Pensión básica garantizada


1. Introducción
La teoría económica convencional asume que los individuos son quienes mejor juzgan su propio bienestar. Sin embargo, se producirá una ineficiencia asignativa si estos subevalúan los beneficios personales que derivan del consumo de determinados bienes, vale decir si le atribuyen un mérito insuficiente, y en especial si no ahorran o no se aseguran y mantienen una preferencia sistemática por el consumo presente
[1].
El síndrome del “a mi no me va a ocurrir” se traduce en la insuficiente provisión de seguros personales para propio bien de los consumidores frente a la posibilidad de accidentes inhabilitantes, de enfermedades graves o de insuficiencia de ingresos en la vejez, impidiendo en este caso que se promedie los ingresos a lo largo del ciclo de vida total. Se trata de eventos que pueden ser juzgados como de improbable ocurrencia y/o cuyas consecuencias son demasiado lejanas en el tiempo -como la necesidad de ahorrar hoy para tener ingresos cuando ya no se esté en condiciones de trabajar- y que, sin embargo, de presentarse, pueden tener consecuencias catastróficas para los individuos imprevisores. Existen dos modos, no mutuamente excluyentes, de remover esta ineficiencia asignativa: a través de mecanismos compulsivos o mediante subsidios.
La compulsión implica usar la fuerza de la ley para obligar a las personas a proveerse de seguros contra la inhabilidad que provocan la enfermedad, los accidentes o la vejez. Muchos países establecen seguros obligatorios, a través de cotizaciones asociadas a todo contrato de trabajo como porcentaje de la remuneración, para garantizar ingresos en caso de eventual enfermedad, accidentes, invalidez o desempleo. Frente a eventos de este tipo, la sociedad suele no permanecer indiferente y declara de manera más o menos universal estos bienes como preferentes y de consumo obligatorio, suspendiendo la soberanía del consumidor para su propio bien, no siendo en este sentido una carga pública. Estas decisiones han dado lugar en la historia contemporánea a los llamados Estados de Bienestar o Estados-Providencia, cuyo origen se remonta a la Alemania de Bismarck hacia 1870
[2].
El subsidio se practica para los seguros de salud o las pensiones privadas a través de descuentos tributarios en países como EE.UU y Gran Bretaña.
Adicionalmente, el problema de ineficiencia asignativa se presenta en el caso de una oferta de seguros realizada en condiciones de selección de riesgo que los agentes privados practican en estos mercados: a ellos les interesa obtener el pago de primas de los individuos que tienen menos riesgo y desechar a los de más alto riesgo, o cobrarles primas sustancialmente más altas para maximizar sus utilidades, generando mercados incompletos. Pero se trata justamente de aquellos individuos a los que apunta primordialmente el consumo obligatorio del bien preferente, en este caso el seguro contra el riesgo. Asimismo, el comportamiento llamado de riesgo moral, es aquel que multiplica las conductas de riesgo en la medida en que se está cubierto por un seguro y la selección adversa es el proceso en el que los que tienen riesgos bajos y poca aversión al riesgo se sustraen de contratar pólizas de seguros, incrementando las primas que se cobra a los demás (Stiglitz, 2000). Ello induce a muchos gobiernos a garantizar el acceso universal a la protección frente a los grandes riesgos sociales y a establecer su producción o regulación pública para contener los costos que resultan de este tipo de comportamiento.
Quienes disponen en la vejez de suficientes activos propios con sus respectivos rendimientos no requieren de sistemas públicos de pensiones. Un sistema obligatorio de pensiones tiene el objetivo genérico de asegurar a los demás ciudadanos algún tipo de ingresos en la vejez y de modo específico unos ingresos de reemplazo (salario diferido) a quienes han vivido de su trabajo una vez que dejan de obtener ingresos salariales por retiro de la vida activa. Se obtiene así una redistribución intertemporal de los ingresos en el ciclo de vida y se otorga seguridad frente a la imposibilidad de prever el momento de la muerte. Se programa el uso de ahorros mediante la técnica de la renta vitalicia o se establece un vínculo colectivo entre generaciones, en la que la generación activa paga pensiones a la pasiva (Barr, 2004).
Los sistemas actuales de pensiones suelen incluir, simplificando, tres “pilares”
[3]. El primer pilar, normalmente financiado con recursos tributarios, no necesariamente basado en contribuciones previas, tiene el propósito de asegurar una pensión básica a quienes no tienen otros ingresos en la vejez. El segundo pilar, el sistema contributivo obligatorio, tiene dos objetivos propios: lograr la máxima tasa de cobertura posible del universo de asalariados y trabajadores independientes y lograr una tasa de reemplazo adecuada de los ingresos al momento de terminar la vida activa, suavizando la curva de la capacidad de consumo a lo largo de la vida, redistribuyéndola desde la edad productiva a la vejez. Un tercer pilar, el que incentiva tributariamente el ahorro voluntario, viene a complementar, con el esfuerzo individual adicional, los ingresos en la vejez.

