jueves, 30 de junio de 2016

¿Pueden converger Mercosur y la Alianza del Pacífico?

Publicado en Revista de Economía Exterior de España
Los países del Pacífico son puentes naturales de comercio desde y con Asia, pero el corazón de los intercambios no puede hacer abstracción de Brasil y Argentina. La confluencia entre Mercosur y la Alianza para el Pacífico es, en este sentido, inevitable a mediano y largo plazo.
La América hispana perdió toda articulación interestatal con el fin de la era colonial, mientras la América portuguesa la mantuvo, y por lo demás sobre un amplio territorio de la vertiente atlántica de América del Sur. Pero Brasil ha sido hasta finales del siglo XX un “mega Estado-nación” con un amplio mercado interno y poco dinámico en profundizar sus vínculos con la fragmentada América hispana. La única entidad política que agrupó tradicionalmente a los Estados latinoamericanos, pero junto a Estados Unidos y Canadá, fue la Organización de Estados Americanos, fundada en 1948 y con sede en Washington, siguiendo la lógica panamericanista que se remonta a 1890, con el influjo de la mayor potencia militar y económica en escala mundial desde el siglo XX hasta la actualidad, EE UU.
El Mercado Común del Sur (Mercosur) nació en 1991 como una unión aduanera que debía mantener aranceles comunes y transitar a un mercado integrado, con excepciones notables como la industria automotriz, donde la ventaja competitiva y de escala brasileña es evidente, alrededor de los dos grandes países de la costa atlántica, Brasil y Argentina, como protagonistas principales. Con el tiempo, se constituyó como la primera entidad política interestatal en América Latina autónoma de EE UU, con una cláusula democrática que se puso a prueba con la destitución del presidente Fernando Lugo, que implicó la suspensión temporal de Paraguay y su posterior retorno al esquema de integración una vez se realizaron nuevas elecciones democráticas.
La creación de Mercosur involucró en sus orígenes y primeras etapas en Brasil a los presidentes José Sarney y Fernando Henrique Cardoso y en Argentina a los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem, ninguno de ellos de ideas radicales. Su construcción solo en parte tiene que ver con opciones particulares de política exterior o de política de integración comercial, y más bien expresa intereses de más largo plazo. Es cierto que el rechazo de Mercosur en 2004 a la propuesta estadounidense de extender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) a todo el continente marcó una postura crítica al tipo de influencia histórica de EE UU en América Latina con, en particular, el pasivo de su apoyo a dictaduras militares diversas y las invasiones unilaterales de países del continente, siendo las más recientes las de Granada en 1983 y Panamá en 1989.
La imagen actual de Mercosur con un tinte ideológico particular no refleja bien el hecho de que constituye una realidad de largo plazo de vinculación de Brasil con Argentina y con Estados-nación más pequeños de sus espacios geográficos inmediatos de la América hispana del sur. Primero fueron Uruguay y Paraguay y más tarde Bolivia, en un proceso en curso. También puede sostenerse que la salida de Venezuela de la Comunidad Andina –continuadora del Pacto Andino creado en los años sesenta desde Chile a Venezuela– y su integración en Mercosur en 2012, tiene una lógica que trasciende la contingencia, dado que existen suficientes razones de sinergia interestatal para producir una integración territorial y comercial entre países que comparten una amplia frontera.
La América hispana poscolonial del norte del continente americano se fragmentó, por su parte, pronto y su principal Estado-nación, México, no cultivó mayores vínculos particulares con el sur, especialmente por su economía fuertemente interconectada con la de EE UU. Esto terminó de consagrarse con la creación del Tlcan en 1994 (entre EE UU, México y Canadá). A su vez, este proceso incidió en mantener la distancia de la diplomacia brasileña con la idea de una integración latinoamericana que diera un papel protagonista a México, pues Brasil se considera a sí mismo un actor global con entidad propia, mientras opina que México y Centroamérica son un espacio inevitablemente articulado con EE UU, al menos en su dinámica económica.
Con esa lógica, la agrupación de América del Sur en una entidad política, dotada de un acuerdo en materia de defensa, fue estimulada por Brasil en los primeros años del siglo XXI, con la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que desempeñó un papel importante en la superación de la crisis boliviana con la región de Santa Cruz (2008); en el conflicto entre Colombia y Venezuela (2010); así como la defensa del sistema democrático en Honduras (2009); Ecuador (2010); y Paraguay (2012); y en menor medida Venezuela en la actualidad.
