jueves, 19 de junio de 2014

Bachelet y las resistencias al cambio



Michelle Bachelet ha logrado marcar con creces el escenario político en sus primeros tres meses de gobierno. Había anunciado un plan inicial de más de 50 iniciativas que básicamente ha puesto en práctica y tres grandes prioridades para su segundo cuatrienio: una reforma tributaria, enviada al parlamento a fines de marzo; una reforma al sistema educativo, cuyas primeras iniciativas legales en materia de lucro, gratuidad y selección fueron enviadas antes del 21 de mayo; y la elaboración de una nueva constitución, prevista para ser discutida a partir del segundo semestre 2014 o en 2015. Pero además envió un proyecto de reforma al sistema electoral binominal, planteó en su discurso del 21 de mayo la necesidad de discutir y legislar sobre el aborto terapéutico y en caso de violación, su comité de ministros respectivo revocó el permiso ambiental en el proyecto HydroAysén y firmó el proyecto que crea una AFP estatal.

¿Son éstas demasiadas iniciativas en tan poco tiempo? El único factor de incertidumbre parece ser el de si su coalición de gobierno la acompañará o no en los procesos de reforma, aunque la presidenta Bachelet debiera contar con lo que no dispuso ningún gobierno elegido desde 1990: una mayoría cercana a los 4/7 en ambas cámaras, lo que le permite en principio cambiar las principales legislaciones. Porque la sociedad, hace ya mucho rato, apoya ampliamente los diversos elementos de su agenda, los que fueron anunciados con claridad en su campaña. Se puede conjeturar que más bien la sociedad le reprocharía no estar haciendo las reformas comprometidas si la presidenta hubiera caído en el inmovilismo y seguido los consejos, que le siguen dando, de los dirigentes políticos atrapados por los traumas del pasado, los fantasmas de la transición y… sus intereses corporativos.

Bachelet ha partido de un diagnóstico que la lleva a considerar en serio, lo que debiera hacer todo el gobierno y toda la coalición Nueva Mayoría, la demanda por cambios en diversos componentes de una vida social marcada abrumadoramente por las desigualdades y discriminaciones de diversa índole, así como la mayor autonomía que ha adquirido la sociedad civil y también la desafección general de los ciudadanos con la esfera pública, expresada en la amplia abstención en la última elección presidencial y parlamentaria. Según la encuesta Ipsos-Universidad de Santiago sobre valores sociales, una gran mayoría de chilenos (70%) opina que hay que “reformar de manera importante” la sociedad. Los que además quieren “cambiarla totalmente” son más (18%) que la suma de los que creen que hay que “hacerle cambios menores” o “dejarla como está” (12%). Se observa una opinión abrumadoramente mayoritaria en favor de la gestión pública de los servicios básicos y de la salud, las pensiones y la educación y en favor de que los recursos naturales (el cobre, el litio, el agua, la energía) sean exclusivamente de propiedad estatal. Sólo un 25% se opone al matrimonio igualitario y al Acuerdo de Vida en Pareja y sólo un 14% se opone a cualquier forma de aborto.

Abordar una agenda de cambios siempre genera reacciones de los afectados, evidentemente, y ésta no iba a ser la excepción. Pero éstos no parecen estar en condiciones, aunque mucho les gustaría, de estructurar un “frente del rechazo” viable. Para eso se necesita una mínima dosis de legitimidad social, que francamente no tienen. Es verdad que la jerarquía de la Iglesia ha reaccionado mal frente a la reforma educacional y el debate sobre el aborto, cerrando filas con la derecha y los partidarios del lucro educacional, pero…difícilmente podría haberse esperado otra cosa de una institución hoy predominantemente conservadora, por otro lado bastante desacreditada ante la opinión pública, o en todo caso con una influencia declinante. Es cierto que el empresariado ha reaccionado negativamente frente a los cambios a la tributación de las utilidades de las empresas, pero ¿alguien se hubiera imaginado una reacción distinta? Además, sólo entrarán en plena vigencia en el próximo gobierno, mientras no se toca el impuesto a la extracción de recursos naturales y se rebaja los impuestos a los ingresos más altos (lo que muchos no compartimos en absoluto), así es que a los grandes empresarios el mundo francamente no se les está cayendo. El dato clave es que los sectores medios y populares apoyan mayoritariamente, con mayor o menor entusiasmo, las reformas propuestas.