2. Ingresos básicos garantizados
Un reparto más equitativo de los ingresos que aquel que resulta de la posesión y uso de factores de producción (y en especial del capital en ocasiones simplemente adquirido por herencia, o mediante ventajas no económicas) y su rendimiento de mercado, da lugar a diferentes políticas redistributivas. Sus modalidades son especialmente variadas según las sociedades y usualmente se construyen sobre una base agregativa en el tiempo, que le confiere a estas políticas complejidad administrativa y suscita debates periódicos sobre su legitimidad y como eventual factor de distorsiones asignativas y de ineficiencia económica
[4].
Dos fuentes de ingresos públicos tienen, sin embargo, una especial legitimidad económica y ética respecto a la alternativa de su apropiación privada: las “rentas ricardianas”, distintas de la utilidad empresarial propiamente tal, provenientes de la explotación de los recursos naturales (y que tributariamente toman la forma de regalía
[5]), y los recursos generados por ese bien público que es el avance tecnológico y del conocimiento, cuya plena apropiación privada tampoco tiene fundamento racional[6], y que tributariamente se pueden expresar en el impuesto a las utilidades. Es legítimo que estos recursos colectivos sean distribuidos, al menos en parte, a la sociedad. Nótese que no se emplea el concepto de redistribución para estos efectos (el procedimiento de transferir recursos ganados por unos individuos hacia otros individuos) sino el de distribución de recursos que pertenecen en propiedad a la sociedad en su conjunto.
A su vez, las democracias sociales modernas suelen establecer que ciertos bienes sean accesibles para todos, más allá de la provisión de bienes públicos que por definición son de consumo colectivo. Dentro de ellas se encuentra el disponer de algunos ingresos más allá de la inserción en el mercado de trabajo. Esta es, por ejemplo, la inspiración en Chile del sistema de asignación familiar y de subsidio único familiar, o la pensión asistencial, y así sucesivamente. Más recientemente, se estableció en Chile el programa Chile Solidario, concebido para que las familias con menores niveles de ingresos puedan “construir un puente hacia sus derechos” de un modo directo en su relación con el Estado, con un sistema de monitoreo de las situaciones familiares y de sus progresos, con flexibilidad en los instrumentos y prioridad en el acceso a los sistemas de apoyo social
[7]. Sin embargo, el bono de protección familiar que las beneficia está limitado a 24 meses y es decreciente y de escaso monto.
Si la provisión de bienes públicos y la redistribución de ingresos son tareas públicas poco controvertidas (lo es más bien su magnitud), en una sociedad democrática tampoco debiera serlo que los recursos que en origen pertenecen a la colectividad sean distribuidos a la colectividad. El enfoque del ingreso mínimo garantizado originado en un dividendo universal plantea que estos sean distribuidos como recursos de subsistencia no condicionales: “dése a todos los ciudadanos un ingreso modesto, aunque incondicional, y déjenlo completarlo a voluntad con ingresos provenientes de otras fuentes”
[8].
Se propone una simplificación de la actual gama de mecanismos de ayuda social en Chile y definir un piso de política de ingreso básico garantizado con dos mecanismos iniciales: el primero concentrado en los niños (sobre la base de una prioridad valórica, con además alta rentabilidad social) y el segundo orientado a las personas de más de 65 años (sobre la base también de una consideración valórica). Un enfoque de este tipo es especialmente relevante para quienes sufren de exclusión social y bajos ingresos.
Del orden de 230 mil hogares, con más de un millón de personas, pueden considerarse de acuerdo a la encuesta CASEN 2003 como en situación de exclusión severa (con ingresos per cápita menores al 30% del ingreso mediano, un 7% de la población)
[9].
El primer mecanismo consiste en otorgar a cada hijo de las familias de menos ingresos un subsidio a la infancia hasta que se complete la educación media, a ser percibido por la madre y con la condición de asistir a la escuela, y ser de un monto sustancialmente mayor al actual Subsidio Único Familiar, que se propone sea sustituido por este mecanismo. Un subsidio a la infancia de 25 mil pesos mensuales para 600 mil niños de familias en situación de muy bajos ingresos tendría un costo anual del orden de 0,3% del producto de 2005.
El segundo criterio es el de otorgar a las personas de 65 y más años una pensión básica garantizada. Desde el abandono del sistema de pensiones por reparto y su reemplazo por uno de capitalización en 1980, ha permanecido una fuerte interrogante sobre la magnitud de las pensiones futuras en Chile. Estas dependen crucialmente de la densidad o estabilidad en el tiempo de las cotizaciones (siempre amenazadas por la pérdida temporal del empleo o insuficiente constancia de los autoempleados) y de la rentabilidad de los fondos. Según la Encuesta de Protección Social 2002 la relación años cotizados/años de historia laboral es de solo 51% para los trabajadores dependientes. A su vez, hasta ahora los fondos de capitalización han contribuido a reanimar el mercado de capitales y han mantenido una rentabilidad promedio relativamente satisfactoria (del orden de 10%), rentabilidad que disminuye si se considera los fuertes costos administrativos existentes. No parece inverosímil, como lo han calculado los responsables de la Dirección de Presupuestos y de la Superintendencia de AFP, que en el largo plazo del orden de un 50% de los actuales cotizantes no alcance a obtener la pensión mínima, mientras la cobertura no alcanza a un 60% de la fuerza de trabajo, a comparar con el 70% existente en la etapa previa a 1973 (OCDE, 2005).
En la práctica, junto a la nueva capitalización individual se construyó un sistema que mantiene en un largo período de transición (hasta 2030 para las cotizaciones y hasta 2050 para los beneficios) el pago de las pensiones a quienes jubilaron en el sistema antiguo o jubilarán de acuerdos a sus normas y el pago al momento de jubilar de un bono de reconocimiento de las cotizaciones realizadas en dicho sistema para los que se trasladaron al nuevo. Esto ha representado desde 1981 a 2003 un déficit promedio del orden de 5,7% del PIB (un 4,4% para las pensiones civiles)
[10]. A esto se agrega un esquema de “reparto”, no ya de asalariados activos a pasivos sino de contribuyentes a amplias categorías de pasivos que no obtienen la pensión mínima (51 mil personas del sistema de AFP de capitalización en 2005) o que no han contribuido al sistema y obtienen una pensión asistencial (411 mil personas), con un costo fiscal de 0,4% del PIB en 2006.
Existe controversia sobre el peso presupuestario de largo plazo de la combinación de incertidumbres vinculadas al desempeño financiero de los fondos de pensiones, la evolución del mercado de trabajo y la densidad de las cotizaciones individuales a lo largo del ciclo de vida del trabajador, que gatillan las pensiones mínimas (con 20 años de cotizaciones al menos) y asistenciales (para personas sin derechos previsionales y con bajos ingresos). La actual combinación plantea además problemas de incentivos para la formalización del mercado de trabajo, como lo subraya la OCDE (2005).
Si nadie cuestiona en Chile que la vulnerabilidad de las personas de edad que no pueden ya obtener ingresos requiere de algún sistema de pensiones básicas al margen de la contribución en la vida activa, tanto razones de equidad como la incertidumbre fiscal y el incentivo a la subdeclaración de ingresos en el contrato de trabajo o directamente a la informalidad de la relación laboral, justifican un cambio en el sistema actual.