No obstante, el peso de las instituciones previamente existentes de alcance latinoamericano, como la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), resultante de la transformación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) y del Sistema Económico Latinoamericano (SELA), junto al trabajo del Grupo de Río y las cumbres de América Latina y del Caribe, y la voluntad, en su momento, de México y Brasil de producir un acercamiento entre el sur y el norte del continente sin presencia de EE UU y Canadá, llevó a la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en 2010 en México. Sus 33 miembros representan a unos 620 millones de habitantes, pero sin estructura institucional más allá de una presidencia pro tempore.
En su momento, los presidentes Hugo Chávez de Venezuela y Rafael Correa de Ecuador manifestaron su intención de que Celac reemplazara a la Organización de los Estados Americanos (OEA), lo que no ha ocurrido. Más aún, además de México, América del Sur puede volver a ser una zona turbulenta para EE UU y estimular un mayor interés de su política exterior, hoy volcada a otras prioridades geoestratégicas, lo que dependerá del resultado final del proceso de negociación entre el gobierno de Colombia y las FARC, la salida a la crisis en Venezuela y la evolución de las tensiones en la subregión como las diferencias territoriales, una vez superadas las de tipo marítimo, entre Chile y Perú y el reclamo por la salida al mar de Bolivia, además del manejo del impacto del fin de altos precios de las materias primas exportadas por el continente.
El hecho es que Celac no sustituyó a la OEA y, antes bien, se produjo una nueva fragmentación en los procesos de integración con la creación de la Alianza del Pacífico, en 2012, con el propósito de “profundizar la integración entre estas economías y definir acciones conjuntas para la vinculación comercial con Asia-Pacífico, sobre la base de los acuerdos comerciales bilaterales existentes entre los Estados parte” y “avanzar progresivamente hacia el objetivo de alcanzar la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas”.
La Alianza del Pacífico está conformada por Chile, Colombia, México y Perú –con Panamá y Costa Rica como candidatos a miembros de la alianza– y es un mecanismo de integración económica y comercial que incluye un compromiso en materia de facilitación migratoria. Se presenta como un grupo de países estables que respetan la democracia y el Estado de Derecho, que ofrecen oportunidades de inversión atractivas y sostienen que con el libre comercio pueden lograr mayor competitividad para sus economías. Según José Antonio García Belaunde, exministro de Relaciones Exteriores de Perú, la Alianza del Pacífico “está basada en la afinidad más que en la proximidad” de los países miembros. En la actualidad, Chile, Colombia, México y Perú totalizan una población superior a los 209 millones de personas (lo que representa más del 36 por cien del total de Latinoamérica). Concentra el 40 por cien del PIB a paridad de poder de compra y el 50 por cien del comercio de América Latina.
Esta alianza tuvo un origen en el Perú de Alan García y el Chile de Sebastián Piñera, países suramericanos que buscaron un contrapeso a la extensión de la influencia del chavismo venezolano, visible en el contexto suramericano en el Ecuador de Rafael Correa y sobre todo en la Bolivia de Evo Morales. Pero también buscaron una alianza contra el peso del eje atlántico de Brasil-Argentina en el concierto latinoamericano, que los llevó a buscar una articulación con Colombia y con México. El contexto es el de un continente con tres grupos de países con sellos ideológicos específicos: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA: Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua y los caribeños Antigua y Barbuda, Dominica, y San Vicente y las Granadinas); el grupo de países con orientación hacia tratados de libre comercio con EE UU, Europa y otras zonas (México, Chile, Perú, Colombia, Honduras, Panamá, Costa Rica); con un tercer grupo alrededor de la articulación Brasil-Argentina, llamada a permanecer en el tiempo más allá de la orientación política de sus gobiernos, pues en particular deben velar por gestionar en la globalización actual y sus precarias formas de gobernanza, sus núcleos industriales, de los que carece la mayor parte del resto de América Latina, excepto México.
Más allá de las mencionadas connotaciones ideológicas y de equilibrio intra-latinoamericano, la Alianza del Pacífico da cuenta de la creciente orientación del comercio exterior latinoamericano hacia China y Asia. Desde 2009, en que el mundo afrontó su peor crisis económica desde 1929, se terminó de evidenciar la consolidación de China como un actor central en la economía mundial. En el contexto de una caída abrupta y generalizada en los flujos del comercio mundial (12,2 por cien en volumen), China desplazó a Alemania como el principal exportador mundial de mercancías. Si en 2009 logró ser ya el primer exportador de mercancías global, tras dos décadas de vertiginoso crecimiento de las ventas al resto del mundo, desde 2013 superó a EE UU como primera potencia comercial. Más