Partidos al servicio de la democracia


A principios de los años noventa, un militante del Partido Socialista con vínculos con el gran empresariado, siendo yo a la sazón secretario general de aquel partido, me preguntó a cuánto ascendía el presupuesto mensual de la organización. Escuchada la respuesta, se sorprendió grandemente por la modestia de la cifra, obtenida básicamente de cotizaciones de los parlamentarios y funcionarios de gobierno, y yo todavía más con su posterior comentario: “con ese presupuesto a este partido, si estuviera  a la venta, se lo podría comprar cualquiera”. Con el correr del tiempo, he recordado más de una vez sus palabras.

Hacia fines de los años noventa, en el PS pudimos construir un sistema de relativa autonomía presupuestaria. Al recuperarse, -después de un largo y tortuoso proceso legislativo- los bienes acumulados por décadas de existencia legal, pero expropiados por la dictadura de Pinochet (que defendía la propiedad privada, con excepción de la de sus opositores), en el PS tomamos una decisión fuerte. No dedicaríamos -sino parcialmente- esos recursos a recomprar locales, por justo que fuese, sino a constituir un fondo cuyos excedentes se utilizaran por mitades a financiar los gastos corrientes del partido y el resto se acumulara para financiar las campañas electorales institucionales.

Esto le ha permitido al PS tener las condiciones para mantener su independencia de los poderes fácticos, lo que es una excepción en el sistema de partidos, y ha ocurrido desgraciadamente sólo hasta cierto punto por la falta de transparencia de la gestión del fondo, el peso creciente del financiamiento individual de las campañas parlamentarias por empresas, y por otras razones, como la tendencia a privilegiar el acceso a la administración del Estado a toda costa, dejando de lado todo proyecto de transformación de la sociedad, aunque esa es harina de otro costal.

Cuando hoy se discute en el parlamento sobre cambios a las normas legales que rigen a los partidos, vale la pena reflexionar sobre los fines del asunto (dicho sea de paso, hace tiempo que se discute cada vez menos en materia de políticas públicas sobre sus fines, a los que deben subordinarse los medios legítimos para alcanzarlos y no ser el centro de la discusión).

La clave es establecer principios orientadores, normas e incentivos en la ley para que los partidos políticos sean cada vez más espacios de asociación voluntaria de ciudadanos alrededor de a) valores sociales; b) ideas sobre la organización de la política, la sociedad, la cultura, la economía y la inserción internacional de la nación; c) la representación de intereses colectivos, y d) programas que expresen lo anterior a través de medidas de política pública formuladas con la mayor pertinencia y coherencia posibles, con las debidas capacidades para elaborarlas y sustentarlas.

Para perseguir estos fines, se necesita un financiamiento que no los condicione o transforme en lirismo irrelevante por ausencia de voluntad de concretarlos. Este financiamiento -como medio para alcanzar los mencionados fines inevitablemente- sólo puede estar constituido por un subsidio estatal de base para todos los partidos legales (que las indicaciones recientes del gobierno proponen establecer), más un componente según votación en la última elección, complementado por aportes de personas (empezando por los militantes, que debieran tener la obligación de hacerlo para ejercer derechos al interior del partido), pero por montos individualmente limitados, de modo que ninguna persona o entidad que exprese intereses particulares –o peor aun, la infiltración del crimen organizado en las instituciones, como se ha producido en partes de Europa, Estados Unidos y diversos países de nuestro continente-construya espacios de poder partidario porque dispone de dinero.

Así se podrá evitar, o al menos morigerar seriamente, la corrupción en los partidos políticos, junto al establecimiento -a cambio de recibir recursos públicos- de una absoluta y detallada obligación de transparencia en sus cuentas y en sus compromisos con grupos de interés. A su vez, para evitar el tráfico de influencias a través de los partidos políticos, cabe consagrar la extensión de las normas de penalización del cohecho y soborno a estas entidades.

Otro objetivo es combatir el clientelismo y el nepotismo caudillista. Uno de los medios para obtenerlo es establecer en los partidos la readhesión periódica obligatoria de sus miembros (en Europa suele ser anual), mediante mecanismos simples hoy facilitados por las redes sociales e Internet, junto al cumplimiento de requisitos de participación en el debate de ideas y los procesos de formación de militantes para ejercer derechos internos como la elección de autoridades partidarias o candidatos a instituciones públicas representativas.

Nunca más debe haber militantes que en realidad no lo son, sino  que se inscriben o son inscritos para votar por caciques locales a cambio de granjerías, en el mejor de los casos al club deportivo, centro de madres o junta de vecinos a las que pertenecen; o peor aun, a cambio de la promesa de beneficios individuales a través de subsidios estatales o simplemente  a cambio de la clásica entrega de bienes o pago de favores. Todo esto no es -en mi caso- análisis abstracto, sino referencia a hechos observados, y en su momento denunciados, y debe ser erradicado mediante prohibición expresa y sanción, tanto en el caso del que entrega como del que recibe dinero, especies o promesa de posiciones o favores a cambio de votos en las elecciones internas de los partidos políticos.

La política partidaria transcurre en la sociedad y sobre todo en la esfera del poder público, y por tanto se ejerce con frecuencia más que como adhesión y lucha por un proyecto de sociedad, como debiera ser, sino como constante búsqueda de acceso individual o grupal a la administración estatal y sus recursos. La lucha por el poder en general, y por el poder político en particular, suele desencadenar las partes más oscuras de la condición humana, siendo el nazismo y el estalinismo europeos, las dictaduras militares latinoamericanas y de otras latitudes, y las dictaduras teocráticas o ideológicas, su expresión moderna más palpable y en diversas dimensiones expresión intolerable de tiranía y horror.

Se requiere, en la esfera del poder político más que en otras, de controles, división de poderes y  regulaciones fuertes y claras que entre otras cosas tipifiquen y castiguen los delitos políticos y electorales -en lo que el proyecto de ley en discusión se queda corto- como condición de construcción de una sociedad civilizada y democrática. Y de modo contingente, para iniciar la recuperación de la legitimidad perdida de la membrecía a partidos políticos y de la representación ciudadana a través de ellos.

Se podrá trabajar así en mejores condiciones para recuperar la función esencial de los partidos políticos, la de organizar, canalizar y ejercer la participación democrática y la deliberación racional sobre los asuntos públicos. La ausencia de sistemas de partidos políticos o su desprestigio social y descomposición progresiva por la influencia del dinero y del clientelismo, termina siempre por consagrar el individualismo negativo generalizado, la personalización caudillista de la política, la degradación y oligarquización de la democracia, y finalmente la decadencia y conflictividad aguda de las sociedades.

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