsiones más descalificadoras y despectivas hacia la gente común por parte de seudo ilustrados, que ahora se espantan porque la ciudadanía quiere leer lo que va a votar, a favor o en contra. Se trata de un momento de resquebrajamiento del muro cultural que contiene las pulsiones más agresivas de una parte de las categorías sociales privilegiadas (o de quienes aspiran a pertenecer a ellas) que temen perder cualquier parcela de poder -o expectativa de poder- en una sociedad hiperjerarquizada como la chilena. Esto no impedirá seguir el camino establecido por el proceso constituyente, a pesar de todos los intentos (incluyendo un tardío diseño de acuerdo para reescribir la propuesta constitucional de la Convención desde el actual parlamento), es decir el del libre pronunciamiento del pueblo el próximo 4 de septiembre, día simbólico de la República.
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