Winnipeg


    Intervención en el homenaje a los españoles del Winnipeg, en Casa América de Madrid, el 10 de septiembre de 2009
    Chile es un país de poetas y de encuentros suscitados por la poesía. Esto se debe a muchas herencias. Aunque los pueblos originarios no poseían un alfabeto, mantenían, y lo hacen hasta hoy, una rica tradición oral. Agreguemos que a los primeros conquistadores se sumó el joven Alonso de Ercilla, que supo trasladar a una poesía épica trascendente, y cuyo poema La Araucana desarrolló a lo largo de su vida, parte de los episodios que le tocó vivir y conocer de la conquista y de la resistencia mapuche. Se produjo así no solo la presencia de la espada y la cruz y de la resistencia al invasor, sino también de la palabra poética, la que tal vez mejor estaba en condiciones, al tener la vocación de transmitir y articular las pulsaciones más variadas y soterradas del ser humano, de reconocer al distinto y construir poco a poco puentes que pudieran trascender la violencia inicial y abrir cauce a través de un tiempo que aún perdura, y que atravesó por la necesaria independencia republicana, los posibles entendimientos cimentados en el lenguaje, en el mestizaje y en nuevas señas de identidad plurales.
    El siglo XX, lo sabemos, superó los horrores hasta entonces conocidos en la historia, que no fueron pocos. Y si en los albores del siglo XX se encontraron una vez más Chile y España en la palabra poética – con Huidobro primero con las nacientes vanguardias madrileñas y Neruda luego con la impresionante generación del 27- el encuentro hubo de pasar con rapidez de los territorios de la creación poética a la historia viva, luego de la alerta de Rafael Alberti a su amigo chileno, aunque la adhesión poética a la República incluyó las memorables páginas comprometidas de “España en el Corazón” de Neruda y los poemas de César Vallejo, de Rafael Alberti, de Miguel Hernández, de Antonio Machado, y también de Vicente Huidobro, que en el verano de 1936 ponía en sordina su creacionismo sin raigambre y evocaba así la aspiración a la derrota del alzamiento: “Cuando aparezca el sol de los hermanos / Cuando el aire se acerque renovado / Regalando poemas y corazones llenos de hombre / Espíritus sin muro capaces de todo viaje”.
    Y es Neruda el que por antonomasia puso, como otros creadores, por delante las urgencias de la historia. “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.” Con esta frase Pablo Neruda resume en sus memorias sus sentimientos respecto a la tarea que, además de la palabra poética, optó por realizar como cónsul especial para la emigración española nombrado por el Presidente Pedro Aguirre Cerda. Este poema hizo posible la llegada de más de dos mil españoles a Chile en un barco, y muchos otros por diversas vías, incluyendo los barcos Formosa y Florida que recalaron en Buenos Aires con españoles con visas otorgadas por Neruda, en busca de paz después de la guerra civil y sin refugio posible en Europa. Que se borre la poseía si se quiere, diría nuestro poeta, pero no los poemas que son historia humana solidaria.
    Para la República de Chile es siempre un honor recordar sus tradiciones de tierra de “asilo contra la opresión”, como reza nuestro himno nacional. En el caso de la España convulsionada por la guerra civil, primero nuestra embajada en Madrid otorgó a cerca de dos mil partidarios del que se instalaría como régimen de facto por décadas un refugio que fue respetado por el Gobierno de la República. En el caso que nos reúne hoy, fue por inspiración de un poeta y decisión de un Presidente democrático que españoles y chilenos pudimos escribir juntos en un contexto muy difícil una nueva página, signada ahora por la solidaridad hacia los derrotados que sufrían el desamparo en tierras de exilio, como lo vivió por lo demás después una parte de los chilenos, más de tres decenios después, y encontramos la mano extendida de la democracia española.
    Neruda recibió, para aminorar la crítica interna, la instrucción de acoger a españoles del exilio en Francia que contaran con oficios que pudieran aportar al desarrollo nacional y escribió así su desafío: “El mar chileno me había pedido pescadores. Las minas me pedían ingenieros. Los campos, tractoristas. Los primeros motores Diesel me habían encargado mecánicos de precisión. Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación”. También había entre nosotros, chilenos, en la prensa y el parlamento, algunos portadores de pequeñez e inhumanidad, a los que el Cónsul Neruda y el Presidente Aguirre Cerda lograron poner en su sitio para dar curso al espíritu de acogida que es ya sello imperecedero del mejor Chile. Muchos refugiados, sin embargo, quedaron sin poder subirse al barco que les ofrecía un destino lejano, especialmente si eran anarquistas o trotskistas, aunque también los hubo en el Winnipeg, pero sobre todo porque su capacidad no permitía hacer más.
