Reforma de la educación: la hora de las definiciones




El cambio de ministro de fines de junio dio cuenta de un problema en la gestión gubernamental de la reforma de la educación, sector puesto en una muy alta posición en la agenda pública desde 2011 y marcado como prioritario en el programa de gobierno de Michelle Bachelet. Hoy el gobierno está en medio de conflictos con buena parte de los actores de la educación, lo que parece deberse en buena medida a la ausencia generalizada de definiciones en los fines, medios y plazos del proceso de reforma.
Este proceso, a pesar de las turbulencias y confusiones, no debe -de lo que apenas se habla- perder la prioridad en la infancia temprana, según recalca la literatura especializada. Esto implica la visibilización y proyección del programa de ampliación de la cobertura de salas cunas y jardines infantiles y su reorganización institucional en un solo servicio público que coordine la gestión descentralizada de los establecimientos estatales y la asignación de recursos y control de las entidades privadas sin fines de lucro a las que se encarga participar en esta tarea de interés público.
La escuela pública, por su parte, debe desmunicipalizarse porque la desigualdad y fragilidad de la administración comunal reproducen y amplifican la impactante polarización educativa existente, donde la clase social y el lugar en que se nace siguen marcando los destinos y proyectos de vida. Pero no parece una buena idea crear un centenar de nuevas administraciones educativas autónomas complejas de diseñar, y difíciles y lentas de poner en marcha. Parece más sensato que se transfiera las escuelas municipales a servicios de educación con base regional, con algunas excepciones, de modo semejante a los servicios funcionalmente descentralizados de Vivienda y Urbanismo (15), o a lo sumo de Salud (29).
La fragmentación y carencia de adscripción a un escalón administrativo constituido y formal puede hacer fracasar la reforma de la escuela pública y llevarla a su definitiva marginalización en entidades de las que nadie se hace cargo, frente a un sistema escolar particular subvencionado fortalecido, aunque en adelante sin fines de lucro. Un sistema escolar público que sólo se hace cargo de los niños con más problemas formativos y que nadie más recibe está condenado al fracaso y a la consagración de la discriminación social en la escuela.
Para que esto no ocurra, la educación pública no debe ser financiada por subsidio a la demanda, sino por subsidio a la oferta, es decir asumiendo los gastos de inversión y funcionamiento de establecimientos bien equipados, situados en todo el territorio, y con docentes bien formados y remunerados. Si en el corto plazo esto tiene como consecuencia muchos menos alumnos por profesor en las escuelas públicas, bienvenido sea para aumentar la “calidad” del proceso educativo, si es que esta noción tiene algún sentido, pues lo pertinente es fortalecer los insumos del proceso docente y mejorar los climas escolares con proyectos de establecimiento pertinentes basados en conductas cooperativas y dirigidos por equipos de gestión motivados.
La nueva escuela pública debe construirse con equipamiento de excelencia y una carrera docente que cuente con el compromiso del profesorado, hoy bloqueado por una manifiesta ausencia de voluntad de construir acuerdos por la anterior autoridad educacional y la ausencia de un proyecto movilizador de construcción de una nueva educación escolar pública, lo que ha terminado radicalizando al extremo las posiciones como nunca desde 1990 y fortaleciendo desdenes elitistas y defensas corporativas que se retroalimentan en vez de construir un proyecto común. El estilo dialogante de la nueva ministra parece avanzar por mejor camino.
Por su parte, no debe olvidarse que el sector de educación superior técnica será central para invertir la pirámide educativa basada en el privilegio de la universidad tradicional en el imaginario social. En los nuevos Centros de Formación Técnica estatales, bajo tuición de las universidades públicas, y en las entidades privadas sin fines de lucro acreditadas, muchas de ellas con amplia experiencia, debe llegarse a la brevedad a la gratuidad completa para la matrícula y aranceles de carreras acreditadas. Las entidades y carreras no acreditadas y con fines de lucro no deben recibir subsidios. Aunque en el corto plazo esto aparezca como un enfoque discriminatorio de los sectores de bajos ingresos que allí estudian, el objetivo debe ser salir del caos educativo prevaleciente en el que se la ha otorgado el rol de formar a los jóvenes desaventajados que salen de la escuela a entidades dedicadas al lucro y no a la educación, con competencias institucionales más que frágiles y sin regulación de la pertinencia de las formaciones que ofrecen.