de un 10 por cien del comercio mundial de mercancías tiene destino u origen en China, cuando hace una década esa proporción no llegaba al cinco. Con el 16 por cien del PIB mundial a paridad de poder de compra en 2014 –está ya cerca de alcanzar el 19 de EE UU y el 18 de la Unión Europea, lo que ocurrirá en todo caso antes de 2020–, China compartirá con India el 50 por cien del crecimiento global en los próximos años. El PIB combinado de China e India pronto superará al de las economías del G-7 y rebasaría a la de todos los miembros actuales de la OCDE en 2060, según ejercicios prospectivos de este organismo. La zona euro dentro de 50 años supondrá solo el nueve por cien del total. Por su parte, EE UU, reducirá su peso hasta el 16 por cien en 2060. China e India multiplicarán por más de siete sus ingresos y las economías más desarrolladas solo se duplicarán. No obstante, sus estándares de vida serán entre un 25 por cien y un 60 por cien del de los países desarrollados en 2060.
En la actual etapa de salida de crisis, China es principal fuente de crecimiento de las exportaciones de la región latinoamericana, incluso en el contexto de desaceleración. El comercio entre la región y China tiene un carácter esencialmente inter-industrial, pues las exportaciones chinas consisten principalmente en bienes manufacturados, mientras que las de América Latina son principalmente de materias primas. Ello dificulta, tanto mayores alianzas empresariales sino-latinoamericanas como una inserción más eficaz de los países de la región en las cadenas productivas de Asia-Pacífico, que tienen cada vez más un carácter intra-industrial.
En América Latina solo Chile y Perú tienen un acuerdo de libre comercio con China, lo que transforma esos países en protagonistas de la Alianza del Pacífico. Al mismo tiempo solo Chile, México y Perú forman parte de la APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico), que incluye a China y EE UU) y del recientemente firmado Tratado Transpacífico (TPP) de comercio e inversiones, que no incluye a China. Los acercamientos de China para firmar acuerdos de libre comercio con Colombia, México y Mercosur no han avanzado.
No obstante, la Alianza del Pacífico difícilmente podrá ser el interlocutor principal con Asia si se considera que Brasil es el primer socio comercial de China en la región y además socio estratégico de China junto con Argentina. En la visión china, los cuatro países emergentes decisivos son, además de la República Popular, Brasil, Rusia, India y Suráfrica. El objetivo de China es transformar a este grupo (Brics ampliado) en un esfuerzo concertado de política exterior. En esta visión, Brasil no es solo el mayor país emergente de América del Sur, sino un actor global, identificado como el principal aliado estratégico de la República Popular en el plano mundial, fuera de Asia. Para China, hay un segundo grupo de países emergentes relevantes en relación a la nueva estructura del poder mundial, son los 13 del G-20. Ahí están Argentina y México. En la percepción china, Argentina tiene una especificidad estratégica fundamental, que le otorga un papel propio y relevante en el nuevo contexto global: tiene un potencial agroalimentario capaz de alimentar quizás a 600 millones de personas. La República Popular China tiene la menor proporción entre tierra fértil y población del mundo (7-22 por cien).
En contraste con la orientación al libre comercio de la Alianza del Pacífico, la postura de algunos miembros de Mercosur se ha inclinado hacia una estrategia más proteccionista que de liberalización del comercio, incluyendo evaluar la posibilidad de elevar las barreras arancelarias del bloque regional hasta el 35 por cien, que es lo máximo exigido por la Organización Mundial del Comercio, aplicables a China. Cabe subrayar que hasta ahora Mercosur, además de con países asociados de Latinoamérica, solo ha firmado con éxito un acuerdo de libre comercio con Israel.
La perspectiva de fondo es reconocer que China y Asia venden a América Latina productos elaborados y compran materias primas y productos básicos, en una relación económica asimétrica clásica. El desafío para los procesos de integración latinoamericana es reconocer que los países de la zona del Pacífico son puentes naturales de comercio desde y con Asia, pero que el corazón de los intercambios no puede hacer abstracción de Brasil y Argentina. La confluencia entre Mercosur y la Alianza para el Pacífico es en este sentido inevitable a mediano y largo plazo, pero será útil a sus países miembros en tanto incluya elementos que ayuden poco a poco a revertir la relación asimétrica vigente hoy. Y esto mediante mecanismos que faciliten inversiones chinas en combinación con empresas latinoamericanas en áreas que produzcan avances tecnológicos de la industria de los países del continente y hagan que los acuerdos internacionales se sitúen en la dinámica de la innovación y la modernización de las economías antes que proveedores tradicionales de materias primas.

