Impresiones y Reflexiones

Permanecer un poco más de un año fuera de Chile, como ha sido mi caso, permite observar algunas cosas que de otro modo no se  ven con tanta nitidez. Lo que salta a la vista es  una cierta falta de veracidad como sello de nuestra cultura, y también de la vida política. Ejemplo: Sebastián Piñera promete crear un millón de empleos en su gobierno, a razón de doscientos mil por año, lo que suma, a ojos vista, ochocientos mil. Pero un millón suena mejor que ochocientos mil. Para que la incongruencia no se note tanto, se lleva la meta a cinco años, solo que es uno más de lo que dura su gobierno... Y está la promesa de Sebastián Piñera de vender las acciones de LAN antes de asumir el gobierno, venta que se dilata con un alto costo de imagen para, parece ser, aprovechar ventajas tributarias legales pero cuantiosas.

Este aire de falta de veracidad que nos acompaña incluye una cierta falta de pudor en materia de un tema central de la vida pública: el eventual uso del aparato de Estado para fines privados. Esto va desde un canal de televisión hasta un club de fútbol que permanecen en manos de la persona del Presidente de la República y sigue con los bienes e intereses de sus ministros e intendentes, obligados, de acuerdo a la legislación vigente,  a abstenerse de tratar numerosos temas de sus carteras en los que tienen un interés personal involucrado. Mientras, se nos dice que esta situación no empañará la objetividad de sus decisiones y que serán muy eficientes. Veremos. Lo que está claro es que la imagen de Chile en el exterior como país serio y probo no gana con este tipo de configuración de equipos gubernamentales. ¿Qué opinarán de la capacidad de preservación del interés público en Chile las opiniones públicas de los países de origen de las empresas concesionarias extranjeras, que ven,  sin más, que empleados de sus asociaciones gremiales pasan al otro lado del mostrador a dirigir la entidad pública que las regula? Esto no se da en ninguna parte del mundo.

Se anuncian por fin las medidas económicas para financiar la reconstrucción. Sebastián Piñera se permite, de nuevo sin veracidad, criticar el estado de las finanzas públicas. Este incluye un déficit fiscal limitado, perfectamente justificado para reanimar una economía que viene saliendo de una recesión, en medio de una de las más graves crisis que haya conocido la economía mundial. Nunca un gobierno había entregado a otro un país con las cuantiosas reservas fiscales que están a disposición de Sebastián Piñera. Al menos las actuales autoridades debieran reconocerle al anterior gobierno su gran seriedad fiscal. Sorprendentemente, esto se transforma en crítica a la Presidenta Bachelet, a cuyo gobierno se le atribuye un falso deterioro de las finanzas públicas con el fin de socavar su imagen: no se está actuando así con honestidad intelectual, ni ciertamente espíritu de unidad nacional.


Los que hemos pugnado por décadas por cambiar el sistema tributario  en un sentido progresivo, proponiendo sin mucho éxito,  reconozcámolo,  incrementar el impuesto a las utilidades de las grandes empresas, ampliar la tributación especial a la minería, subir la contribución de las propiedades de más alto valor,  penalizar con mayor energía tributariamente males sociales como los que atentan contra la salud, no podríamos sino saludar diversas medidas anunciadas el viernes por Sebastián Piñera. Supuestamente no era posible diferenciar impuestos por sectores y tamaño de las actividades económicas y no se podía  gravar más el patrimonio so pena de gravísimas catástrofes. El hecho es que si se podía y si se puede en beneficio, por lo demás, de la eficiencia y la equidad, como se hace  en buena parte de las economías modernas. Sebastián Piñera anuncia que está dispuesto a hacerlo. Seguramente hay allí un cierto cálculo político, del tipo tomar temas de la agenda del adversario que este nunca se atrevió a enfrentar. Pero es buena lid. No cabe sino valorarlo si mantenemos un apego, aunque sea poco frecuente en nuestros adversarios, por una básica honestidad intelectual en el debate político (y, ¿porqué no? también un apego a las formas civilizadas: lo cortés nunca ha quitado lo valiente). El hecho es que terminan de caer en Chile -fuera de Chile esto ya ocurrió hace mucho tiempo-  los dogmas de los discípulos de Milton Friedman y otros neoliberales presentes en buena parte del espectro político chileno. Estos han recibido en los últimos veinte años, dicho sea de paso,  un apoyo injustificado de quienes no tuvieron el coraje de oponérseles en nombre de un realismo mal entendido, transformado en resignación o en reconversión interesada.

En todo caso somos muchos -o al menos algunos, no exageremos, pues Chile ha sufrido una fuerte derechización intelectual-  los que seguimos afirmando que, detrás del terremoto, la principal catástrofe de Chile son sus desigualdades.  El sistema tributario debe ayudar a enfrentar ese terremoto permanente y no agravar las desigualdades, como ocurre hoy. Ya decía Platón hace muchos siglos que no se puede tratar del  mismo modo a los desiguales, y la exitosa  experiencia histórica de muchos Estados de bienestar está allí para demostrar la viabilidad de sistemas tributarios progresivos en los que los que tienen más pagan más para financiar las tareas públicas.

Quisiéramos, claro, en nombre de la veracidad que reclamamos, que las anunciadas desgravaciones tributarias a las donaciones y un nuevo mecanismo de depreciación para supuestamente acelerar la inversión no terminen perforando en grado significativo el incremento del impuesto a la renta de las grandes empresas  que se le plantea al país. Quisiéramos que el leve incremento del impuesto especial a la minería no termine de nuevo costándonos más caro a los chilenos por aumento de la “invariabilidad tributaria” que garantiza utilidades más que sobrenormales a unas pocas empresas  mineras. Pareciera que Chile no tuviera necesidades urgentes, antes y después del terremoto, como para seguir regalando a unos pocos accionistas de mineras extranjeras los recursos con que la naturaleza nos ha dotado. Quisiéramos que personas que no inscriben las casas en que viven a su nombre sino de sociedades inmobilliarias de su propiedad y que descuentan el pago del impuesto territorial, pagaran como los demás chilenos ese impuesto. En estos días hemos sabido que el Presidente de la República es de los que descuenta el impuesto territorial de su casa, pues no está a su nombre.

Y quisiéramos que los modestos incrementos  de tributos a los que más tienen fueran permanentes, para así  financiar la eliminación de la cotización de  7% para salud de los jubilados o para aumentar las becas para estudiantes sin recursos, por ejemplo. Tal vez sea esta la ocasión, después de grandes avances en materia de democracia y derechos humanos,  para un debate en serio sobre el país que queremos en materia económica y social, aunque lo hayamos escamoteado durante tanto tiempo o nos hayamos incluso rendido en más de una ocasión -lo digo autocríticamente por no haber enfrentado más a la tecnocracia y apoyado más las demandas de equidad de la sociedad civil
- ante el poder económico y su capacidad de influir por diversas vías sobre el sistema político.

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