Se propone como primer pilar solidario del sistema de pensiones una pensión básica garantizada no contributiva, uniforme, aplicable a todos los residentes en el país durante el ciclo de vida activa
[11], exceptuando eventualmente a los de muy altos ingresos, y financiada con un impuesto parejo a la renta específico para estos fines, combinado con un sistema contributivo reformado de reparto provisionado en tanto segundo pilar y con un sistema de capitalización individual como complemento de ahorro voluntario con descuento tributario a la renta (cotizaciones voluntarias, depósitos convenidos con empleadores, depósitos de Ahorro Previsional Voluntario) en tanto tercer pilar.
Una pensión básica garantizada uniforme tendría el mérito de:
- ser de muy simple administración y legibilidad colectiva (por el sólo hecho de tener más de 65 años la sociedad me otorga como un derecho un piso modesto de ingresos para la vejez, financiados mediante una contribución proporcional a los ingresos de cada cual);
- asegurar un 100% de cobertura, o la proporción que se desee si no se quiere incorporar en el dispositivo a las personas más ricas
[12];
- incluir automáticamente a las mujeres y a los trabajadores informales, es decir a los más frecuentemente excluidos de los sistemas de pensiones;
- no estigmatizar a los beneficiarios, en virtud del principio del aporte y beneficio universales;
- fortalecer los incentivos para ahorrar para la vejez.
- eliminar la incertidumbre para el fisco respecto a la magnitud del gasto que implica mantener un primer piso solidario con parámetros fijos en vez de, como es hoy, estar sujeto a la evolución de la pobreza y de la cobertura, densidad y rentabilidad de las cotizaciones obligatorias;
- eliminar la incertidumbre para el trabajador sobre el piso de ingresos que dispondrá en la vejez.

