Para qué la segunda vuelta





El 15 de diciembre se resuelve quien dirigirá el Estado entre 2014 y 2018. Para algunos, da lo mismo quien resulte electo, pues consideran que no les afecta quien gobierne. Otros consideran que los unos y los otros gobiernan para sus propios intereses o los de sus cercanos, o para el poder económico que los condiciona y, por tanto, que no tiene sentido participar en la elección de autoridades. Razonamientos de este tipo, hasta donde se puede conjeturar, llevaron a una conducta abstencionista en la primera vuelta presidencial de noviembre que alcanzó la impresionante proporción de 51,5 % de los habilitados legalmente para votar –unos 6,9 millones de personas entre 13,6 millones– o bien de 47,6% con una estimación de habilitados efectivos (sin considerar a los chilenos en el exterior, reos no condenados y otras categorías) -es decir, unos 5.9 millones de personas entre 12,6 millones–. Esto no es una buena noticia para la democracia. Es más, es una tragedia para el ideal democrático de autodeterminación política de los ciudadanos.

Está de moda afirmar que esto es culpa de las élites, indistintamente, en tanto se interpreta que se han separado del resto de la población y gozan de privilegios que defienden en común. Esta interpretación está conectada con la gelatinosa noción de “clase política”, inventada por el senador vitalicio italiano y subsecretario para las colonias de principios de siglo XX, Gaetano Mosca, y con la afirmación criolla de que en el mundo de la representación institucional “son todos iguales”, es decir, igualmente repudiables.

Más allá de las apariencias combinadas con elementos de la realidad, esa representación de la esfera pública es parcial e incompleta. Es cierto que algunos representantes electos sólo privilegian el acceso al poder y a las granjerías que proveen las instituciones por sobre cualquier visión de mundo o programa de acción, y para eso se esfuerzan por obtener la adhesión de un número suficiente de electores usando argumentos que éstos quieran escuchar o suscitando emociones con las que una mayoría se pueda identificar fácilmente. También es cierto, para no mencionar hechos anteriores, que en materias como la subvención escolar, el royalty minero y la ley de pesca la actual oposición –con honrosas excepciones– dio sus votos al gobierno de Piñera, renunciando de manera inaceptable a la defensa de la educación pública o a impedir la entrega cuasi gratuita a intereses privados de recursos naturales que pertenecen a todos los chilenos. Es cierto que con frecuencia el poder económico logra subordinar a representantes de unas y otras corrientes políticas. Pero no es menos cierto que eso no siempre es así y que las posiciones de los unos y los otros en el Parlamento a la hora de legislar no son las mismas en temas cruciales, por mucho que el temor al conflicto lleve a muchos parlamentarios a esconderlo. La acción política puede hacer la diferencia en cuestiones colectivas fundamentales, contrariamente a la leyenda del individualismo negativo.

La lógica de la primera vuelta es la de la expresión de todas las diversidades, la de la segunda es la de la decisión entre las opciones que tuvieron mayor adhesión. Por definición, para los que no pasaron a segunda vuelta, se trata de decidir por el “mal menor”, en tanto entiendan que el “bien mayor” son ellos mismos, con el problema de que los electores, por ahora, opinaron otra cosa.

La abstención es además una mala decisión desde el punto de vista de la maximización del interés individual, que termina beneficiándose de menos bienes públicos o menos bienes privados, de cuya provisión a las personas de menos ingresos se encarga el Estado. El gobierno y el parlamento inciden en la vida de cada cual. Ejemplos: políticas económicas restrictivas o contra cíclicas implican más o menos empleo; políticas que incentiven o desincentiven la negociación colectiva implican salarios más altos o más bajos; hacer reformas tributarias que produzcan mayores ingresos y gastos públicos implican más gasto social o menos gasto social y así sucesivamente. La gran paradoja es que el desanclaje masivo del espacio público al que estamos asistiendo perjudica a los que menos ganan y/o más pierden en las relaciones de mercado no reguladas, en un contexto de erosión del vínculo social propio de las relaciones laborales “flexibles” y de la, en palabras de Norbert Lechner, “sociedad desconfiada” en que vivimos, que “hace estallar las viejas ataduras, pero sin crear una nueva noción de comunidad”.

