Una salida necesaria


Rodrigo Valdés justificó del siguiente modo su salida del gobierno: “las cifras económicas comienzan a mostrar un mayor dinamismo. Avanzar sostenidamente hacia mayores niveles de crecimiento requiere disciplina y convicción del gobierno y abrir espacios para que el sector privado pueda desplegar su iniciativa con reglas claras y estables, pero que creo que no logré que todos compartieran esta convicción”.

En primer lugar, evidentemente la convicción acerca de las “reglas claras y estables para el sector privado” tenía pocas posibilidades de extenderse a una coalición de centroizquierda que llegó al gobierno en base a la promesa de cambiar reglas constitucionales, tributarias y educacionales y después asumió la demanda social de cambiar el sistema de pensiones. Hay en esa afirmación de Valdés algo extraño: pertenece evidentemente al ideario de la derecha en Chile, que no quisiera que nada cambie del modelo económico ultraliberal que impuso por la fuerza de las armas a partir de 1973. Pretender convencer de sus bondades al otro lado del espectro político justificaba de por sí su salida del gabinete por “error de casting”, si es que alguna vez se justificó su entrada. Cumplir funciones ministeriales requiere por lo menos compartir los principios básicos, en este caso de tipo reformador, del gobierno para el que se trabaja en ese nivel de responsabilidades.

En segundo lugar, lo de la mejoría de las cifras económicas no tiene fundamento. El crecimiento del PIB había alcanzado un ritmo de 5,3% promedio anual en 2010-2013, luego de la recesión de 2009 y de las políticas reactivadoras que siguieron, con un amplio déficit fiscal (4% del PIB) financiado con las reservas previamente acumuladas. Este crecimiento disminuyó a 1,9% promedio en 2014-16. En 2015, cuando Rodrigo Valdés se hizo cargo de la conducción económica, el PIB aumentó en 2,3%, mientras en 2016 lo hizo en solo 1,6%. En el primer semestre de 2017, el PIB creció apenas un 0,5% respecto al mismo período del año anterior. De mal en peor.

Es cierto que la caída desde fines de 2011 de los términos del intercambio (que básicamente expresa en el caso chileno la relación de precios del cobre y el petróleo) ha sido un factor muy desfavorable, pero estos experimentaron un repunte desde el segundo semestre de 2016. Este repunte no ha compensado hasta ahora el círculo vicioso de bajo crecimiento de la actividad, la consiguiente menor creación de empleo, un bajo crecimiento de las remuneraciones reales, un menor consumo de los hogares –que es el principal componente de la demanda interna- no compensado por una mayor demanda externa y, como consecuencia, una todavía menor actividad económica y menor creación de empleo. De este desempeño Rodrigo Valdés no es inocente, sino que es su directo contribuyente, en especial al decidir de manera incomprensible hacer caer la inversión pública en 2016 y 2017 y no estimular las remuneraciones, lo que hubiera permitido una recuperación más rápida de la inversión y del consumo una vez revertido el impacto negativo de los términos de intercambio.

El récord de Rodrigo Valdés en materia de crecimiento fue, entonces, bastante pobre, por no decir lamentable, aunque su discurso haya tratado permanentemente de proyectar otra cosa. Cabe recordar que a principios de 2008 Rodrigo Valdés pronosticó, cuando trabajaba para una entidad financiera privada en Estados Unidos, que la economía mundial terminaría el año en buenos términos, en circunstancias que se vivió la peor crisis en 70 años. Los pronósticos económicos no parecen ser su fuerte. Tampoco la conducción de la política económica.

En realidad, Rodrigo Valdés ha sido apoyado y saludado por los sectores empresariales más conservadores y sus soportes políticos, tanto de fuera como de dentro de la actual coalición de gobierno, los que procuraron construirle una imagen de idoneidad y seriedad. Esto se explica por haberse opuesto tenazmente en su momento a reformas laborales que hubieran podido establecer un mayor equilibrio entre empleadores y asalariados en la negociación colectiva y haberse opuesto luego a toda reforma al sistema de AFP, llegando a defenderlo públicamente en la City de Londres contra la opinión del grueso de la opinión pública chilena que lo sufre en carne propia y la de su propia coalición de gobierno.

Pero Valdés rebasó todos los límites de la prudencia política al, finalmente, pretender deslegitimar el funcionamiento de la institucionalidad ambiental, una vez que ésta no aprobó un proyecto minero que venía favoreciendo desde el ministerio de Hacienda. Que una mayoría del consejo de ministros encargado de este tema considerara el proyecto como ambientalmente peligroso para la supervivencia de un ecosistema digno de ser preservado para las nuevas generaciones, no resultó tolerable para Valdés y sus convicciones a favor del crecimiento a cualquier precio. Valdés llegó a organizar una verdadera facción ultraliberal al interior del gobierno y pretendió quebrarle la mano a la presidenta Bachelet. Seamos claros: si la votación de 3-2 en contra del proyecto originado en el grupo Penta hubiera sido un empate, en el caso de que el ministro de Economía Céspedes se hubiera tomado la molestia de votar en el consejo de ministros, entonces la facción ultraliberal hubiera saludado el buen funcionamiento de la institucionalidad ambiental.

Salvo que se quiera poner en cuestión el régimen presidencial, el desafío a la presidenta organizado por Rodrigo Valdés no podía sino concluir de un solo modo: con su salida. Y en caso de un eventual giro parlamentarista del sistema político, Valdés hubiera debido ir a buscar un apoyo en el Congreso a sus políticas ultraliberales, el que difícilmente hubiera logrado en la mayor parte de la coalición de gobierno, aunque probablemente habría cosechado entusiastas apoyos en la derecha.

En definitiva, lo que terminó por entrar en crisis es una dinámica política en la que los ciudadanos votan por programas de cambio, luego ante la primera dificultad se nombra a ministros económicos ultraliberales a los cuales se da gran poder para impedir su realización, mientras se ha llegado al extremo de que algunos ministros políticos terminaran organizando el boicot a esos cambios desde el interior del gobierno, como ocurrió con la dupla Burgos-Valdés. Esta dupla llegó a organizar conferencias de prensa en La Moneda contradiciendo a la presidenta Bachelet en el tema del “realismo sin renuncia”.

Señalizar para un lado y doblar para el otro empezó a considerarse en Chile como una incongruencia “normal”, en todo caso muy útil para gestionar los intereses del gran empresariado con buena capacidad de control social. Si en algún momento devinieron en eso las coaliciones de gobierno que en su origen fueron acuerdos entre sectores de centro e izquierda con vocación democrática y reformista, semejante tipo de contradicción no podía perdurar en los tiempos actuales, en los que es de esperar que de una vez se clarifiquen las opciones políticas en presencia en la sociedad chilena para que las diriman periódicamente los ciudadanos. Y de ese modo los gobiernos puedan llevar adelante razonablemente sus programas sin el condicionamiento sistemático de las oligarquías económicas (recordemos que en Chile el 1% más rico concentra el 33% del ingreso según el Banco Mundial, la cifra más alta del mundo), en tanto dispongan de apoyo parlamentario y en la sociedad suficiente. Por si a alguien se le hubiera olvidado, los sistemas políticos en los que pasan este tipo de cosas suelen llamarse democracias.

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