Este mecanismo debiera reemplazar a las actuales pensiones asistenciales y mínimas.
Se podrá argumentar que de este modo se desincentivaría el ahorro para la vejez, puesto que existiría un ingreso asegurado. En realidad, este esquema aminoraría los problemas de incentivo: en el margen, para complementar la pensión básica, todos estarían interesados en constituir ahorros adicionales asociados a la formalización contractual de las relaciones laborales o realizar ahorros voluntarios. Hoy, en cambio, para muchos no tiene sentido exigir un contrato al empleador, y de paso disminuir su remuneración líquida, al percibir que su pensión será la mínima legal, si tiene más de 20 años de cotizaciones, o directamente la asistencial, si no los tiene y su condición es de pobreza. Si además el potencial cotizante tiene algo de cultura financiera, constatará que el costo de administración (un sexto de los fondos descontados obligatoriamente del salario bruto) es en extremo elevado, lo que lo alejará también de la formalización contractual de su relación laboral.
Para ilustrar los órdenes de magnitud involucrados, la homogeneización inmediata de las pensiones asistencial y mínima en base a la pensión mínima vigente para los mayores de 75 años (102 494 pesos) tendría un costo fiscal adicional de 0,6% del producto, llevándolo a 2,2% desde el 1,6% que representa actualmente financiar las pensiones asistenciales y el total de las pensiones mínimas.
Se propone establecer un esquema que mantenga en el tiempo la pensión garantizada en un nivel de 30% del PIB por habitante, equivalente a la pensión mínima actual para mayores de 75 años y aplicable al 1,29 millones de personas de más de 65 años que hay hoy en Chile, según el INE. Su costo está dentro de márgenes de gasto público que, sin perjuicio que en el tiempo tendería a incrementarse por el mayor peso de la población de más de 65 años en la población total, son fiscalmente abordables (ver el cuadro 2). Nótese que el esquema actual de AFP llevaría con el envejecimiento de la población inevitablemente a una caída de las pensiones, a un incremento obligado de las cotizaciones o a una edad de jubilación más tardía, como lo demuestra Arenas de Mesa (2004).

