Derecho a la muerte asistida y al aborto terapéutico

A propósito del debate generado por el proyecto de ley de iniciativa parlamentaria Bustos-Rossi para permitir la eutanasia (la despenalización de la muerte asistida) y el anuncio de los senadores Girardi y Ominami de proponer una serie de legislaciones, incluyendo la despenalización del aborto terapéutico, se ha evidenciado una vez más la intolerancia de algunos en nuestra sociedad. Hasta estuvo en cuestión la destitución de las autoridades de la Cámara de Diputados, en circunstancias que, como bien lo explica el diputado Montes (ver en www.lecturas-gm.blogspot.com), sólo le cabía dar cuenta de un derecho que les asiste a los representantes del pueblo en nuestro país. A su vez, estuvo en cuestión la supervivencia de la Concertación, para algunos más extremos, y también la relación de parlamentarios con el gobierno.

En un país democrático, a todos les asiste el derecho de plantear debates, especialmente si son elegidos por el pueblo. El argumento según el cual sólo debe debatirse lo que une y no lo que desune es en realidad la voluntad de no debatir acerca de nada, puesto que no tiene mucho sentido hacerlo sobre lo que se está de acuerdo, o en todo caso sería en extremo aburrido. Por definición, el debate es respecto a diferencias. Y, hasta donde se tiene noticia, los partidos políticos y el parlamento están para eso, para debatir y llegado el caso zanjar diferencias respecto, entre otras cosas, a las normas que nos deben regir. El argumento de la prudencia siempre será válido, pero solo hasta el límite en que ahoga la libertad, la creatividad y la dignidad humanas.

La separación de la Iglesia y el Estado se consagró en 1925, pero no aún en las mentes de quienes se sienten con el derecho de imponerles sus respetables creencias religiosas a los demás, o de tolerar las de los otros que no coinciden con las propias sólo en tanto y cuanto estos no las manifiesten. Que las tengan puede ser, pero que las expresen, eso si que no.

Aunque como dijo Carlos Fuentes en una reciente entrevista en el New York Times Magazine “en América Latina incluso los ateos son católicos”, existe en Chile una cultura laica, y dentro de ella habemos quienes somos ateos, es decir nos asiste la convicción de que Dios no existe (gracias a Dios, como decía con buen humor Luis Buñuel), moléstele a quien le moleste y hasta prueba en contrario...

Para muchos de los que somos ateos, la piedad y la compasión, en la tradición filosófica de Rousseau y Schopenhauer, nos parecen ser de las virtudes de mayor importancia. En palabras de Michel Onfray, de quien tomamos los fundamentos de esta reflexión: "la repugnancia de ver sufrir a su semejante me parece el signo de la grandeza de un ser. Su indiferencia, el signo de su bajeza".
Negar el último deseo de un agonizante, desatender el llamado a acortar el sufrimiento de quien va a morir en plazos breves, y para quien los cuidados paliativos no son ya la prolongación de la vida sino de la muerte, es propio de los indiferentes al mal. Esa es la razón de la defensa de la muerte voluntaria asistida como una opción y como un derecho para quienes de motu propio la soliciten en el momento del fin de su existencia. A ese derecho no cabe oponer ningún deber de vivir en condiciones de sufrimiento o indignidad extremos, lo que también es válido para el suicidio.
A su vez, hay quienes se ven en la trágica situación de pérdida irremediable de su conciencia, pudiendo su vida sin vínculo con el mundo prolongarse solo por medios artificiales. Una norma favorable a la atenuación del sufrimiento y respetuosa de la dignidad humana, en contraposición al encarnizamiento terapéutico, es aquella que debiera permitir la muerte asistida mediante voluntad previamente declarada por vía de testamento, y/o transferencia de la decisión a una persona previamente designada para este fin, como prolongación de una relación de amor y afecto.

Los que consideramos que nadie debe estar autorizado a quitarle la vida humana a otro (salvo en situación de defensa propia personal o social -en caso de guerra legítima- que obligue sin otras opciones a recurrir a esa medida extrema o para evitar sufrimiento al moribundo que lo solicita o lo ha solicitado antes de caer en la inconciencia) y que somos contrarios por ello a la pena de muerte y a todo acto tanático respecto de terceros, no creemos sin embargo que pueda obligarse en su libre albedrío a cada cual a considerar que la vida humana propia tiene sentido en cualquier circunstancia. Consideramos que solo la tiene cuando permite la prevalencia de lo humano y de su dignidad en el hombre.