jueves, 9 de junio de 2016

Gatos por liebre: la tramposa discusión de la reforma universitaria

En El Mostrador

En el tema de la educación superior es tal la confusión reinante, que parece adecuado intentar volver a algunos fundamentos. ¿Para qué deben existir universidades?
Parece tener sentido sostener que su rol debe ser el de: a) cultivar, transmitir y difundir los saberes y la herencia cultural de la humanidad y la de nuestro país, sus comunidades y sus territorios; b) fomentar la libre creación e investigación en las humanidades, las artes, las ciencias y las tecnologías sobre la base de la libertad de pensamiento y de crítica y de la responsabilidad con el desarrollo democrático de la sociedad; c) formar personas con la finalidad de permitir su inserción activa y creativa en la sociedad, con capacidad de pensar por sí mismas y de actuar con responsabilidad y solidaridad social, en un contexto de diálogo entre disciplinas, de respeto a la libertad de cátedra y de investigación, actuando al servicio de la sociedad. El acceso a ella para estudiantes, docentes, investigadores y creadores debe basarse exclusivamente en el mérito, excluyendo toda forma de discriminación arbitraria.
En efecto, la opción que parece ser ampliamente mayoritaria en la sociedad chilena de hoy es que la educación superior, con recursos de todos, forme a personas para el ejercicio de libertad y la solidaridad y contribuyan a fines comunes de desarrollo sustentable y equitativo como principal competencia, antes que ser una mera fábrica de profesionales regidos por la búsqueda de una rentabilidad privada de estudiantes-consumidores y de oferentes-empresarios.
Si definiciones de este tipo no gustan a los conservadores y neoliberales, que están dentro y fuera de la coalición de Gobierno, cabe remitirse a las que el Estado chileno debe respetar en su legislación más allá de lo que opinemos los unos y los otros.
Nos referimos a lo que señala el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, entrado en vigor en 1976, y firmado en 1969 y ratificado por Chile en 1972, el que, de acuerdo con el artículo 5 de la actual Constitución modificado en 1989, debe ser garantizado por la ley interna: “La educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales (…). Debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos”.
Y agrega el Pacto: “La enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”, mientras estipula que “los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la indispensable libertad para la investigación científica y para la actividad creadora”.
Se viene sosteniendo por los sectores conservadores de la sociedad chilena que la educación superior está llamada a seguir básicamente siendo un mercado, con una oferta sin fines establecidos, como lo es hoy, con universidades públicas que apenas suman un 15% de la matrícula. Para ellos, el Estado no debiera tener ninguna política de fomento o discriminación positiva hacia las universidades estatales y limitarse a subsidiar a todas las universidades acreditadas por entidades privadas según el número de alumnos y financiar la investigación por pequeños concursos de poca duración. La competencia y las preferencias de los estudiantes-consumidores bastarían para definir el tema de la calidad y el sentido de la formación.
Hay quienes, incluso, sostienen que se debe mantener el actual subsidio llamado Aporte Fiscal Indirecto, que otorga recursos según el número de alumnos más aventajados en la prueba de selección que son captados por cada universidad. Hoy en Chile se premia a las universidades con mejores rendimientos y no se establece ningún aporte en tanto tales para aquellas que reciben a alumnos con más dificultades, y cuya formación suele requerir más recursos. Privilégiese a los privilegiados: algo así como el mundo al revés.
En cualquier caso, la propia legislación establecida en 1981 señala que las universidades deben “realizar la funciones de docencia, investigación y extensión que son propias de la tarea universitaria”. De esta premisa y del tipo de fines que se puede esperar que tengan las Universidades en una sociedad moderna y democrática se deduce una primera conclusión: las entidades de educación superior que solo realizan una función de docencia no deben ser consideradas Universidades.