Los montos involucrados son en la etapa inicial inferiores, y en régimen de largo plazo equivalentes, al esfuerzo fiscal realizado hasta aquí para financiar la transición del sistema de reparto al de capitalización, reforma de fundamentos puramente ideológicos basados en una radicalidad neoliberal sin precedentes.
No existe otro país en el mundo que haya hecho soportar a una misma generación el financiamiento tributario de las pensiones de sus padres y al mismo tiempo el financiamiento por capitalización de aportes de la propia: todos las naciones que han introducido mecanismos de capitalización individual lo han hecho adicionalmente a los esquemas de reparto o sustituyéndolos sólo en parte. Si Chile se adaptó en sus cuentas fiscales a esta situación (hasta 1990 a costa de romper en una ocasión la indexación por inflación de las pensiones y además con la consecuencia de una grave disminución del gasto en salud y educación), la legitimidad de hacerlo innovando en un esquema de transferencias redistributivo y eficiente es bastante mayor.
Frente al tema del envejecimiento (en el cuadro 2 se reseña la perspectiva hacia el 2050), en este nuevo esquema los ingresos de los no pensionados sólo caerían si cae el ingreso por habitante de modo significativo
[13].
En el caso que nos ocupa, si la pensión básica uniforme es p, el ingreso promedio que queda para el resto de las personas después de contribuir a financiar la pensión básica es w, entonces el ingreso por habitante y es un promedio ponderado de estos dos ingresos promedio, siendo los factores de ponderación la proporción de pensionados r y la proporción resultante de no pensionados (1 - r) en la población total. Así:

y = r p y + (1 – r) w (1)

Despejando, el ingreso promedio de los no pensionados es:

w = y (1 – r p) / (1- r) (2)

Supongamos que el ingreso por habitante y permanece constante, así como la pensión básica, pero que por envejecimiento demográfico crece r, es decir la proporción de la población elegible para la pensión básica, que es lo que nos preocupa.
¿Qué ocurre con w, el ingreso promedio de los no pensionados? La respuesta sorprendente es que de acuerdo a (2) aumenta, con cualquier aplicación numérica que incluya una pensión básica inferior al ingreso por habitante. La variable crucial en este ejercicio no es la tasa de dependencia de inactivos respecto a activos, sino el ingreso por habitante. Mientras la pensión no sea extremadamente generosa (superior al PIB por habitante), el envejecimiento de la población no creará serios problemas, a menos que el PIB caiga de modo importante.
A su vez, si el nivel de gasto sobre PIB se considera excesivo en el futuro, el ajuste puede hacerse disminuyendo la razón pensión básica/PIB por habitante o aumentando la edad a partir de la cual se entrega el beneficio.
Despejado este aspecto de viabilidad, se propone que el esquema de pensión básica garantizada sea financiado mediante un aporte porcentual parejo aplicado sobre los ingresos totales de los contribuyentes (y no solo sobre el ingreso salarial, como es la cotización, que es el más regresivo de los métodos de financiamiento, pues no considera los ingresos del capital), fijado año a año en la declaración de renta de acuerdo al número de beneficiarios y el monto previsto del subsidio
[14]. Ingresos adicionales para la vejez se obtendrían de la cotización obligatoria sobre salarios e ingresos de trabajadores independientes, así como del ahorro voluntario individual o colectivo[15].

3. Disminuir las incertidumbres más allá del ingreso básico
En teoría, para un sistema contributivo obligatorio aplicar un modelo de capitalización individual o uno de reparto intergeneracional se justifica o no si el crecimiento proyectado de la masa salarial es inferior o superior al rendimiento proyectado de las cotizaciones capitalizadas (Blanchet, 1998). En efecto, si la población que trabaja crece a la tasa n y los salarios crecen a la tasa s, entonces por cada peso de contribución obligatoria en edad de trabajar los trabajadores reciben en la vejez:

m = (1+n) (1+s) (3)