    Llegó así a Valparaíso, un 3 de septiembre de 1939, cuando estallaba la segunda guerra mundial luego de la invasión a Polonia, el barco Winnipeg, ex Jacques Cartier, construido en 1918, parte por entonces de la flota de la empresa France Navigation y que ya había prestado servicios diversos de suministro a la República Española. El “barco de la esperanza” había zarpado el 4 de agosto desde Trompeloup-Pauillac, cerca de Toulouse, en el sur de Francia, y su travesía fue financiada con los recursos republicanos y anónimamente por los cuáqueros, defensores de la justicia y el pacifismo a los que Neruda aproximó a su gesta y agradeció de por vida. El barco había sido diseñado para el transporte de carga y admitía solo 97 pasajeros, pero llegó a Chile luego de un viaje azaroso con cerca de 2 400 españoles de toda condición, en el que nació un niño y murió otro y en el que el capitán francés Poupin quiso por momentos volver a Europa ante el inminente estallido de la guerra. El barco fue requisado por la marina nacional francesa cinco días después de llegar a Chile, amarrado como estaba junto a tres vapores alemanes, y parte de su tripulación fue encarcelada antes de ser repatriada en la nave Aconcagua, encontrándose en Bordeaux con un concejo de guerra por “amotinamiento”, del que fueron rápidamente absueltos. El Winnipeg terminó primero en manos de la Francia de Vichy, luego de las fuerzas aliadas, para terminar hundido frente a las costas canadienses, de donde provenía la inspiración de su nombre, por un submarino alemán el 22 de octubre de 1942, poniendo fin a una historia un tanto peculiar para un barco de carga.
    Después de ser recibidos en Valparaíso y en la estación Mapocho de Santiago, la mayoría de los viajeros del Winnipeg se estableció en su nueva patria, otros quisieron y pudieron retornar con el tiempo a su patria de origen. Incluso más de tres décadas más tarde algunos, al caer de nuevo sobre ellos la persecución, tuvieron que vivir en diversos lugares un segundo o tercer exilio, después del de Francia y el de Chile. Mucho para una vida humana, y pocos pudieron sobrevivirlo. También hubo quienes pudieron volver a la España que renacía a la democracia, pero en la paradojal situación de refugiados, si pudiera decirse así, en la madre patria que décadas atrás tuvieron que dejar, porque tocaba ahora salir de la patria de adopción que los expulsaba.
    Todos los que llegaron en el Winnipeg y por otras vías contribuyeron a engrandecer Chile. Mencionemos, aunque siempre toda selección es injusta, al historiador Leopoldo Castedo y su colaboración con Francisco Encina en el resumen de la Historia de Chile más célebre hasta nuestros días; a los escritores catalanes Francesc Trabal, Joan Oliver, Cesar-August Jordana, Xabier Benguerel y Domenec Guansé, a los editores Joaquín Almendrós, Jesús del Prado y Arturo Soria (refugiado en nuestra embajada en Madrid, "discrepante y antimultitudinario" como gustaba autodefinirse, cuyo hermano menor Carmelo fue asesinado por la DINA en 1974); al diseñador gráfico Mauricio Amster, polaco españolizado que fue parte de la fundación de la escuela de periodismo; a los pintores José Balmes y Roser Bru y su aporte decisivo a nuestra plástica; al arquitecto Rodríguez Arias, creador del Café Miraflores; al dramaturgo Luis Fernandez Turbica, al ingeniero Victor Pey y sus hermanos y su labor en la construcción de muchos de nuestros puertos, a Cristián Aguadé y sus emprendimientos; y así tantos y tantos que se insertaron creadoramente en las más diversas actividades, como unos nuevos chilenos que nunca dejaron de representar, eso sí, a mucho de lo mejor de España.
    Setenta exactos años después, la Presidenta Bachelet ha recibido este 3 de septiembre en La Moneda a sobrevivientes y descendientes para expresarles lo que cabe: el agradecimiento de la nación chilena al aporte de los españoles del Winnipeg. También lo hacemos hoy aquí, en la patria que los vio nacer.

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