Un sector de las actuales universidades privadas reclama que se les debe permitir hacer solamente docencia. Eso desnaturaliza y empobrece su misión a un punto tal, que simplemente no se debe aceptar. Las entidades de educación superior que solo imparten carreras profesionales pueden ser muy útiles, sin investigación y extensión, pero no son universidades, son institutos profesionales. Y así lo debe reiterar una ley futura. Mantener la situación actual es simplemente un abuso del consumidor, por así decirlo. Es pasar gato por liebre.
Una segunda conclusión es que debe cesar la curiosa pretensión de pasar otro gato por liebre, es decir, intentar darles carácter público a entidades privadas. Remitámonos a la Real Academia Española, según la cual público es, en la acepción que cabe, lo “perteneciente o relativo al Estado o a otra Administración. Colegio, hospital público”. Hay quienes desean convencernos de que, por ejemplo, la Universidad Católica de Chile es pública. Supongo que en el Vaticano –la UC es una universidad pontificia que depende del Papa, o sea, del Estado Vaticano, no del chileno– esa idea no será bien recibida.
Bromas aparte, simplemente ocurre que la UC no es pública. ¿Puede prestar buenos servicios a la sociedad? Tal vez sí, tal vez no, y en todo caso debe tener derecho a existir y a difundir la doctrina de la Iglesia Católica. Pero no debe recibir recursos públicos –que en importante medida explican su buen desempeño en diversas áreas– si continúa expresamente excluyendo la libertad de cátedra (véase la reciente expulsión de la UC de un cura docente por el cardenal-arzobispo de Santiago por una enseñanza, ¡teológica!, que no era de su gusto, para no hablar de la expulsión de un científico por sostener que la píldora del día después no es abortiva, como prueba el conocimiento científico hasta ahora disponible) y la libertad de investigación (véase la prohibición de investigar sobre anticoncepción en la UC).
Como afirma Daniel Loewe, doctor en Filosofía de la Universidad Adolfo Ibáñez, “esto no debiese ser problemático, si la universidad en cuestión no recibe fondos estatales (ni directos ni indirectos)”. Y, agregamos nosotros, en tanto se respeten los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria, incluyendo la libertad de pensamiento, expresión y reunión, garantizados por los tratados internacionales firmados por Chile en materia de derechos civiles y políticos.
Lo que no pueden pretender los rectores pontificios, y otros similares, es recibir todo tipo de abundantes subsidios públicos sin respetar la libertad de cátedra y de investigación, que son la esencia de la Universidad. Donde estas libertades no existen, no puede haber fondos del Estado, que desde 1925 no es un Estado confesional. Donde existen, y se cumple con las normas de colaboración con los fines públicos de la educación (es decir, los que determina el Estado en su legislación, no lo que se les pueda ocurrir a los rectores de las universidades privadas que quieren ser totalmente independientes para dirigir sus asuntos, incluyendo el derecho a discriminar y a enseñar sin investigar ni promover el desarrollo ni servir a las comunidades, pero muy públicas para recibir subsidios), entonces se pueden justificar aportes del Estado para tener un paisaje universitario diverso y plural, al que se accede en igualdad de condiciones.
Y debe terminar la inconsistencia irracional de buscar la generalización de oportunidades de acceder a la educación superior, pero impidiendo por razones exclusivamente ideológicas la expansión de las universidades propiamente públicas, que son las estatales, y alrededor de ellas un sistema público de educación profesional y técnica hoy inexistente, y que la Presidenta Bachelet ha empezado a construir con la creación, por primera vez desde 1990, de centros de formación técnica públicos y de universidades públicas en regiones al servicio de su desarrollo.
La matrícula pública en educación superior debe ser mayoritaria, porque es ahí donde puede existir –en tanto se superen, eso sí, las rémoras de captura feudal por intereses particulares de sus miembros y se termine con el sistema precario de profesores por hora que sustentan la mayor parte de la docencia– la mejor garantía de la libertad de cátedra, de investigación, y de servicio al desarrollo sustentable y equitativo del país.