El retorno sobre la inversión del sistema de reparto corresponde al crecimiento de la masa de cotizaciones salariales. Si i es la tasa de interés de los activos invertidos en capitalización, representando el retorno sobre la inversión de cada peso depositado en el sistema, entonces para el trabajador es mejor, aunque más riesgosa, la capitalización en caso que i > m, o es más conveniente el sistema de reparto si i <>.
El objetivo para los sistemas de reparto es evitar el riesgo de ajustar el gasto en pensiones derivado del envejecimiento de la población a través del incremento de las cotizaciones obligatorias y para los sistemas de capitalización la incertidumbre sobre la tasa de reemplazo. Fondos de este tipo existen en Suecia desde 1960 y en Canadá y Francia desde la década de 1990 para financiar estructuralmente (se utiliza solo el producto financiero del fondo) parte de las pensiones por reparto. Esto le permite al fondo canadiense proyectar una estabilización de las cotizaciones en 2,5 puntos menos que los necesarios en ausencia de reservas. El fondo noruego alimentado con los ingresos del petróleo, por su parte, busca suavizar las fluctuaciones de ingresos y al mismo tiempo acumular recursos para financiar los gastos futuros vinculados al envejecimiento, con la proyección de alcanzar 120% del PIB en 2020 Fondos de reserva existen también en Japón, EE.UU y otros países, con roles menos delimitados.
Un sistema de reparto provisionado de reserva se constituye, en ausencia de otros ingresos (normalmente provenientes de la venta de activos públicos o de otros ingresos excepcionales) mediante sobrecotización por un período de tiempo o bien programando una disminución de prestaciones con la contrapartida de pensiones complementarias financiadas por capitalización en tanto su rendimiento sea mayor al crecimiento de la masa salarial.
En Chile, la situación es la inversa. Se propone que, sin perjuicio de lo ya acumulado en las cuentas individuales y lo que pudiera seguir acumulándose sobre una base voluntaria, en un contexto de “tercer pilar” no obligatorio, la cotización obligatoria alimente un nuevo “segundo pilar”, un sistema de reparto provisionado que asegure una mejor combinación seguridad-rendimiento. El concepto aplicable sería que los trabajadores intercambien una parte de lo producido por sus activos financieros de alto rendimiento, pero riesgosos, contra derechos previsionales ciertos, o al menos situados en un rango de certeza.
El manejo de la provisión debe incluir reglas estables que permitan un alto grado de mutualización de los riesgos financieros entre diferentes categorías (género y niveles de ingreso) y entre generaciones. Un régimen de pensiones que otorga derechos ciertos y dispone de reservas importantes para garantizarlos concentra las ventajas del reparto (buena mutualización de los riesgos financieros) y los de la capitalización (si el rendimiento es más elevado que el crecimiento de la masa salarial en el largo plazo, con oferta de ahorro elevada). Analíticamente, esta modalidad es la más deseable desde el punto de vista del dilema riesgo-rendimiento.
Un sistema de pensiones contributivas menos incierto que el actual debiera, en plenitud de derechos previsionales adquiridos a lo largo de la vida activa mediante descuentos salariales obligatorios, apuntar a garantizar un porcentaje cierto del ingreso salarial percibido durante la vida activa. Una meta a alcanzar en un nuevo sistema debiera ser alcanzar del orden de 70% de los salarios ganados a lo largo de la vida, haciendo más justos para las mujeres y las personas de menos ingresos el modo de cálculo de las pensiones (recordemos que por construcción el sistema actual lesiona a las mujeres al establecer menos años de cotización obligatoria y permitir una menor pensión dada su mayor esperanza de vida) con formas de perecuación del cálculo actuarial entre géneros y niveles de ingresos, que también permita aproximarse a una tasa de reemplazo de 100% para las pensiones de viudez.
Se ganaría de este modo en un segundo pilar contributivo obligatorio certeza sobre el valor futuro de las pensiones mediante el mecanismo de seguro intergeneracional descrito, a lo que contribuiría hacer obligatoria la cotización de los trabajadores independientes con más recursos, como en EE.UU y Canadá a través del cobro al momento del pago del impuesto a la renta (en 2003, solo un 24% de estos cotizaban esporádicamente en una AFP, mientras un 65% de los independientes declaran ingresos al servicio de impuestos)
[17];
Lo propio ocurriría en el sistema de capitalización individual de tercer pilar:
- disminuyendo los costos de administración (con regulación de los gastos de búsqueda de afiliados, disminución de las barreras a la entrada a la administración de fondos del sistema, separando recolección de inversión y permitiendo la intervención en recolección del INP y BancoEstado, eliminando el giro exclusivo para las AFP y estableciendo un sistema de juntas de vigilancia de los administradores e inversores de los fondos con participación de los cotizantes, sin perjuicio de fortalecer el rol de la Superintendencia de AFP);
- eliminando la incertidumbre de las pensiones por retiro programado, que pueden dejar en precaria situación a los que agoten sus recursos acumulados.