Desde un punto de vista cultural, el individualismo negativo que acompaña la masiva abstención irreflexiva es propio de una época en que, en palabras del sicoanalista Charles Melman, se ha producido un cierto progreso que es fuente, o ilusión, de una cada vez mayor libertad: “Ninguna sociedad ha conocido jamás una expresión de su deseo tan libre para cada cual (…) Es evidente que cada uno puede satisfacer públicamente todas sus pasiones y, más aún, pedir que sean socialmente reconocidas”. Para Melman es importante que exista la expresión de límites y renuncias para que “la relación del sujeto al mundo, a su deseo, a su identidad pueda constituirse”. Y afirma que ésta se ha vuelto caduca y lleva a subjetividades inciertas, volubles, sin nadie que dé autoridad al otro: “El sujeto ha perdido el lugar desde el que podía hacer oposición, desde el que podía decir ‘no, no quiero’, desde el que podía entrar en insurgencia (…) El comportamiento social se caracteriza por el hecho que los que dicen ‘¡No!’ lo hacen en general por razones categoriales o corporativas. La posición ética tradicional, metafísica, política, que permitía al sujeto orientar su pensamiento frente al juego social, frente al funcionamiento de la Ciudad, pues bien, ese lugar parece hacer singularmente falta”.

Por estas razones, se puede afirmar que en efecto las élites junto a todos los ciudadanos tienen una responsabilidad crucial, y en especial las de izquierdas y progresistas, para darle a la democracia impulso, significación y capacidad de enfrentar y resolver dilemas económicos, sociales y culturales. La idea, aludiendo a Mario Góngora, de que había que abandonar las “planificaciones globales” en Chile, ha sido una pésima conclusión del análisis de buena fe de las causas de la crisis democrática de 1973, pues ha contribuido a que las élites proclives al cambio social hayan multiplicado un comportamiento meramente adaptativo y sin perspectivas globales creadoras de sentido. Por eso la “democracia de los consensos”, propia de una situación muy particular de salida del pinochetismo, debe ser dejada atrás con fuerza y decisión. La democracia es la regulación civilizada y estructurada de los disensos, no su eliminación artificial, en donde lo que se pretende expulsar por la puerta vuelve por las ventanas. En esta lógica, sostiene Anthony Giddens, en que “en una sociedad donde la tradición y la costumbre están perdiendo su fuerza, la única ruta para establecer la autoridad es la democracia. El nuevo individualismo no corroe inevitablemente la autoridad, pero reclama que sea configurada sobre una base activa o participativa”.

Desde una perspectiva de neurociencias, se puede citar en un sentido semejante a George Lakoff, para quien “reformatear” el marco de pensamiento progresista es crucial: “Son nuestros valores los que nos unen. Debemos aprender a articular esos valores fuerte y claro (…) No se puede sólo presentar una lista de lavandería de programas. Se debe presentar una moral alternativa”.

Una reafirmación de la democracia como el lugar en el que se disputan alternativas concretas inspiradas en valores solidarios y cívicos debe ser el desafío para las dirigencias progresistas, que deben en primer lugar dejar a un lado los liderazgos personalistas y fortalecer a los partidos, los sindicatos, las asociaciones, donde la deliberación y la recreación de valores y propuestas pueden sobrevivir o renacer por encima de las confianzas rotas. Este es probablemente el mayor pasivo de la generación de la transición: no haber sabido o no haber querido formar o reconfigurar partidos democráticos y programáticos de masas portadores de un proyecto y haber estimulado el modelo del liderazgo individual que conquista episódicamente mayorías electorales. Y de ese modo haber contribuido al abstencionismo y al escepticismo frente a las capacidades de la esfera pública para resolver los problemas de la vida en común.