La ley debe ahora definir a las universidades públicas como organizaciones de servicio público, con fin único, con una misión autogobernada –con parámetros de pertinencia, eficacia, eficiencia y evaluación externa periódica– por su comunidad para cumplir los fines que la sociedad le encomienda, financiada por todos y supervigilada en su desempeño con transparencia por los órganos públicos pertinentes. El financiamiento debe incluir, en convenios de programación trianuales concordados por cada universidad estatal con la nueva Subsecretaría de Educación Superior, metas de matrícula, investigación y extensión.
Se debe asegurar a la brevedad en estas universidades una amplia gratuidad en pregrado –no completa, en ausencia de un sistema tributario que asegure una mayor progresividad en el impuesto a la renta, es decir, con un arancel graduado por ingresos familiares–, con una duración de carreras que en muchos casos debe disminuir a cuatro años y con un límite de tiempo para terminar la carrera con subsidio, con una combinación de becas y crédito subsidiado en los postgrados. La acreditación de las universidades estatales debe ser parte de los convenios de programación y realizada por una entidad pública especializada que evite los conflictos de interés hoy generalizados –en nombre de una imposible “evaluación de pares” que devino en simple corrupción– en el sistema vigente.
Tercer gato por liebre: mantener la ficción de la ausencia de lucro cuando a ojos vista los controladores nacionales e internacionales de universidades privadas –para esto son sumamente privadas– transfieren sustanciales utilidades mediante resquicios (el pago de servicios variados) a sus dueños comerciales, con dineros públicos para ganancias privadas. El mundo al revés, otra vez.
El Estado no debe dilapidar recursos transfiriéndolos incondicionalmente a entidades privadas sin finalidad pública, que es en lo que está resultando hasta hoy la llamada gratuidad: un gigantesco y carísimo sistema de subsidio público a empresas privadas universitarias con fines particulares, una suerte de capitalismo universitario creado desde el Estado a partir de 1981.
Las universidades privadas deben declarar y cumplir con fines que aseguren investigación y extensión al servicio del desarrollo y las comunidades, comprometerse con el respeto de la libertad de opinión, cátedra e investigación y permitir la participación de la comunidad universitaria en su administración.
No deben tener fines de lucro, ser obligatoriamente propietarias de los inmuebles que usan y con prohibición de comprar a sus dueños supuestos servicios para sustraer utilidades encubiertas o desviar recursos a fines distintos de los educativos. La gratuidad debe asegurarse a los estudiantes de universidades privadas que cumplan con estos requisitos para los de menos ingresos y complementarse con créditos para el resto, hasta que no se establezca una progresividad tributaria que haga justificable su extensión y acceder a fondos públicos de investigación por concurso.
El fondo del tema sigue siendo acelerar el fin del ciclo neoliberal en Chile, porque no funciona para asegurar prosperidad y democracia. No por casualidad los economistas del FMI Ostry, Loungani y Furcerri (Finance & Development, junio de 2016) han llegado a la conclusión de que el neoliberalismo a la chilena está “sobrevendido” y que “el aumento de la desigualdad hiere el nivel y sostenibilidad del crecimiento. Incluso si el crecimiento es el único o principal objetivo de la agenda neoliberal, los abogados de esa agenda deben de todas maneras prestar atención a los efectos distributivos”.
En el campo universitario, como en muchos otros, la política pública fomenta la desigualdad. Debe dar de una vez un vuelco y reformar en profundidad lo existente. Si el futuro de Chile pasa por una sociedad que forma a sus jóvenes para la libertad y la solidaridad y cultiva sus talentos para pasar de una economía de extracción destructora de recursos naturales a una economía equitativa del conocimiento, la reforma universitaria debe hacerse en serio y con urgencia. Este no es asunto sectorial, es un asunto de modelo de desarrollo.