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Notas

[1] Para una descripción de la teoría de los bienes meritorios ver Stephen Bayley (1995).
[2] Ver al respecto Béatrice Majnoni d’Intignano (1993).
[3] Desde la perspectiva de la provisión se ha distinguido entre pensiones públicas, pensiones ocupacionales y pensiones personales. El informe del Banco Mundial Averting the old age crisis (1994) ha distinguido, desde la perspectiva de los beneficiarios, la pensión básica, la pensión basada en contribuciones obligatorias y el ahorro voluntario.
[4] Ver Anthony Atkinson (1981) y Amartya Sen (2001).
[5] David Nellor (1995).
[6] Ver René Passet (2000), sin perjuicio del patentamiento que haga factible el incentivo a la realización de innovaciones y remunere el gasto privado en Investigación y Desarrollo.
[7] Ver Américo Ibarra y Gonzalo D. Martner (2006).
[8] Ver Philippe Van Parijs (2002), texto en el que además se describe el funcionamiento del sistema de ingreso ciudadano en Alaska, financiado por las regalías de acceso a los recursos naturales que dicho estado cobra. En palabras de René Passet: “Hemos comprobado la relación que existe entre la reducción del tiempo de trabajo, para la cual fue concebida la máquina, y la instauración de un ingreso equivalente al mínimo de subsistencia. Pese a su denominación (de ingreso ‘tecnológico’), no está vinculado al capital técnico, sino a la propia organización del proceso de producción, es decir a la inversión intelectual y a la información. Depende pues de este patrimonio universal cuyos frutos, que no son imputables a uno u otro factor productivo, deben distribuirse en realidad entre el conjunto de la colectividad (...). Queda el factor tiempo, con el que el sistema se aliaría para quedar progresivamente instaurado. Porque si el dividendo universal representa el ideal que hay que alcanzar, puede no ser un acierto empezar la casa por el tejado (...). Esta progresividad a lo largo del tiempo, que tanto contribuye a la viabilidad del sistema, relativiza el interés concreto, inmediato del debate –fundamental, por el contrario, en el plano de los principios- que versa sobre el carácter universal o no universal de la renta mínima garantizada. Estamos hablando, insisto, de distribuir y no de redistribuir. Despunta el momento en que, en una sociedad donde la robótica llevará a cabo el trabajo, la renta universal se habrá convertido en la fuente principal de ingresos que cada cual podrá completar con otros ingresos procedentes de una actividad de libre acceso. El contrato de trabajo con plazo fijo, justamente denostado en el contexto de precariedad actual, se convertiría entonces en la modalidad normal que permita a cada parte –empleador o empleado- establecer temporalmente unos lazos profesionales”, op.cit..
[9] Estos cálculos se encuentran en Gonzalo D. Martner (2006).
[10] Según Alberto Arenas de Mesa (2004).
[11] Siguiendo a Larry Willmore (2006), en base al sistema existente en Nueva Zelandia desde 1940, con un costo de 4,1% del PIB), pero también en Bolivia y Ciudad de México más recientemente, y en general los sistemas de pensiones básicas existentes en diversos países.
[12] Aunque dado que su aporte sería mayor que el beneficio no existe necesariamente una justificación para dicha exclusión. Para los mayores de 65 años más ricos la pensión universal podría en todo caso ser deducida ex-post al momento de la declaración de impuestos, evitando las complicaciones y costo administrativo de la elegibilidad de la asignación ex-ante según ingresos demostrados por debajo de un determinado límite.
[13] Ver Larry Willmore, op.cit.
[14] Sobre los fundamentos analíticos de las políticas de impuesto parejo-ingreso básico, ver Anthony B. Atkinson (1997).
[15] Estos planteamientos toman en cuenta la regla que Malinvaud (1998) define en los siguientes términos: “Ciertas prestaciones sociales cubren los riesgos a los cuales están expuestos los asalariados a raiz de su empleo; otros cubren riesgos a los cuales están expuestos todos los residentes y los cubren entonces a casi todos en el mismo grado. En rasgos gruesos, las prestaciones vinculadas al empleo deben abarcar los accidentes del trabajo, las pensiones más arriba del nivel mínimo y las pérdidas de salario por enfermedad o cesantía. La legibilidad del sistema de financiamiento recomendaría que las prestaciones vinculadas al empleo sean financiadas por cotizaciones asentadas en el empleo, es decir sobre la masa salarial, mientras las otras prestaciones serían financiadas por la tributación-paratributación sobre los hogares”.
[16] Olivier Davanne (1998).
[17] Ver Fabio Bertramou y Javiera Vasquez (2006).

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