Así, la derecha no logra articular una oposición cerrada y clara, como lograba hacerlo antaño, ni menos, como les gustaría a algunos como Novoa o Allamand, revivir épocas pasadas de insubordinación civil derechista. Esas son simplemente fantasías sin destino. La sociedad mira hacia adelante, y la presidenta Bachelet ha sabido interpretar con serenidad los anhelos de cambio en virtud de los cuales fue elegida para gobernar.

Es de esperar que ese enfoque se extienda a dar curso en el segundo semestre a la fórmula de proponer al actual parlamento una reforma al actual sistema de plebiscitos para permitir un pronunciamiento de los ciudadanos sobre la opción de elegir en 2015 una asamblea constituyente. Ésta debiera generarse sobre bases proporcionales para redactar durante un año una nueva constitución, que sea refrendada en un nuevo plebiscito a fines de 2016. La idea de que el actual parlamento redacte y apruebe una nueva constitución contaría con una gran desconfianza ciudadana, pues se vería en ese enfoque la voluntad de preservar los privilegios de representantes hoy muy influidos por el poder económico que financia sus campañas y por la voluntad de preservación de su sistema de alimentación de redes clientelísticas, que en algunas regiones constituyen hoy verdaderos feudos en base al copamiento del Estado. Si la presidenta propusiese una asamblea constituyente con el mandato de dotarnos de un nuevo sistema moderno de reglas básicas lo más consensuado posible (sobre las reglas del juego en democracia siempre hay que buscar el más amplio acuerdo), realizada en un contexto legal y sereno, consagraría en cambio una histórica voluntad de refundar la democracia sobre bases sanas y constituiría un notable legado para las nuevas generaciones.

jueves, 12 de junio de 2014

El Estado laico y el debate sobre el aborto

Columna en El Mostrador

El laicismo, dentro del marco establecido en la ley por los representantes de la soberanía nacional, “es el derecho de cada cual a plantear su vida de un modo diferente a todos los demás o de concordar en creencias y costumbres con quienes prefiera”, de modo de “pertenecer a una colectividad en la que sólo el reglamento legal es obligatorio y la elección de vida creación personal” (Fernando Savater). En un Estado laico y democrático, todos tienen derecho a profesar la religión o, en general, las ideas que prefieran, pero nadie tiene derecho a imponer sus convicciones a otros. Cada cual puede hacer valer las propias, pero dejando que los otros vivan su vida según sus propias opciones y convicciones en tanto no dañen a los demás.

Los que somos contrarios a la pena de muerte y a todo acto de violencia sobre terceros, consideramos que nadie debe estar autorizado a quitarle la vida a otro ser humano, salvo en situación de defensa personal o social (en caso de guerra legítima) que obligue, en ausencia de otras opciones, a recurrir a esa medida extrema. Eventualmente, también la podemos concebir para evitar graves sufrimientos al moribundo que lo solicita o lo ha solicitado antes de caer en la inconsciencia. Esta “ética de la compasión” (siguiendo a Michel Onfray), que se opone en este aspecto al dogma del deber de vida de origen cristiano y más generalmente monoteísta (haciéndose notar la contradicción entre este deber de vida en medio del sufrimiento obligado y la aceptación, hasta hace poco, de la pena de muerte por la Iglesia Católica) es aplicable al tema de la despenalización del aborto, es decir, de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo.

No cabe restringir el problema del aborto terapéutico a situaciones como el dilema vida de la madre-vida del niño o niña, o a la intervención en caso de inviabilidad del feto, que la medicina moderna ha podido circunscribir a situaciones poco frecuentes, en las cuales en todo caso el aborto debe despenalizarse sin más.