lunes, 6 de junio de 2016

Entrevista en El Desconcierto

Entrevista en El Desconcierto Seguir Leyendo

El economista y ex candidato a la presidencia del PS habló con El Desconcierto acerca de educación, de los tres puntos que deberían unir a una “tercera fuerza” política que agrupe a la izquierda y criticó la alianza que su partido hizo con la DC: “Yo no estoy de acuerdo con el aliarse con un partido que se ha dedicado a bloquear todas las reformas principales: la laboral, la educacional y la tributaria. Esto ha sido el colmo”.

Por Pablo Álvarez Y.

“Ahora sí estamos en serio viviendo aquello del fin del ciclo político en Chile abierto en los 90”, dice el político y economista Gonzalo Martner, ex presidente del Partido Socialista, candidato a la presidencia del colectivo en las últimas elecciones y actualmente director del Magíster en Gerencia y Políticas Públicas de la Universidad de Santiago.

Asegura que este cambio de ciclo se ha expresado concretamente desde 2011, con una soberanía popular que se expresa a través de movimientos sociales que ya no tienen vínculos con los partidos tradicionales, y que viene a terminar con un ciclo en el que estos se habían “acomodado a los amarres de la transición, expulsado las posiciones más críticas en su interior y generado un sólido sistema de poder”.

A pesar de esto, valora otros elementos del ciclo que, a su juicio, termina: “Hubo cosas muy notables, como lo que se hizo en materia de Derechos Humanos, mucho más lejos de ‘la medida de lo posible’ y mucho más cerca de ‘la medida de lo necesario’. Esta idea de que son todos malvados y todos traidores y que todo aquí fue objeto de venderse al gran capital, creo que es una manera de ver las cosas un poco simplista”.

¿Qué le parece el escenario que se ha generado con esta desconfianza? Incluso los estudiantes han llegado a manifestarse dentro de La Moneda.
-A mí no me parece que pueda ser objeto de mayores críticas el que un grupo de jóvenes estudiantes secundarios se propongan ser alternativa al gobierno y lancen el desafío “no los vamos a dejar gobernar”. Yo prefiero gente que es de repente un poco desmedida en sus planteamientos que a la gente apática.

Desde la otra vereda, ha habido una serie de renuncias a partidos políticos como la DC (René Saffirio), el PPD (Pepe Auth) e incluso la UDI (José Antonio Kast). ¿A qué las atribuye?
-Yo creo que hay dos factores, el primero es el choque que provoca en algunos la puesta en evidencia del financiamiento de la gran empresa y la captura de los partidos por estos grupos. El segundo factor es bastante menos honorable, y tiene que ver con los cálculos que sacan algunos con el cambio del sistema electoral, especialmente en la Cámara de Diputados. ¿Ve que no hay ningún senador renunciado? Esto es una mezcla de personas que no quieren sentirse parte de procesos de subordinación a través del financiamiento de la política y personas que hacen cálculos electorales.

También hay una crítica a los caudillismos.
-Sí claro, pero si te refieres a las declaraciones de Pepe Auth contra Guido Girardi, no sé cuál de los dos es más o menos caudillo.

¿Qué evaluación hace del Partido Socialista, en el que milita?
-El partido al que yo pertenezco dejó hace rato de ser un partido que reivindicara banderas socialistas. Se transformó en un partido de acomodo que mantiene el poder simplemente. No se escucha hablar en el PS de royalty minero, de ley de Pesca que preserve los intereses de la pequeña pesca y la preservación del recurso, ni se escucha hablar demasiado de las reformas laborales.

¿Ha evaluado renunciar?
-Es que cuando uno tiene convicciones, y las mías son convicciones socialistas, no tengo por qué abandonar el PS. Su actual declaración de principios en parte la redacté yo, comparto esas convicciones. No abandono la esperanza de que el Partido Socialista vuelva a ser un partido socialista. Ahora, si quieren echarnos que nos echen y digan por qué. Pero si alguien me pregunta por qué yo estoy apoyando formas electorales distintas a las que el partido ha decidido, le contesto que el partido ni siquiera es capaz de llegar a la hora a inscribir las candidaturas. Que no me vengan a criticar por posturas políticas, por lo menos la mía es seria.

Existen esfuerzos fuera de los partidos políticos tradicionales. Incluso usted aparece como un suscriptor a quienes convocan a armar una “tercera fuerza” política.
-Eso es muy simple. Lo que ocurre es que para la derecha es fácil recomponerse en torno a sus intereses, el centro político nunca se ha sabido mucho lo que es, y la izquierda está en una crisis profunda. Por lo tanto, existe mucha confusión. Entonces, en esos momentos hay que agarrarse de cuestiones fundamentales. ¿Cuáles son? Más democracia a través de una Asamblea Constituyente, retroceder la hiperconcentración del capital con más tributación a las utilidades de las empresas y una relación laboral más equilibrada y preservar nuestros recursos naturales con un nuevo modelo de desarrollo. ¿No parece sensato que nos juntemos los que estamos de acuerdo con esto?

Ha sido difícil para las fuerzas de izquierda aunarse, incluso ha habido quiebres últimamente como el de Izquierda Autónoma.
-Es que cuando las fuerzas más jóvenes emergen, suele haber conductas poco proclives a juntarse con parecidos. A veces se tiene al cercano y al parecido como el enemigo principal. He lamentado profundamente el conflicto que se produjo en Izquierda Autónoma. Uno escucha las partes y no ve realmente si en estas materias hay diferencias verdaderas. Hay problemas de énfasis en tipos de liderazgos o en el rol de la reforma educacional, pero son cosas que una fuerza política debería poder discutir sin quebrarse.