Esta misma ética atea de la compasión, que se opone en este aspecto al dogma del deber de vida de origen cristiano y más generalmente monoteísta (haciéndose notar la contradicción entre este deber de vida en medio del sufrimiento y la aceptación, hasta hace poco, de la pena de muerte y de la tortura, en el pasado, por la Iglesia Católica), es aplicable al tema de la despenalización del aborto, es decir de la interrupción voluntaria del embarazo.
No cabe restringir el problema del aborto terapéutico a situaciones del dilema vida de la madre/vida del niño(a), que la medicina moderna ha podido en buena hora restringir a situaciones ya muy poco frecuentes, sino abordar el problema más ampliamente. Del mismo modo en que el aborto terapéutico en sentido estricto opta por la vida de la madre por consideraciones de compasión por ella, en un dilema terrible, cabe preguntarse: ¿es humano imponer la continuidad de un embarazo no deseado, especialmente cuando se ha originado en actos horribles y profundamente traumáticos como una violación? ¿Qué vida espera a quien nace como fruto de tragedias como esa? ¿Qué sufrimientos síquicos agudos y prolongados esperan a la madre y al hijo(a)? ¿No es de una frialdad inhumana obligarlos a ese sufrimiento por una vida entera, anclado en el origen de su vida y con la probable repetición de violencias? Tampoco se trata de obligar a nadie a lo contrario, en virtud del principio de libertad de opción.

Los que no reconocemos un supuesto deber de vida por imperativo religioso creemos necesaria la despenalización del aborto para la protección física o síquica de la mujer embarazada en situaciones en que esté en juego radicalmente la posibilidad de bienestar de la madre, a petición de ella. Este tipo aceptable de aborto, que ojalá pueda siempre prevenirse en origen, solo lo es cuando se realiza antes que el ser vivo en anidación haya alcanzado el desarrollo neuronal que esboza su condición humana. Este desarrollo neuronal, en su materialidad factual, es el paso del embrión al feto, a las 10 semanas de embarazo. Se trata de despenalizar en circunstancias precisas la interrupción de la gestación de lo vivo, no de lo humano, en donde el deber ineludible del hombre hacia lo vivo en desarrollo empieza, en este enfoque, a los 70 días de la gestación. Es ahí cuando el feto conoce movimientos eléctricos, para que tres semanas más tarde aparezcan los neurotransmisores específicos con cuya ayuda el dolor y el placer (que son los criterios a partir de los cuales puede considerarse emergiendo lo humano como distinto del limbo en que está sumido lo que es aún solo un agregado celular vivo pero primitivo) empiezan materialmente a captarse y cuando los movimientos en el líquido amniótico son perceptibles por la madre. Después de la emergencia de lo humano en lo vivo, una interrupción voluntaria de embarazo es infanticidio, algo muy serio, que si debe ser penalizado.

Entonces, contrariamente a la creencia de la bioética conservadora, y con ella de los que se inspiran en fundamentalismos y dogmas religiosos, lo humano no coincide con las primeras horas del encuentro del espermatozoide y el óvulo, por mucho que algunos consideren que ahí se inicia la potencialidad humana, pero esta se puede retrotraer hasta el infinito en los muchos acontecimientos que concurren a la procreación, sino cuando el cerebro del embrión le permite a este iniciar un esbozo de existencia interactiva con el mundo. Antes de que esas potencialidades surjan, el embrión es del orden de una indeterminación que supone la vida pero que excluye aún lo humano. Del mismo modo, al final de la existencia, la incapacidad neuronal permanente de mantener una relación con el mundo anuncia la entrada en una nada que puede coincidir con la vida pero ya ha dejado de tener anclaje humano.

Los que piensan distinto, muy bien, que no practiquen el aborto terapéutico en el sentido que hemos descrito (aunque sabemos cuanta hipocresía e ilegalidades llegado el momento se esconden tras posturas rígidas de defensa de la moral tradicional) ni la muerte asistida (que también sabemos, dígase lo que se diga, se practica con frecuencia sin control y por razones económicas, lo que es mucho peor que una regulación clara y humana), están en su derecho. Pero no en el de impedir que otros lo hagan, pues en este tema hay quienes piensan de diferentes maneras en la sociedad contemporánea, con tanto o más fundamento ético que los conservadores, y ellos también tienen derechos, con la diferencia que no buscan imponerles sus convicciones a los demás sino hacer valer las propias, dejando que los otros vivan su vida como mejor les parezca.

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