A la situación de abstención “estructural” se agrega en estos días la abstención “narcisista” de tres de las candidaturas distantes de la derecha que obtuvieron, con Marcos Enríquez-Ominami, Marcel Claude y Roxana Miranda, un apreciable 15% de los votos válidamente emitidos (y un 7,3% de los habilitados para votar) y que ahora se niegan a llamar a votar por Michelle Bachelet. En efecto, estos tres candidatos participaron en primera vuelta, pero se sustraen de la segunda: ya no los involucra. Se expresan así las prioridades del líder narcisista: “Yo primero; yo segundo, yo tercero”. Después de mí, el diluvio. Triste espectáculo.

Los argumentos son en algún caso los del “abstencionismo estructural”: el “sistema” no se puede intervenir desde las instituciones democráticas, así es que no hay que votar en segunda vuelta. Uno se pregunta entonces para qué se presentaron en la primera vuelta, “legitimando el sistema” y no asumiendo luego la responsabilidad de orientar a sus seguidores en la decisión final, la que produce efectos prácticos. El segundo argumento es que Bachelet y Matthei son lo mismo, lo que no resiste el menor análisis. Para muestra un botón: una candidata representa con bastante dignidad la cultura laica y progresista, la otra promete gobernar “con la Biblia”. Razón más que suficiente, para cualquier persona que crea en la separación de la iglesia y el Estado, para votar por Bachelet, sin mencionar que además la ex Presidenta se compromete con una nueva Constitución y Matthei con mantener la actual; con una educación pública gratuita y de calidad y Matthei con mantener el sistema segregado y desigual, y así sucesivamente. En esta ocasión, no se está decidiendo sobre los temas de la primera vuelta, ni sobre los balances de los errores de los 20 años de la Concertación, ni sobre los defectos del primer gobierno de Bachelet. Eso ya ocurrió. Ahora se decide sobre quien va a gobernar por cuatro años a partir de marzo en función de lo que representa y de sus compromisos. Abstenerse es, contrariamente a las apariencias, tener una posición: no hacer nada para sacar a la derecha del gobierno y, en caso de victoria de Bachelet, disminuir su legitimidad como autoridad democráticamente electa frente a los poderes fácticos. Respetable, y en democracia todas las opiniones civilizadas lo son, pero si alguien sostiene que esa es una posición de izquierda, permítaseme afirmar que eso es una falacia: cuando se está ayudando a la derecha, no se es precisamente de izquierda.

La lógica de la primera vuelta es la de la expresión de todas las diversidades, la de la segunda es la de la decisión entre las opciones que tuvieron mayor adhesión. Por definición, para los que no pasaron a segunda vuelta, se trata de decidir por el “mal menor”, en tanto entiendan que el “bien mayor” son ellos mismos, con el problema de que los electores, por ahora, opinaron otra cosa. Vox populi, vox dei. Cabe hacer notar lo que en Francia, país que inventó el “ballotage”, hizo en 2012 Jean Luc Mélenchon, el más ácido crítico de Francois Hollande desde la izquierda: en la noche de la primera vuelta invitó a sus electores (el 10%) a votar sin condiciones por la izquierda socialdemócrata que tanto había atacado, pues no hacer nada contra la derecha gobernante no era para él una opción. Y, por cierto, sin refugiarse en la falta de coraje de decir que “los electores hagan lo quieran porque los líderes no son dueños de sus votos”. Eso está claro de antemano. Pero los líderes están para liderar, no para escamotear sus responsabilidades, que son las de orientar en los desafíos posteriores a los que votaron por ellos. Aún hay tiempo para que se expresen las virtudes republicanas, como ya lo hizo Alfredo Sfeir, por sobre los hasta ahora reflejos narcisistas de los candidatos en primera vuelta que claramente no son de derecha y dijeron que no querían que siguiera gobernando la derecha o que ésta condicionase al gobierno desde afuera. Para que eso ocurra, tiene que pasar algo preciso: que Michelle Bachelet gane, y ampliamente, en segunda vuelta. A partir de ahí se podrá seguir debatiendo sobre lo que debe o no hacerse en el país, pero ya sin la derecha gobernando el Estado. No se trata de un detalle frente al cual pueda abstenerse nadie que ponga por delante el interés colectivo.

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