Contrariamente a la creencia de la bioética conservadora, lo humano no coincide con las primeras horas del encuentro del espermatozoide y el óvulo, sino cuando el cerebro del embrión le permite iniciar un esbozo de existencia interactiva con el mundo. Antes de que esas potencialidades surjan, el embrión es del orden de una indeterminación que supone la vida pero que excluye aún lo humano. Del mismo modo, al final de la existencia, la incapacidad neuronal permanente para mantener una relación con el mundo anuncia la entrada en una nada que puede mantener signos vitales pero ya ha dejado de tener anclaje humano.

También es necesario interrogarse, en primer lugar, por el destino de un embarazo originado en una violación, como ha hecho la Presidenta Bachelet. Cabe preguntarse: ¿es humano imponer la continuidad de un embarazo originado en un acto horrible y profundamente traumático como una violación?, ¿qué vida espera a quien nace como fruto de esa tragedia?, ¿qué sufrimientos síquicos agudos y prolongados esperan a la madre y al hijo o hija?, ¿no es de una frialdad inhumana obligarlos a este sufrimiento por una vida entera? La única respuesta desde la “ética de la compasión” a estas interrogantes es la autorización legal del aborto en caso de violación. Tampoco se trata de obligar a nadie a lo contrario –permitiendo a quien quiera concluir el embarazo originado en estas circunstancias trágicas– en virtud del principio de libertad de opción.

Es necesario, en segundo lugar, debatir también sobre la despenalización del aborto a secas, por decisión soberana de la mujer embarazada. El mero enunciado de esa opción no parece suficiente, sin necesarias precisiones y límites. Si se es contrario a quitar la vida a otros seres humanos, el aborto soberano sólo es aceptable cuando se realiza antes que el ser vivo en anidación haya alcanzado el desarrollo neuronal que esboza su condición humana. Esto ocurre en el paso del embrión al feto (lo que es materia de definición científica, por lo que, revisada la literatura, entendemos, con la limitación de nuestros conocimientos en la materia, que esto ocurre alrededor de las diez semanas de embarazo). Se trata de despenalizar sólo en estas circunstancias precisas la interrupción de la gestación de lo vivo. Después, estamos en presencia del deber ineludible del hombre hacia lo humano en desarrollo. A los 70 días de la gestación el feto conoce movimientos eléctricos, para que tres semanas más tarde aparezcan los neurotransmisores específicos con cuya ayuda el dolor y el placer (los criterios desde los que puede considerarse emergiendo lo humano como distinto del limbo en que está sumido lo que es todavía sólo un agregado celular vivo pero primitivo) empiezan materialmente a captarse. Después de la emergencia de lo humano en lo vivo, una interrupción voluntaria de embarazo es infanticidio, algo muy serio, que sí debe ser penalizado, salvo en la mencionada circunstancia de una violación y por las razones de compasión expuestas.

Contrariamente a la creencia de la bioética conservadora, lo humano no coincide con las primeras horas del encuentro del espermatozoide y el óvulo, sino cuando el cerebro del embrión le permite iniciar un esbozo de existencia interactiva con el mundo. Antes de que esas potencialidades surjan, el embrión es del orden de una indeterminación que supone la vida pero que excluye aún lo humano. Del mismo modo, al final de la existencia, la incapacidad neuronal permanente para mantener una relación con el mundo anuncia la entrada en una nada que puede mantener signos vitales pero ya ha dejado de tener anclaje humano.

Las mujeres que piensan distinto respecto al aborto están en su derecho de no practicarlo en ninguna circunstancia (aunque sabemos cuánta hipocresía e ilegalidades, llegado el momento, se esconden tras posturas rígidas de defensa de la moral tradicional, especialmente por los hombres conservadores con o sin sotana), ni la muerte asistida (que, también sabemos, dígase lo que se diga, se practica con frecuencia sin control y debido a razones económicas, lo que es mucho peor que una regulación clara y humana). Pero los conservadores e integristas no tienen el derecho moral a impedir que otros lo hagan, con tanto o más fundamento ético. Ni menos deben tener el derecho a imponer desde la legislación sus discutibles convicciones particulares.

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