El subsector debe articularse con la educación escolar técnica y con una inexplicablemente postergada redefinición del sistema de capacitación laboral, donde se juega la pertinencia de la formación continua de capacidades humanas en el país y que debe financiarse con una mezcla de subsidio parcial directo a las empresas y una participación privada sectorial a través de un sistema de premios y castigos tributarios ligados al gasto efectivo y con resultados medibles en la formación continua.
En materia de educación superior universitaria no se debe poner la carreta delante de los bueyes, es decir, la gratuidad antes de definir los fines de los distintos tipos de universidades. Se trata de evitar un potencial gigantesco despilfarro de recursos, pues la educación universitaria es cara. La mera antigüedad de las instituciones universitarias no es criterio suficiente para avanzar hacia una gratuidad en el acceso a formaciones de alto nivel. Lo que cabe definir es que la educación superior deje de ser un mercado.
En primer lugar, debe otorgarse roles públicos a las universidades estatales, hoy carentes paradojalmente de toda misión por una supuesta autonomía malentendida, que es en realidad un desinterés gubernamental prolongado hacia este sector estratégico, y financiarlas en función de esos roles. Un nuevo mecanismo debe incluir una dotación de docencia por alumno por tipo de carreras que asegure a la brevedad posible una amplia gratuidad en pregrado –no completa, en ausencia de un sistema tributario que asegure una mayor progresividad en el impuesto a la renta, es decir con un arancel diferenciado por ingresos familiares-, con una duración de carreras que en la mayoría de los casos debe disminuir a cuatro años y con un límite de tiempo excedible para terminar la carrera con subsidio (no más de 30%) y una combinación de becas y crédito subsidiado en los postgrados, así como una dotación para investigación y extensión fijadas en convenios de programación de al menos tres años concordados con el Ministerio de Educación (o mejor aún con un nuevo Ministerio de Ciencia, Tecnología y Educación Superior).
Estos convenios deben incluir objetivos de matrícula por área del conocimiento y tipo de formación profesional, es decir con una planificación indicativa de la oferta de carreras. Las universidades estatales regionales deben ser además dotadas de roles específicos en conexión con las estrategias regionales de desarrollo en convenios regionales de programación. El sistema de acreditación de las Universidades Estatales debe reemplazarse por estos nuevos convenios de programación, en los que el Estado asuma una responsabilidad explícita con la mejoría constante de sus universidades en base a objetivos claros periódicamente evaluados.
Una segunda categoría debe ser la de universidades de propiedad no estatal con fines públicos, acreditadas en materia de docencia (incluyendo la exigencia de pluralismo de la enseñanza), investigación (sin limitaciones extra científicas financiadas con recursos públicos) y extensión (sin proselitismo de credo o ideología). La gratuidad debe asegurarse en este espacio para los estudiantes de menos ingresos y complementarse con créditos subsidiados para el resto hasta que no se establezca una progresividad tributaria que haría justificable la extensión a todos, con regulación de los aranceles máximos y con fondos concursables de investigación y extensión.
Una tercera categoría, la de universidades privadas sin fines públicos, debe ser también regulada con acreditación periódica, no recibir subsidios públicos, obligarlas a ser propietarias de los inmuebles que usan y prohibir la terciarización de servicios pedagógicos para evitar transgresiones a la prohibición del lucro vigente en la ley.
La mera idea de gratuidad completa sin redefiniciones institucionales puede, paradojalmente, sólo abrir la puerta a más subsidios regresivos sin contrapartida que beneficien a intereses privados y aumenten la desigualdad de oportunidades, lo que no tiene nada de progresista y contribuye muy poco a una adecuada asignación de los siempre escasos recursos de todos los chilenos que administra el Estado.
Los estudiantes más pobres tienen derecho a recibir una educación gratuita y de calidad en carreras que tengan destino laboral cierto en entidades de educación superior estatales (para lo cual éstas deben aumentar sustancialmente una oferta pertinente de matrícula) o privadas sin fines de lucro que el Estado acredite con estrictez para cumplir fines públicos. Y el Estado tiene el deber de no dilapidar sus recursos transfiriéndolos a privados que se enriquecen con ellos y a estudiantes cuyas familias no pagan impuestos a la altura de su nivel de ingresos. La afirmación de que se debe permitir a los más pobres el acceso a la educación mediante subsidio a entidades con fines de lucro y escasos cuando no nulos fines educativos (porque las becas a los más pobres no son en definitiva sino transferencias a entidades educativas concretas) no es sino demagogia interesada.

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