¿Qué tan amplia podría ser esta alianza?
-Caben quienes vienen de otros mundos que no son la izquierda. Jaime Mulet, desde el mundo de la DC, está viviendo un proceso de reflexión a propósito de reafirmar estructuras democráticas. El senador Horvath, desde la derecha, tiene una reflexión sobre modelo de desarrollo. Vuelvo a repetir: creen en la democracia, en un funcionamiento de la economía que no esté en manos del 1% más rico y en que hay que hacer una transición energética profunda para generar un nuevo modelo de desarrollo en Chile. Las personas para propiciar eso pueden venir de muchas partes.

¿No cree que le podría traer repercusiones dentro de su partido el participar de esta Tercera Fuerza?
-Ellos verán si me expulsan o no, pero mi partido ha decidido, como no ocurrió nunca hasta el año 2008, ir con la DC en las elecciones municipales, siendo que se ha dedicado a boicotear a la Presidenta Bachelet. Argumentan la idea de esta supuesta “alianza histórica” del PS y la DC. Una alianza que no es cierta. Yo no estoy de acuerdo con el aliarse con un partido que se ha dedicado a bloquear todas las reformas principales: la laboral, la educacional y la tributaria. Esto ha sido el colmo.

Hablando de reformas, la derecha también ha reaccionado. Usted ha hablado del “chantaje de los capitales” de marcharse del país. Lo podemos ver muy concretamente en el ejemplo de Hernán Büchi.
-Eso es un viejo cuento. Ayer en El Mercurio salía que a pesar de la disminución de las ventas de las empresas, las utilidades habían aumentado con respecto al año pasado. Entonces, ¿de qué me están hablando? El señor Büchi lo que no tiene es ganas de pagar impuestos nada más, se va a Suiza por los bajos impuestos, el resto es música. Por lo menos que tenga la honestidad de decirlo, en lugar de hace un cuento con respecto a las incertezas jurídicas.

En el tema de políticas públicas, con Büchi como uno de los fundadores de Libertad y Desarrollo, ¿cómo ve el desplazamiento que han realizado estos centros de estudios vinculados a la derecha a las universidades estatales?
-En eso no tengo problemas. Mientras más la derecha se preocupe de ideas y menos de golpear las puertas de los cuarteles mejor. Ellos tienen mucho financiamiento, el tema es que tengamos en Chile una revitalización de las universidades públicas, que tienen que dejar de tener el 15% de la matrícula y dejar de ser unas entidades que compiten por diminutas cantidades de dinero para proyectitos.

¿En qué temas se debería trabajar?
-Este país debería ser vanguardia en la transición hacia energías renovables no convencionales. Reunir a las universidades públicas y decir: “aquí hay un desafío, reúnan a científicos y jóvenes investigadores y vamos con todo a hacer de las universidades públicas un gran soporte a la transición energética”. De eso no se habla en este país, cero. Eso se llama ausencia de estrategia de desarrollo, exactamente lo contrario a lo que se hizo en Corea. El gasto público en Chile representa el 22- 23 % del PIB, en EEUU representa cerca del 40% del PIB para hablar de un país capitalista más liberal. Esa prosperidad se da con que hay que tomar los recursos humanos que tenemos y otros que estamos formando y a partir de eso diversificar y generar cambios.

¿Se está avanzando con esa voluntad?
-Nadie conversa de un sistema nacional de educación superior. Lo que se habla hoy es a nivel de subsidios, entonces la gratuidad se ha transformado en la gran pantalla de la distribución de subsidios para un mercado. Lo público ha pretendido trasladarse a universidades abiertamente privadas que no tienen ningún fin público. Cuando me dicen que la UC es una universidad con una dimensión pública, yo les digo que será pública, pero del Estado del Vaticano. Si quieren difundir valores cristianos, me parece muy bien, pero no me digan que eso es lo público.

¿Y las privadas que no necesariamente tienen fines católicos? El rector Carlos Peña de la UDP ha insistido en la idea de las universidades privadas con fines públicos.
-Yo creo que al rector Peña le encantaría que se mantenga muy privada su universidad a la hora de hacer lo que quiera ahí, y muy pública a la hora de que le den muchos subsidios. Esa es la hipocresía nacional.

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